Tengo tres lugares fijos en los que parar durante mis paseos, dos de ellos son bibliotecas y el tercero es el anticuario, que desgraciadamente, va a cerrar en los próximos días. Echare mucho de menos este lugar tan familiar, sus pequeños letreros siempre escritos a mano, con una letra antigua que reconozco por parecerse mucho a mis ejercicios de caligrafía. Siempre me paro ante su pequeño escaparate, repleto de recuerdos y sorpresas. Si está abierto, que no es todos los días ni según el horario normal del comercio, paso a saludar. Ojeo las estanterías, primero vagamente, por encima, y, casi sin darme cuenta, me llama la atención alguno de los volúmenes que milagrosamente encuentran un sitio en las estanterías y lo extraigo con cuidado para hojearlo. Cada volumen que acaricio lleva la impronta de otras manos, de otras almas que, como yo, buscaron en ellos las huellas de quienes nos precedieron. Amarlos es mi destino y mi consuelo y el fuego que me impulsa a descubrir, a cuestionar y a entretejer mi propia historia con las historias de otros. No es raro que me quede un buen rato, en ocasiones subido a una renqueante escalerilla, absorto en la lectura. Salgo casi siempre con algún tesoro en la mochila, si llevo dinero, claro, porque aquí no se conoce otra forma de pagar que dinero contante y sonante. Llevo años tratando de hacer comprender a mi amigo librero lo cómodo que sería para sus clientes poder pagar con tarjeta, pero, nada, él no da su brazo a torcer.

En cuanto a las bibliotecas, son lugares completamente diferentes. La biblioteca de la universidad tiene todo y si no lo tiene se encarga. Allí voy a recoger algún libro o a consultar fondos históricos. También me paro a conversar con algún bibliotecario de los antiguos, que ya van quedando muy pocos. Es un edificio de aspecto majestuoso y con gran carácter, aunque no es tan antiguo como parece. Se construyó en 1907 en un estilo pastiche gótico, que parece emular los decorados de Harry Potter pero que los amantes de la arquitectura monumental, congregados en “La Asociación Rebelión de la Arquitectura» (Föreningen Arkitekturupproret), eligió como “la mejor obra arquitectónica de Suecia de todos los tiempos”, en 2017. Debo de confesar que, en las entrañas de este edificio, he pasado parte de los mejores años de mi vida. La biblioteca pública de la ciudad es un edificio moderno y lleno de luz. A la hora que vaya, encontraré siempre muchos jóvenes y mayores. Los jóvenes preparan trabajos y los mayores, como yo, disfrutan la lectura o buscan un lugar de encuentro, que mitigue su soledad. La soledad es más dulce en una biblioteca. Así luce a las siete y media de esta mañana del 8 de noviembre la biblioteca de la universidad de Lund.

Confieso sin rodeos que soy un explorador de mundos silenciosos, un viajero del tiempo que ha recorrido las épocas y los rincones más profundos de la humanidad, guiado por libros de páginas gastadas., amarillentas y ese inconfundible olor a humedad. Muchos de mis días han transcurrido entre las sombras y luces de innumerables bibliotecas, donde he hallado en las palabras escritas un refugio y un universo sin fin. Los libros son mis compañero,s eternos guardianes de secretos y relatos que nunca dejan de revelarse, siempre nuevos y siempre sabios.

Con el tiempo, he ido juntando libros, hasta convertir mi casa, ante el fastidio de mi compañera, en una biblioteca desordenada. Y es que mi amor por los libros es algo mucho más profundo que el simple gusto por leer; es una relación de lealtad y reverencia. Cada libro que poseo no es solo un objeto de papel y tinta, sino un amigo y un confidente, una puerta a un momento específico de mi vida y a mundos que me han marcado de muchas maneras. Son recuerdos de descubrimientos y emociones que he vivido en sus páginas. Son mis queridos amigos. Deshacerme de un libro sería como arrancarme una parte de mí mismo. No importa cuántos años hayan pasado desde que lo leí; cada uno guarda en sus páginas un fragmento de lo que fui y lo que soy. En ellos está la historia de mis propias vivencias entretejida con las historias del pasado, del arte, la filosofía y el pensamiento de los grandes escritores y pensadores. Mis libros son como un mapa de mi espíritu y una crónica de mi evolución, y por eso cada uno de ellos es irremplazable.

Algunos de esos libros no los he leído en decenios, pero, si acaso le dejo prestado uno a un amigo, al poco tiempo echo de menos justo ese libro, cuando voy a citar algo. Esto es rarísimo, pero es lo que suele pasar, por tanto, no soy partidario de dejar prestados mis libros, mejor compro uno y regalarlo, que prestar. Desgraciadamente, hace ya unos años, los libros no caben ya en mis estanterías y he tenido que ir dejándolos en mi casita de campo, lo que hace que yo vaya allí muy a menudo. No cabiendo ni allí, he empezado a llenar el desván y todos los espacios rellenables, y, al estar repletos, los voy almacenando en casa de parientes.  Decidir qué libros se quedan en las estanterías y cuáles se guardan en el zaguán o en cajas es tan difícil porque cada libro tiene un valor especial. La estantería es un lugar de honor, donde los libros más significativos están al alcance de la mano, como una constelación de recuerdos y saberes a la vista. Elegir qué se queda y qué se guarda es una especie de acto simbólico: es definir qué conocimientos, ideas y emociones deseo tener más cerca, esos libros que tal vez sean los primeros en los que pienso cuando buscas inspiración o consuelo. A veces, es casi imposible decidir porque cada libro representa una experiencia o un periodo de tu vida, un descubrimiento o una emoción particular que permanece en sus páginas. Guardarlos en el zaguán o en cajas no es falta de amor por ellos, sino simplemente el reconocimiento de que, aunque el espacio es limitado, el vínculo permanece. Para quienes aman los libros, es una elección entre tesoros que, incluso cuando se alejan de la estantería, nunca se apartan del corazón.

Y es que, cada uno de mis libros ha sido testigo y compañero en momentos de mi vida, podría decir que han sido escalones que he ido subiendo, o bajando, a lo largo de mi existencia, desde el día que aprendí a leer y empecé a sentarme en una silla bajita, hecha a mi medida por un vecino mañoso, en un rincón de la cocina, al calor del fogón de carbón, en las tardes de invierno. Mi tía Mari me trajo una caja grande llena de libros, que habían pertenecido a mis primos, ya mocitos. Entre los que había cuentecitos de Calleja, Platero y Yo, Ivanhoe, los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe y un montón de tebeos, de los que todavía conservo algunos. A los diez años había yo ya devorado cientos de libros, con el Principito, el Quijote, el lazarillo de Tormes y el Buscón incluidos. Todos leídos en la sillita y llegados a casa como regalo de mi tía o comprados por mi padre. Después, ya mayorcito, fui ahorrando para comprar mis propios libros. El primero que compré con mi dinero fue la Ciudad y los Perros, la primera novela de Vargas Llosa. Eso lo recuerdo muy bien, porque la leí en la cama, convaleciente de una pulmonía.

Hay libros muy especiales, como Los Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada, de Pablo Neruda. Este libro fue mi particular Ars Amandi en mi pubertad, en especial el poema V:

Para que tú me oigas

mis palabras

se adelgazan a veces

como las huellas de las gaviotas en las playas.

Y seguí comprando libros, de poesía al principio, más tarde prosa, luego de historia y de política, al tiempo que iba siendo consciente de la realidad en España. Leí a Paz, Hierro, Laforet, Vallejo, Medio, Gorostiza, Matute, Huidobro, Cortázar y todo lo que se ponía en mi camino, incluidos los sainetes de Arniches o novelas de Pedro Antonio de Alarcón. Pude leer a Marx, Sartre y hasta Mao (en portugués) y, al llegar a Suecia, encontré una gran cantidad de libros en español, que no circulaban en España y descubrí a García Lorca, por medio de una amiga americana. Aquí, en Suecia, se podía leer todo, sin filtro y yo compraba y compraba. Descubrí en Madrid la librería Pons y allí estuve comprando libros durante los 80. En Cataluña compré cantidad de libros en la librería de la Generalitat, por ejemplo, los 23 tomos de Paraules del president de la Generalitat, con todos los discursos de Jordi Pujol, y todo lo que pude encontrar, sobre política catalana. En la librería Castro de Barcelona encontré libros raros y perlas antiguas. Creo humildemente que tengo una biblioteca muy completa sobre el catalanismo desde Lo Catalanisme de Almirall hasta M´explico de Puigdemont. De mi suegro heredé una biblioteca muy completa con clásicos y mucha filosofía y, naturalmente, religión, ya que él era un destacado historiador de las religiones, cuyo Trisvabhāva: un estudio sobre el desarrollo de la teoría de las tres naturalezas en el Budismo Yogācāra fue en su día un trabajo pionero para el análisis del budismo. Después he seguido comprando libros y recibiendo libros de amigos, editoriales y universidades. En fin, que mi compañera dice que basta de libros, aunque ella aporta grandes cantidades de libros de ciencias sociales y pedagogía, que van desplazando a los míos de las estanterías. Es una lucha, metro por metro, donde mis libros tienen la de perder y van siendo desplazados a el exilio en cajas. En último momento, consigo a veces salvar alguno, argumentando que lo necesito o que lo estoy leyendo, y así salvarle del cartón. Siempre he intentado tener un cierto orden, por temas, por autores, por épocas, pero casi siempre, por una cosa o por otra, la colección se sume en un cierto caos, que solo yo conozco. Suelo encontrar siempre lo que busco (si no me lo han movido de sitio) casi automáticamente.

En mi labor docente, como profesor de historia, he utilizado siempre la literatura como herramienta complementaria, porque ofrece una visión íntima y profunda de los contextos sociales, culturales y emocionales que los hechos históricos, por sí solos, no siempre revelan. A través de personajes, tramas y ambientes, las obras literarias permiten experimentar de manera cercana las vivencias de personas reales o ficticias en diferentes épocas, brindando una perspectiva humana y compleja de los eventos históricos, que los libros de texto no consiguen comunicar. Siempre he tenido una buena relación con los profesores de lengua y con los bibliotecarios y juntos hemos podido organizar temas conjuntos, ambiciosos proyectos con el fin de promocionar la lectura en los estudiantes.

La literatura hace que los hechos históricos cobren vida al presentarlos desde la perspectiva de los personajes que los vivieron. Por ejemplo, novelas como Los Miserables de Victor Hugo transmiten el impacto de la pobreza y la injusticia social en la Francia del siglo XIX, permitiendo que el lector entienda esos tiempos desde una óptica emocional y humana, como para explicar las características sociales en el ámbito rural en España, durante la era napoleónica, puedo utilizar El Sombreo de Tres Picos, de Alarcón, por poner otro ejemplo,  o mostrar la tragedia de la guerra con la ayuda de Sin Novedad en el Frente de Remarque. Las obras literarias reflejan los valores, las creencias y las preocupaciones de sus épocas. Libros como Orgullo y prejuicio de Jane Austen muestran la estructura social y las expectativas de la vida cotidiana en la Inglaterra de principios del siglo XIX, y ayuda a comprender cómo pensaban y vivían las personas comunes en ese momento. La literatura invita a los estudiantes a ponerse en el lugar de los personajes, a comprender sus luchas y decisiones en momentos de conflicto, como en la Segunda Guerra Mundial o la Guerra Civil Española. Por tanto, se fomenta la empatía y el pensamiento crítico, y permite cuestionar y reflexionar sobre los motivos y las consecuencias de los hechos históricos desde una visión más cercana.

Naturalmente, las fuentes son esenciales en el estudio de la historia, pero, la literatura se convierte en un complemento perfecto para las esas fuentes históricas, y añaden color y textura a los hechos objetivos. Si bien la historia ofrece la cronología y el contexto de los acontecimientos, la literatura permite comprender el impacto subjetivo de esos eventos en los individuos y comunidades y ofrece una visión más completa de la historia, enriqueciendo el estudio académico con una dimensión más emocional y personal. Al leer literatura de distintas épocas, también se observa cómo evolucionan el lenguaje, las ideas y los temas de interés, lo cual ayuda a entender mejor los cambios históricos, culturales y filosóficos de una sociedad a lo largo del tiempo.

Leer proporciona también grandes beneficios a los estudiantes, porque requiere enfoque y atención sostenida, habilidades esenciales para el estudio. Cuando los estudiantes practican la lectura, aprenden a concentrarse en un solo contenido durante períodos prolongados, lo que fortalece la capacidad de estudiar de manera disciplinada y sin distracciones. Se discute si esa lectura debe ser en papel o en pantalla y yo opino que debe hacerse de las dos maneras. Toda lectura es buena, y las pantallas están aquí para quedarse. Opino personalmente que un libro es siempre preferible, pero utilizo medios digitales para introducir la lectura en pequeñas porciones. Si le interesa, el estudiante pasa al libro, casi sin darse cuenta. La lectura es el cimiento sobre el cual se desarrollan muchas habilidades necesarias para el estudio efectivo, desde la comprensión profunda hasta el pensamiento crítico y la autonomía. Leer de manera habitual facilita la adquisición de conocimientos, y también fomenta una actitud de aprendizaje constante. En el material didáctico que he creado para el aprendizaje de la historia en todos los niveles de la enseñanza media superior en Suecia, Digilär Historia 1ª, 1b, 2a y 2b, combino los temas históricos con una selección literaria. Por el momento, estoy ajustando el contenido a los nuevos cambios curriculares anunciados para el año que viene.

Soy partidario de escribir historia de manera que aporte valores literarios. En España y Suecia, la historiografía se centra en análisis teóricos y académicos, y menos en la narrativa atractiva. Aunque se valora el lenguaje literario, los estudios históricos suelen intentar parecer rigurosos y analíticos, priorizando la pretendida exactitud y el rigor sobre el estilo narrativo. En los países anglosajones, sin embargo, existe una tradición fuerte de narrar la historia de forma accesible y atractiva, dando un lugar destacado a la función literaria de la historia. Desde autores como Edward Gibbon con Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, se busca atraer al lector general, creando obras que no solo informen, sino que también cautiven. Este enfoque narrativo se ha trasladado a los historiadores modernos anglosajones, quienes muchas veces buscan narrar la historia con una prosa cuidada, permitiendo que el lector «experimente» el pasado como si estuviera presente. Fuera de la esfera anglosajona, la escritura histórica de Emmanuel Le Roy Ladurie, combina rigor académico con un estilo narrativo atractivo, que lleva al lector a sumergirse en el pasado a través de detalles cotidianos y una estructura casi novelística. Como uno de los representantes más destacados de la microhistoria y la escuela de los Annales en Francia, estudia la vida de comunidades pequeñas o casos específicos, utilizando estos microcosmos para arrojar luz sobre grandes cuestiones históricas. Su obra más conocida, Montaillou, aldea occitana, explora la vida cotidiana de un pueblo medieval en el sur de Francia y utiliza los registros de la Inquisición para construir una imagen detallada de las relaciones, pensamientos y cultura de los habitantes. Le Roy Ladurie centra su estudio no solo en los hechos sino también en la mentalidad, las creencias y las emociones de las personas en el pasado. Este enfoque en la “historia de las mentalidades” permite comprender cómo las personas veían su propio mundo, sus miedos, sus esperanzas y sus formas de entender la vida, brindando una comprensión más rica y humana del pasado. Él es sin duda uno de mis grandes inspiradores.

En Suecia tenemos a Dick Harrison, un destacado historiador contemporáneo, que fue doctorando conmigo en los años 80, especializado en historia medieval y en la historia de Escandinavia. Harrison es notable por su enfoque accesible, detallado y abarcador, que se orienta tanto a una audiencia académica como al público en general, conocido por su habilidad para combinar rigor histórico con un estilo narrativo atractivo, lo cual lo convierte en uno de los divulgadores históricos más respetados en Suecia. Todavía recuerdo su presentación de la tesina de grado sobre los longobardos, es una historia por si sola. Su obra se centra ampliamente en la historia medieval, con especial atención a la historia de Escandinavia, Europa Occidental y las Cruzadas. A través de sus investigaciones, aporta una visión detallada y profunda sobre los sistemas políticos, sociales y culturales de la Edad Media. Por ejemplo, en su serie Slaveri (Esclavitud), explora el papel de la esclavitud desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, abarcando temas que tradicionalmente no han recibido tanta atención en la historiografía escandinava. Harrison también aborda temas históricos desde una perspectiva que incorpora aspectos sociológicos, culturales y económicos, mostrando cómo estos elementos han influido en el desarrollo de la sociedad.

Yo se que el gran inspirador de Harrison fue el historiador sueco Carl Grimberg, catedrático de instituto (como yo) y autor de la obra  Svenska folkets underbara öden (Los maravillosos destinos del pueblo sueco), publicada entre 1913 y 1924 en nueve volúmenes, con dos volúmenes suplementarios entre 1932 y 1939 y una edición revisada de 1959 a 1963, que es la que Harrison leyó como niño y que yo compré en los 70 en un anticuario y utilicé como fuente de conocimiento sobre la historia sueca, de gran ayuda para mí en mis futuros estudios. Además, este Grimberg era como yo un asiduo navegante, dicho sea de paso. Grimberg usaba un estilo narrativo vivo, casi novelístico, que hacía la historia atractiva para el lector común, a diferencia de muchos historiadores de su época, que empleaban un lenguaje más académico. Grimberg optó siempre por una prosa fácil de entender y de tono conversacional, lo que permitió que muchas personas sin formación académica en historia, niños y jóvenes, accedieran al conocimiento histórico de manera entretenida y cautivadora. Harrison se ha convertido sin duda en el nuevo Grimberg. En 2013, en un acto en que se me concedió un premio a mi trayectoria docente, presentó su gran obra Sveriges historia (La historia de Suecia) de la que él era redactor y autor de dos de los ocho tomos. Para mí, fue el momento en que confirmó ser el nuevo Grimberg.

Los once volúmenes de Grimberg y los ocho de Harrison et al los tengo en cajas, junto con la gran enciclopedia sueca Nationalencyklopedin en 20 tomos. Los recursos digitales han trasladado a esas obras de consulta a los cuartos trasteros, desgraciadamente o afortunadamente, según se vea. Pero no concibo mis reservas literarias como cementerios de la literatura sino como criogenia. Estos libros desplazados de las estanterías, están esperando a que un corte de luz les devuelva a su sitio. Esto de el futuro digital es demasiado sensible a cuestiones fuera de nuestro alcance. ¿Quién sabe cuanto tiempo podremos seguir disfrutando de los medios digitales? Catástrofes, guerras y muchas más cosas pueden hacer que nuestras pantallas queden mudas y ciegas y, entonces, agradeceremos tener esos tomos olvidados en el desván. Mi máxima es: ¡nunca tires un libro! Por el valor y el respeto, por el conocimiento y la historia que contienen los libros, hay que preservarlos, porque cada volumen, incluso el más desgastado, guarda una chispa de sabiduría, un destello de momentos vividos. Mantener los libros cerca es para mí mantener vivo su legado, un recordatorio de que siempre pueden volver a hablar y aportar algo nuevo en otro momento de mi vida. Gracias a los recursos digitales, estoy viendo hoy a Beatriz Mariño entrevistar a Rosa Lencero la primera y única directora que ha tenido la Editora Regional de Extremadura en su 40 aniversario, desde Santa Marta de los Barros. Un lujo que me permite internet.