Voy paseando por Lund esta mañana de noviembre y siento que soy feliz. Es una sensación difícil de explicar con palabras, pero me llega por los cinco sentidos. Me gustan los colores entre ocre rojizo y amarillo, que cubren los aún no del todo desnudos árboles, y convierten el camino en una alfombra vistosa de contornos imprecisos. Me gusta el olor del otoño, de la tierra mojada y la fruta caída. Agradezco la sensación que me deja el viento frío en las mejillas, según voy caminado con el abrigo abotonado y la gorra de lana calada hasta las cejas. Me gustan también los sabores del otoño; las castañas, la remolacha cocida con mantequilla, la batata asada, la sopa de calabaza. Sacarme el guante y tocar un árbol centenario me hace sentir partícipe en el teatro de la vida. Soy rico en sensaciones y eso me basta.
“No es más rico quien más tiene sino el que menos necesita” – frase de Séneca, el inmortal cordobés que tantas frases sabias regaló al mundo. Pienso un día como hoy, en el que los lideres mundiales se reúnen en Bakú, la capital de Azerbaiyán, si alguno o alguna entre ellos pensará de forma parecida a nuestro famoso estoico. Si lo hiciera, podría quizás llegar a actuar según las verdaderas necesidades de este mundo en que vivimos, sino del mundo en sí, al menos de la humanidad.
Seguramente sin conocer la frase de Séneca, una jovencita quinceañera se lanzó a la calle con un cartel, un día de septiembre de 2017, y se colocó en frente del parlamento sueco, para recordar a los políticos que el cambio climático era una realidad que se había constatado en la cumbre de París, dos años antes, pero que nadie parecía decidirse a hacer lo necesario para evitarla. Su ejemplo hizo mucho ruido mediático, pero no resultó en medidas que realmente fueran encaminadas a frenar el propio cambio climático. Una población en continuo aumento en países en vías de desarrollo veía como los países ya desarrollados, lejos de reducir su huella climática, aumentaban su gasto energético.
Cuan trileros, los gobiernos parece que tratan de disfrazar el aumento del consumo, hablando de digitalización y electrificación, pero la realidad es que estas inversiones están muy lejos de hacer descender nuestro uso abusivo de los medios energéticos. Cualquier calculo serio, muestra que las soluciones a esta catástrofe que se avecina, pasan por detener y aún mejor retroceder nuestro nivel de consumo en todos los ámbitos. Nadie lo propondrá, o quizás sí, alguien lo hará, para otros. No creo que ningún líder político relevante se atreva a regresar a casa de la cumbre de Bakú y decirle a su gente: “ciudadanos, es hora de frenar”.
Sin intención de adelantar lo que serán los resultados de esta cumbre de Bakú, me atrevo a presagiar que no serán tremendamente revolucionarios, porque, los países que cuentan, los grandes productores de gases que nutren el efecto invernadero: el dióxido de carbono, el metano y el óxido nitroso, léase, los Estados Unidos, China e India, no están por la labor, ni hay una política unificada europea para hacerlo. Desconozco si Greta Thunberg pensará ir a esta cumbre, si la escucharán o más bien harán como si la escuchasen. Pero lo cierto es que, en la conciencia de muchos ciudadanos de todos los países, morará el deseo de hacer algo radical para parar la catástrofe.
Desde una perspectiva castúa se puede considerar que esta política climática queda muy lejana. En realidad, la nueva realidad, la crisis climática, aporta para Extremadura una gran ocasión para su desarrollo. En una entrevista en El País el 30 de mayo de 2021, el entonces presidente de la Junta Guillermo Fernández Vara, decía: “Se están empezando a repartir de nuevo cartas en el mundo y con las que ahora vamos a jugar no son las mismas que las que nos dejaron hace 30 años”. Esta es la ocasión de poner en valor lo que Extremadura tiene, que es mucho. Para empezar, la belleza natural de Extremadura y su biodiversidad, que la convierten en un destino atractivo para el ecoturismo. Promover el turismo sostenible y responsable puede generar ingresos sin degradar el entorno, eso en una época en que los grandes destinos turísticos están saturados y se consideran como algo contrario a los intereses de la población autóctona; lo vemos en Barcelona, en Mallorca, en Canarias y en todos los lugares que han sido seriamente degradados por el turismo de masas.
Otro de los grandes valores de Extremadura está en la dehesa, un ecosistema sostenible y adaptado al clima mediterráneo, que ofrece un modelo de producción agrícola y ganadera ecológicamente equilibrado. Sin olvidarnos de las posibilidades que ofrece el subsuelo, y el sol que recurrentemente calienta la región. El litio, los paneles fotovoltaicos, el viento, permitirán a Extremadura estar a la cabeza de las regiones que optan por la nueva economía y hará que alcance la neutralidad climática hacia 2030, 20 años antes de lo previsto para el conjunto de España.
Aunque las perspectivas económicas para Extremadura parecen llevar a una convergencia de su PIB con la media del resto de España, es crucial que la cuestión de la sostenibilidad no se descuide. Una economía sostenible es en la practica una economía que no abusa de los recursos y que aprende a vivir de una forma más acorde a las posibilidades del planeta. Para eso hay que educar en sostenibilidad, no solo en las escuelas e institutos. Esto se puede hacer de muchas maneras, y ya hay buenos ejemplos de ello. Incorporando la sostenibilidad como un tema central en el currículo escolar ayudaríamos a que los niños y jóvenes crezcan con una conciencia ambiental sólida. Las escuelas pueden incluir talleres sobre reciclaje, energías renovables, uso eficiente del agua y agricultura sostenible.
Pero, sobre todo, me atrevo a opinar, sería necesario conseguir un cambio de actitud en la sociedad en general, una concienciación de que es un deber usar los recursos necesarios sin abusar de ellos, ya sea comida, energía, espacio etc. Según la ética ambiental, filósofos como Aldo Leopold, Arne Næss y Peter Singer, entre otros, el valor de la naturaleza no debe medirse solo en función de su utilidad para los humanos, sino que los ecosistemas, animales y plantas tienen valor intrínseco y deben ser protegidos por derecho propio. Este enfoque ético puede motivar políticas y comportamientos que promuevan la sostenibilidad a largo plazo.
Debemos sustituir el antropocentrismo que impera hoy, por el biocentrismo, que otorga valor moral a todos los seres vivos, y el ecocentrismo, que considera los ecosistemas y sus interconexiones como fundamentales. Debemos, creo yo, promover la filosofía de la simplicidad voluntaria por una vida con menos consumo material y más enfocada en los valores humanos, las relaciones, el conocimiento y el bienestar espiritual. Una economía sostenible no puede basarse en el crecimiento constante, que agota los recursos naturales y daña los ecosistemas. cuestionar los modelos económicos actuales y proponer alternativas, en busca de una vida más sencilla y sostenible, es esencial. Los filósofos argumentan que, al explotar los recursos naturales y alterar el clima, no solo estamos afectando el presente, sino privando a las futuras generaciones, de un planeta saludable. La justicia intergeneracional nos invita a actuar de forma responsable, asegurando que las próximas generaciones, nuestros nietos y su descendencia, tengan acceso a los mismos recursos y oportunidades que nosotros hemos tenido.
Desde una perspectiva existencialista, el sentido de responsabilidad individual y libertad en nuestras decisiones cobra también importancia. Filósofos como Heidegger y Thoreau sugieren que estar en armonía con la naturaleza es fundamental para la realización humana y el sentido de pertenencia. Esta idea anima a desarrollar un respeto profundo por la naturaleza y a llevar un estilo de vida en sintonía con el medio ambiente.
Por su parte, el ecofeminismo, con la ya desaparecida, Karen Warren y Françoise D’Eaubonne, entre otras, vincula la explotación de la naturaleza con la opresión de las mujeres, destacando la interrelación entre las desigualdades de género y los problemas ambientales. Las ecofeministas argumentan que la estructura patriarcal que explota la naturaleza y subestima el papel de la mujer necesita ser replanteada para lograr una sociedad más equitativa y ecológica. Esta visión enfatiza la importancia de relaciones de cuidado y colaboración, en lugar de dominación, como base para la sostenibilidad. La reproducción, para ellas, debe anteponerse a la producción.
Filósofos contemporáneos como Byung-Chul Han, Albert Borgmann o Andrew Feenberg, entre otros, reflexionan sobre el papel ambivalente de la tecnología. Si bien la tecnología puede contribuir a la sostenibilidad, por ejemplo, mediante energías renovables y eficiencia, también ha facilitado la explotación de recursos y el consumo excesivo. La filosofía nos invita a evaluar de manera crítica hasta qué punto la tecnología contribuye o no a un futuro sostenible y a reflexionar sobre su uso ético y responsable.
Finalmente, La noción de sostenibilidad tiene en su núcleo el concepto de bien común, es decir, el bienestar compartido que trasciende los intereses individuales. La filosofía del bien común promueve un compromiso hacia el bienestar colectivo, entendiendo que el equilibrio ambiental y el desarrollo sostenible no pueden lograrse si no adoptamos una visión compartida y solidaria, que es el motivo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. La sentencia de Séneca es ahora verdaderamente actual; aprendamos a vivir sin dilapidar los bienes que la naturaleza nos ha brindado y seremos todos más felices.
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