En estos primeros días de otoño, los jardines parecen descansar, vacíos, de todas las tardes de recreo y juegos por su césped, de todos los cuidados y podas. El silencio cae como un manto sobre los árboles. Yo aprovecho esos días para recorrer nuestra ciudad jardín y descubrir la gran variedad de vegetación que ofrecen sus bien cuidados jardines. Se mezclan los colores, los perfumes, el canto de algún pájaro y, casualmente, los pasos de algún residente en la gravilla del camino. Ris-ras, ris-ras, ris-ras, oigo tras de mí, me paro y veo a un vecino, le saludo e intercambiamos algún pensamiento otoñal, algún recuerdo del verano.
Una liebre sale tímida del interior de uno de los jardines, me mira y emprende una rápida huida, recelosa de mi proximidad. Yo la miro y sonrió. Cada vez que un animal salvaje se cruza en mi camino me siento feliz. Reconozco esa sensación de felicidad que yo experimentaba de niño al cruzarme con cualquier ser salvaje: una libélula, una mariposa, un pajarillo, un gato, un perro y, muy raramente en la ciudad, una liebre o una ardilla. Caballos había en mi ciudad en los años 50 y 60. Caballos que tiraban de carros de todo tipo y algún que otro suelto, con su jinete al lomo; policía, militar o, poco frecuente, un civil con sombrero. En mi ciudad jardín no hay caballos, pero el otro día libré a un pequeño zorro que se quedó atrapado en una malla metálica. El pobre me dejó hacer y, ya libre, me dio un gruñido de agradecimiento y salió corriendo, cruzando el jardín, hacia la libertad.
Los arboles frutales están repletos de peras y manzanas, que en su mayoría caerán al suelo, si nadie las recoge. Yo mismo tengo tantas peras, manzanas y ciruelas que no doy abasto a cogerlas y hacer con ellas mermeladas y compotas, las doy a los amigos o simplemente las ofrezco al que pasa, poniéndolas en una caja de cartón con un cartel que dice: “Sirvase usted mismo”. Un vecino tiene uvas, lo que aquí es un poco exótico, Unos racimos negros preciosos que maduran al sol entre rosales. También hay muchas bayas: arándano, moras, fresas había muchas este verano. Yo tengo mora y frambuesa y como un marco, rodeando el jardín, tengo saúco, serba y rosa mosqueta.
Son 80 casitas de madera con sus jardines. Las hay de muchas formas y colores, pero todas se integran de una forma natural con el entorno. El verde es el color dominante y, como pinceladas, blancas, rosas, rojas, azules, amarillas, las flores resaltan como esforzándose por ser contempladas y admiradas. Yo pienso a veces con tristeza que alguna de estas flores, brotará, crecerá, madurará y todo sin ser vista por ningún humano, aunque seguro habrá sido descubierta por abejas y mariposas, que es lo que cuenta.
Al final del paseo, regreso a mi jardín y lo repaso palmo a palmo con la vista, acaricio los árboles, antiguos pero vitales, repaso los macizos de flores, recorto ramas secas. Me siento un momento a descansar y recuerdo que tengo un libro a medio leer, que está esperando sobre la mesita del cuarto de estar, dentro de la casita. Entro en la casita, pero me entretiene la flauta que compré el otro día y me pongo a tocar. El libro puede esperar. La vida es bella.
En el jardín de otoño, rosas brotan,
sus pétalos de fuego danzan al viento,
uvas negras en racimos se destilan,
la madurez del tiempo es nuestro aliento.
Bajo el cielo dorado del ocaso,
la esperanza se esconde en cada rincón,
los sueños florecen en este espacio,
y la belleza se funde en la canción.
Los perfumes del otoño nos envuelven,
como abrazos cálidos, suaves caricias,
en esta estación en que la vida llueve,
y en cada hoja caída se desliza.
Oh, jardín de colores y fragancias,
donde la naturaleza encuentra paz,
en tus brazos, hallamos las bonanzas,
de un rincón bucólico, sublime y veraz.
Así, en este rincón de la existencia,
bajo el sol que acaricia nuestra piel,
celebramos la madurez con prudencia,
y en cada verso, florece nuestro laurel.


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