Han pasado bastantes días sin que me animara a hacer una entrada. A veces, la realidad llama a la puerta y todo se tambalea. Todos mis relatos sobre los juegos olímpicos me trajeron muchos recuerdos, el pasado, mi pasado, acaparó mi atención. De pronto, surge algo que hace que me fije en el presente, siempre sin olvidar el pasado, siempre caminando por viejos caminos con la historia bien presente. Hoy he presenciado algo que merece ser contado en forma de cuento y, ahí va. Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.

Había una vez en un reino lejano, escondido en las montañas de un lugar conocido como la República de los Sueños, un personaje muy peculiar llamado Carlos Picodemonte. Este líder carismático era conocido por sus discursos ardientes y por ser el abanderado de una causa que hacía palpitar los corazones de sus seguidores incondicionales. Pero, como en todo buen cuento, nada era lo que parecía.

Carles no estaba solo en su aventura. A su lado siempre estaba su fiel escudero, Gonzo Bajo, un hombre que parecía tener siempre una carta bajo la manga, literalmente. Gonzo era conocido por sus habilidades en el malabarismo jurídico, capaz de lanzar argumentos en el aire, manteniéndolos girando con tal destreza que cualquiera que lo viera quedaba asombrado. Juntos formaban un dúo inseparable, aunque sus enemigos decían que todo era pura fachada.

En este reino, la seguridad estaba a cargo de un cuerpo peculiar llamado los Mozos de Esquiralia. Estos guardias, con su firmeza y seriedad, tenían una extraña condición: eran completamente ciegos y sordos. No importaba cuán alto se gritara o cuán brillante fuera la luz, ellos seguían adelante con su trabajo, confiando únicamente en su sentido del deber, aunque a veces parecía que no veían ni oían lo que estaba justo frente a ellos.

Un día, Carlos, que se había visto obligado a dejar su querida tierra para evitar el frío de la mazmorra, decidió que era el momento de regresar, y de dar un discurso que inspirara a sus seguidores como nunca antes. Sabiendo de las dificultades de los Mozos, burló todos los sistemas y reapareció en público, a la hora anunciada y en el lugar previsto de antemano. Subido a un escenario, con la bandera de su amada tierra ondeando a su espalda, comenzó a arengar a la multitud. Habló con pasión, prometiendo que el sueño estaba al alcance de la mano, y que pronto, muy pronto, la realidad sería transformada por su causa. Las moscas entraban y salían como Pedro por su casa de las bocas abiertas de todos los presentes.

Al finalizar la arenga, ocurrió algo mágico. Carlos, con un gesto dramático, tomó la bandera que había estado ondeando detrás de él. Como un mago en pleno acto, la sacudió en el aire. La multitud contenía la respiración, expectante. Y en ese momento, algo increíble sucedió: Carles, el gran líder, el orador incansable, desapareció. El público no podía creer lo que veían. ¿Acaso había sido Carles todo este tiempo un holograma? ¿Había estado jugando con la percepción de todos?

Los seguidores miraron alrededor, buscando una explicación. Los Mozos, fieles a su naturaleza, no vieron ni oyeron nada extraño, continuando su vigilancia como si nada hubiera pasado. Mientras tanto, Gonzo Bajo sonreía en la distancia no tan distante, sabiendo que el mayor truco del líder había sido hacer creer a todos que estaba allí cuando en realidad, había estado planeando su desaparición desde el principio.

Los rumores empezaron a circular: unos decían que Carles había usado la bandera como un pañuelo mágico, un truco aprendido de los grandes magos de tierras lejanas; otros estaban convencidos de que nunca había estado allí realmente, que todo había sido una proyección, una ilusión.

Al final, nadie supo la verdad. Los seguidores se quedaron con su fe intacta, seguros de que su líder volvería en el momento adecuado, mientras los detractores se preguntaban si no habían sido todos parte de un gran truco. Lo único cierto es que, en la República de los Sueños, la magia y la realidad eran dos caras de la misma moneda, y todo, absolutamente todo, era posible. Y, colorín, colorado, este cuento no se ha terminado.