Sigo con los relatos relacionados con los juegos olímpicos. Hay tantas historias que contar que es difícil elegir unas cuantas. No quiero cansar a mis lectores, pero quiero, eso sí, resaltar algunos relatos que tienen que ver con mis propias vivencias o con los dos países que suelo usar como referencia, España, el país donde nací, y Suecia, el país que me acogió y en el cual sigo viviendo. Voy a empezar hoy en Suecia, en los juegos de 1912, que tuvieron lugar en Suecia, con el precioso estadio de Estocolmo, construido para la ocasión y del cual guardo muchos recuerdos, como atleta y como entrenador. La primera vez que lo visité fue en condición de entrenador de Eslövs AI, mi primer club, en el que yo entrenaba a tres jóvenes chicas que además eran mis alumnas en el instituto de esa ciudad vecina. Fuimos a que participaran en el campeonato de atletismo para estudiantes; una de ellas en peso, otra en 800 metros y la tercera en 100 metros vallas. También he entrado por la puerta del maratón, al finalizar el maratón de Estocolmo, a principios de los 80, en un mar de multitudes, llegando a la meta entre aplausos. Guardo muy buenos recuerdos de ese lugar.

Empiezo en 1912 porque ese año ocurrieron cosas extrañas y también trágicas, durante la carrera. Empezaré por la trágica, que contribuyó a darle a esta carrera un punto de suspense y revistió a los participantes en ella, con un aire de sacrificio, suspense y respeto, parecido a aquel que supongo se les tenía a los gladiadores de la antigua Roma. Tomaron la salida en este evento 68 corredores de 19 países, pero desde el principio, las condiciones adversas hicieron mella en los participantes. Muchos de ellos, agotados por el calor y la falta de hidratación, se vieron obligados a retirarse. Cuando leéis “calor” seguro que sonreís pensando que vosotros sabéis lo que es el calor, pero, en Estocolmo, tan al norte, no tenemos ni idea. Pero, el caso es, que este 14 de julio de 1912, el cielo estaba completamente despejado y las calles alumbradas por un sol radiante, mientras los termómetros alcanzaron los 32 grados, agravados por una humedad parecida a la que se puede vivir en Barcelona en julio o agosto. Yo he vivido algo parecido en la maratón de Estocolmo 70 años después, como ya os conté el otro día y, puedo certificar, que ese calor es sofocante.

La maratón tuvo un recorrido de 40,2 kilómetros, comenzando y terminando en el Estadio Olímpico de Estocolmo. Aún no se le habían añadido los dos kilómetros y 195 metros, que se acordaron tras la maratón de Londres en 1908 y definitivamente se perpetuaron en París en 1924.[1] La carrera fue liderada inicialmente por corredores como Shizo Kanakuri de Japón, Hannes Kolehmainen de Finlandia, y Dorando Pietri de Italia. Sin embargo, debido al calor extremo, muchos de los favoritos comenzaron a luchar contra la deshidratación y el agotamiento. Los organizadores no pensaron en la cuestión de los avituallamientos. Allí no había los controles que podíamos ver en Paris, con botellas de agua y bolsas de hielo. Las altas temperaturas y la falta de agua disponible a lo largo del recorrido hicieron, junto a la alta competición y la falta de preparación de los atletas, que la carrera fuera especialmente desafiante.

De los 68 corredores que comenzaron la maratón, solo 35 terminaron la carrera, lo que muestra la severidad de las condiciones. Algunos colapsaron en el camino, y otros se retiraron antes de la mitad de la carrera. Un corredor de 24 años, el portugués Francisco Lázaro, colapsó alrededor del kilómetro 30 debido a la deshidratación extrema y el agotamiento por calor. Fue trasladado a un hospital, pero lamentablemente falleció al día siguiente. La causa de su muerte se atribuyó a un golpe de calor y deshidratación, agravados por el hecho de que Lázaro había cubierto su cuerpo con grasa para evitar las quemaduras solares, lo que impidió la transpiración. Los médicos que le atendieron, pudieron constatar una temperatura corporal de 41 grados. Se ha conservado una película que muestra los corredores en el momento de llegar a la media maratón y allí se puede ver a Lázaro ya en un estado de seminconsciencia, corriendo como un autómata, con la vista perdida en el horizonte. Este pobre muchacho, carpintero de profesión y atleta amateur, como todos lo eran en aquellos tiempos, tiene el triste récord de ser el primer atleta que falleció durante una maratón y, no es que fuera un primerizo en la carrera, ya que , antes de los juegos olímpicos, había ganado tres campeonatos nacionales de maratón en Portugal, donde representaba al Benfica.

La semana siguiente, 23.000 personas asistieron a una misa conmemorativa para Lázaro en el Estadio Olímpico. Se recaudaron aproximadamente 140.000 euros actuales para su esposa, y más tarde se colocó un monumento de Lázaro en el punto de retorno de la maratón en Sollentuna, a las afueras de Estocolmo. Su nombre fue dado a una calle en Lisboa, paralela a la Rua de Santa Barbara y próxima a la Escuela del Ejercito, y al estadio del club de fútbol C.F. Benfica. La novela “El Cementerio de Pianos”, del novelista portugués José Luís Peixoto, está basada en la historia de Francisco Lázaro.

Por la parte deportiva del evento, hay que constatar que, solo los tres primeros, consiguieron bajar de las tres horas. El corredor sudafricano Kenneth McArthur llegó primero a la meta con un tiempo de 2 horas, 36 minutos y 54 segundos, seguido por su compatriota Christian Gitsham. En tercer lugar, cruzó la meta el estadounidense Gastón Strobino. En realidad, todos esperaban ver entrar por la puerta de maratón a un japones, el joven, Shizo Kanakuri que, ese mismo año había impuesto un respetable mejor marca mundial de 2 horas 30 minutos y 33 segundos. Fue seleccionado como uno de los dos atletas japoneses para asistir al evento. Ambos atletas tuvieron que pagar sus propios gastos de viaje de 1.800 yenes, y los compañeros de clase de Kanakuri llevaron a cabo una recaudación de fondos a nivel nacional que recolectó 1.500 yenes. El hermano mayor de Shizo, Sanetsugu Kanakuri, recolectó 300 yenes. Para prepararse, entrenó nada más y nada menos, que con el mismísimo maestro Kano Jigoro, el fundador del judo como deporte universal. La preparación fue meticulosa y todo parecía jugar a su favor. No obstante, las condiciones en la que el y sus compañeros japoneses llegaron a la prueba no fueron las mejores. En aquella época, viajar de Japón a Suecia era una odisea. Kanakuri y sus compañeros de equipo tardaron 18 días en llegar a Estocolmo, viajando en tren, barco y a pie. La travesía fue extenuante y Kanakuri llegó agotado y deshidratado.

A mitad de la carrera, aproximadamente en el kilómetro 27, Kanakuri, deshidratado y completamente exhausto, se desvaneció a la puerta del jardín de una casa en las afueras de Estocolmo. La familia que allí vivía, la familia Petré, le llevó adentro de la casa para que descansara y se recuperara y le dieron de beber y comer. Kanakuri se recuperó, pero, avergonzado por no poder continuar, decidió retirarse discretamente de la carrera sin informar a los oficiales. Al no notificar su retiro, Kanakuri fue considerado “desaparecido” por los organizadores. Nadie sabía qué había pasado con él y, oficialmente, se le dio por desaparecido durante muchos años. En Japón, por supuesto, regresó a casa sin mayor alboroto, pero en Suecia, su desaparición se convirtió en una leyenda.

Shizo Kanakuri sigió en el atletismo y se convirtió en uno de los pioneros del maratón en Japón. Compitió nuevamente en los Juegos Olímpicos de 1920 en Amberes y en 1924 en París, aunque sin obtener medallas. Aquí, en Suecia, no se habló más de él, hasta que, en 1967, más de 50 años después de la maratón de Estocolmo, un periodista reparó en el personaje e hizo que los organizadores suecos lo invitaran de regreso a Suecia para “terminar” la carrera que había abandonado en 1912. Kanakuri aceptó la invitación y “completó” oficialmente la maratón, cruzando la meta en un tiempo total de 54 años, 8 meses, 6 días, 5 horas, 32 minutos y 20.3 segundos, lo que lo convierte en la maratón más larga de la historia. Shizo Kanakuri falleció en 1983 a la edad de 91 años.

Para terminar, contaré la breve historia de un sueco, participante también en la maratón de 1912, Sigge Jacobsson, de 29 años, ganador de la primera maratón nacional sueca en 1910, era uno de los favoritos antes de la carrera. Había entrenado en un desván del Tanto Sockerbruk, una refinadora de azúcar, para acostumbrarse a correr en un calor intenso. Un calor insoportable también prevalecía cuando los corredores comenzaron la carrera. Jacobsson estuvo mucho tiempo bien posicionado para luchar por las medallas, pero cayó en los últimos tramos y terminó en sexto lugar. La causa de no poder hacer valer su entrenamiento con una mejor plaza, fue que, en honor al día, utilizó un par de zapatos de correr completamente nuevos, blancos y radiantes, y sufrió graves ampollas en los pies en la parte final de la carrera. A mí me pasó algo similar en la media maratón de Gotemburgo, no por llevar calzado nuevo, sino que yo ya llevaba una buena ampolla antes de la carrera, que me había salido un día antes, por culpa de un calcetín mal puesto. Peor tortura que eso, no me puedo pensar y, si es malo en la media maratón, imaginaros en una maratón. ¡Pobre Sigge!

Los españoles no participaban en el maratón olímpico. No lo harían hasta la olimpiada de Paris en 1925, cuando el aragonés Dionisio Carreras, gran corredor, que en España no tenía iguales, endurecido en las carreras locales de Aragón, las famosas pollaradas aragonesas[2], que el corría descalzo. Ya en Zaragoza, corría representando al equipo de fútbol local, el Real Zaragoza, que le dio trabajo como conserje con vivienda y leña. En los juegos olímpicos de París luchó como un león, pero, la mala organización de la carrera, pésimamente señalizada, hizo que se saliese de la ruta varias veces y, una y otra vez regresase, ayudado por gente local que le indicaba el camino. Llegó al final en el  noveno puesto, echando por su boca lindeces no aptas para traducir.  En Ámsterdam en 1928, no pudo participar, aunque estaba apuntado, y el corredor catalán de larga distancia, Emilio Ferrer, que corría representando al FC Barcelona durante la década de los 20, lo hizo en su lugar. En 1928, Ferrer había ganado el primer campeonato de España de maratón, que se celebró en Barcelona y se utilizó como evento de prueba para los próximos juegos olímpicos. En los juegos de Ámsterdam, fue uno de los cuatro atletas catalanes de atletismo, junto con Juan Serrahima, Joaquín Miquel y José Culí. Ferrer corrió en la maratón en Ámsterdam, terminando en el puesto 52 de los 57 que acabaron la carrera, con una marca de 3 horas, 11 minutos y 3 segundos.

Mañana seguiré contando aventuras olímpicas y otras cosillas del mundo de la carrera pedestre. Entre otras cosas, os relataré las muchas formas en que la política ha condicionado la vida de los atletas. Os dejo con algunas imágenes de la maratón de 1912 en Estocolmo.


[1] La longitud moderna de 42 195 metros data de los Juegos Olímpicos de Londres de 1908 que la reina inglesa estableció, sin quererlo, quedando esta distancia como la distancia, que es la misma que separa la ciudad inglesa de Windsor del estadio White City, en Londres. Los dos mil ciento noventa y cinco metros fueron añadidos al inicio, para que la salida fuese frente al balcón real del Palacio de Windsor. La distancia quedó establecida definitivamente como única oficial en el congreso de la IAAF celebrado en Ginebra en 1921, antes de los Juegos Olímpicos de París de 1924.

[2] Carreras que se realizaban en las fiestas mayores de los pueblos y que tenían como premio pollos, además de algún incentivo económico de vez en cuando. Normalmente consisten en ir dando vueltas a una plaza ofreciendo premios menores a través de metas volantes, que hay que ganar al sprint. Es muy duro, de verdad. Me lo han contado los que lo han vivido en primera persona, como Domingo Catalán, o Eduardo Muñoz de los que hablaré en otra ocasión.