Mi paseo de hoy transcurre por caminos desiertos. Al pasar por la universidad me encuentro con algún viandante con pinta de ir pensando cómo va a iniciar su próxima lección, mientras otros, seguramente, irán pensando si le habrán corregido ya ese examen tan hueso, o que le va a decir el tutor de su última tesina. ¿Quién sabe? Lo cierto es que todos caminan rápido, los que caminan, o pedalean frenéticamente en sus bicicletas con o sin motor eléctrico o, como muchos otros que se desplazan en patinetes de alquiler, que se deslizan como exhalaciones por todos lados. Todos llevan las caras rojas por el fuerte viento del norte, tan frío en otoño; ellos bien abrigados, con gorros de lana, guantes, bufandas y, con toda seguridad, ropa interior de invierno, como yo mismo. Ellas también van abrigadas, al menos la mayoría de ellas, pero alguna ha preferido la estética a la comodidad y se ve alguna falda y algún abrigo abierto, que deja ver un escote, que seguro no ayuda a mantenerse caliente. Entre los hombres, los más atrevidos, o presumidos, no llevan gorro, lo que pagan con unas orejas del color de las cerezas.
Cuando paso por el estadio de Lund (Centrala idrottsplatsen), uno de los primeros estadios en ser construidos en Suecia, no puedo resistir el impulso de pasar y hacer una foto. Este lugar me trae tantos recuerdos. Me remonto ahora a 1977. Yo trabajaba en la ciudad de Eslöv a 17 kilómetros de Lund, en un instituto de enseñanza secundaria, como profesor de historia y ciencias sociales. En una de mis clases, de la que yo era tutor, tenía yo, entre 26 jóvenes fuertes y lozanos, tres que destacaban por su buen humor, su actitud positiva respecto a las asignaturas que yo impartía y hacia mi persona. De los tres, dos se llamaban Anders y el tercero Patrik. Un día, al terminar las clases, el más alto de los Anders, seguido de sus otros dos compañeros subió a mi cátedra, vetusta construcción de madera que me mantenía, a modo de trono, a metro y medio del suelo, y me dejó un pequeño folleto sobre la mesa. Desde abajo, el otro Anders me informó del contenido: “Es una invitación para la carrera de 9 kilómetros que todo Eslöv va a correr (exagerado) y, como tú nos contaste que habías corrido carreras en tu juventud (yo seguía siendo joven, o al menos eso me parecía a mi), ahora puedes demostrárnoslo, pues nosotros pensamos correr y estamos seguros de que te vamos a ganar”. Humm.., me dije para mis adentros, estos imberbes creen que me van a ganar… Hasta ese día no había pensado mucho en mi físico, cierto que yo había subido de peso, eso era obvio, solamente se necesitaba una rápida mirada al espejo o mirar la talla de mi ropa. Además, lo que aun era peor, yo llevaba ya algunos años fumando, básicamente desde que empecé a estudiar en la universidad. Mis carreras eran en mi época de colegial, que ya expliqué en una entrada anterior.
Claro está que yo acepté el reto, ¡faltaría más! Pagué mi cuota y me preparé mentalmente para correr esa carrera. Digo mentalmente porque yo no tenía pensado entrenar durante las tres semanas que quedaban para la carrera. Entre lecciones, yo me sentaba, como de costumbre, en la sala reservada para los profesores fumadores, lugar donde los compañeros más interesantes también se sentaban, y fumaba mis cigarrillos como si no hubiese un día de mañana, aun menos un sábado de carrera. El viernes antes de la carrera me pasé por una tienda de ropa deportiva, la única en Eslöv, y me puse a ojear la equitación. Necesitaba comprar camiseta y calzón, calcetines y, sobre todo, zapatillas. Yo no tenía nada de eso, nada que pudiera usar para la carrera. Me sorprendieron los altos precios, no me lo esperaba. Como soy bastante tacaño, me compré lo que esta a buen precio; una camiseta de balonmano azul oscuro con ribetes blancos, un calzón blanco, que me estaba muy corto, unas medias altas que parecían de fútbol y, lo mas esencial, las zapatillas, unas zapatillas azules de suela de goma negra, bastante duras y poco flexibles. Eran las más baratas que tenían en la tienda, eso sí.
Bueno, esto de las zapatillas merece una explicación aparte. En las olimpiadas de Múnich de 1972, un estudiante americano, doctorando en derecho (se doctoraría en 1976), ganó la medalla de oro en la maratón llevando unas zapatillas marca Onitsuka Tiger de pista, a las que se les había añadido una suela de goma blanda, muy acolchada, para absorber el impacto de la pisada. Ese mismo año nació la marca Nike, a partir de un experimento de cocina, cuando Bill Bowerman, en una plancha para gofres de su mujer, preparó las Nike Waffle Trainer, la madre de todas las zapatillas para correr posteriores. La revolución del jogging estaba servida y, cuando este Frank Shorter corrió la olimpiada de 1976 quedando segundo, levantó una gran expectación entre americanos y europeos, que se lanzaron a la calle a correr. Con todo esto quiero decir que, en esa tienda ya había zapatillas ligeras de suela muy absorbente, pero costaban un dineral.
Llegó el día de la carrera y yo me fui al lugar de salida, recogí mi dorsal, que se sujeta al pecho con imperdibles y por tanto debería llamársele pectoral, dígase aparte, y me entretuve en mirar a mis próximos contendientes. Casi todos ellos parecían ser victimas de la hambruna, algunos bastante fornidos, muchos jóvenes como mis alumnos, bastante mujeres y chicas jóvenes, muchos aparentaban ser de mediana edad y algún que otro se le veía ya entrado en la tercera edad. Todos correteaban sin cesar, miraban sus relojes, bebían algo de agua y hacían diferentes ejercicios de calentamiento y estiramiento. Yo lo miraba todo como si estuviese viendo una comedia, sonreía un poco azarado y pensaba que, con tanto ejercicio, quedarían molidos antes de que se diera la salida. Yo encendí un cigarrillo y fui avanzando hacia la línea de salida. Muchos me miraban y movían sus cabezas en gestos de reprobación, al ver que yo fumaba (pecado mortal). Apagué el cigarrillo aplastándolo con mis pesadas zapatillas, saludé a mis alumnos, que habían formado justo detrás de mi y esperé a que diesen el pistoletazo de salida. Traté de recordar mis tiempos en la escuela, cuando yo era el corredor estrella (ver entradas anteriores) y pensé que les iba a dar una buena sorpresa a los mozalbetes.
El tiro, aunque esperado me pilló entretenido, y vi como muchos de los corredores que tenía detrás me pasaban, entre ellos los dos Anders y Patrik. Me repuse rápido y salí disparado, dispuesto a alcanzarles y pasarles de largo. Algo de rapidez me debía quedar en las piernas, porque conseguí alcanzarles y durante una distancia de aproximadamente cien metros, llevé la carrera. Lástima que ningún fotógrafo estuviese allí, en ese glorioso momento, porque unos segundos más tarde la imagen había cambiado. Primero me pasó un hombre muy alto, con piernas larguísimas y la espalda un poco encorvada, más tarde sabría que ese hombre no era otro que el entonces famoso Kjell Erik Ståhl, muchas veces campeón de Suecia en el maratón. Tras este atleta vinieron muchos más, entre ellos mis sonrientes discípulos, que se volvieron hacia mi agitando la mano en forma de despedida. Corredores de mediana edad, mujeres jóvenes y no tan jóvenes, algún que otro anciano o anciana me iban pasando, y solo habíamos corrido medio kilómetro. Mis piernas temblaban y yo me preparaba para el vía crucis que me esperaba los próximos ocho kilómetros y medio que me quedaban hasta la meta. Entramos en el bosque y pronto sentí que iba corriendo solo. Miré hacia atrás y vi que un anciano, bueno, un hombre de mi edad ahora, con un pañuelo blanco anudado a la cabeza con cuatro nudos, como los albañiles antiguamente se protegían del sol en España, se me acercaba por detrás. Éramos los últimos y nos quedaban más de siete kilómetros hasta la meta. El septuagenario y yo fuimos luchando codo a codo, llevando él la iniciativa las cuestas arriba y yo haciendo lo propio las cuestas abajo. Pero nunca nos separó más de un par de metros. Al fin, completamente agotado, con una respiración que asemejaba un fuelle de fragua, avisté la meta y pensé para mis adentros: “tengo que cruzar la meta antes que este viejito, no me puede ganar, por favor! Pues sí, me ganó. Y mis alumnos me estaban esperando con un vaso de agua y tres grandes sonrisas. Por suerte, la mayoría de los espectadores se habían marchado y mi desgracia no fue observada por todo Eslöv, pero, en fin.
Allí mismo, doblado de dolor físico y moral, prometí a mis alumnos dejar de fumar y les pedí que me diesen una oportunidad de entrenar para otra vez. Ellos, siempre sonrientes, me prometieron que lo volveríamos a hacer el próximo año y me dijeron que me podían ayudar a entrenar, si iba con ellos a su club, el Eslövs AI. Yo dije que sí, más por tratar de borrar el mal papel que había hecho ante ellos que por otra cosa, pero camino de casa pensé que sería bueno deshacerme de es tripilla que había echado y limpiar los pulmones de unos cuantos años de fumeteo. A la semana siguiente fui allí. Los entrenadores me miraron incrédulos. Allí los que entrenaban eras niños o chicos y chicas muy jóvenes, la mayoría de unos diecisiete o dieciocho años, como mis alumnos. La excepción era un pequeño grupo de élite, muy bien entrenados, que se ejercitaban aparte. Yo, como principiante, tuve que empezar a entrenar en un grupo donde los más jóvenes tendrían unos diez años. Resistí.
Para aliviar al lector de un relato tedioso sobre agujetas, esguinces, uñas sangrantes y otras penas, que duraron meses, me saltaré nueve meses de sufrimiento y le llevaré directamente a mi primera carrera en pista. Ni que decir tiene que yo ya, a partir de aquella fatídica carrera, comprendí lo importante que era tener unas buenas zapatillas. Me compré unas Karho (oso en finlandés) de color naranja. Esas zapatillas ya eran otra cosa, amortiguaban bien y esto hacía que ni el dolor ni el cansancio me desanimase. La cosa fue así. Uno de los corredores de élite del club quedó lastimado en uno de los últimos entrenamientos antes de una competición entre equipos. En esas competiciones se ganan puntos según el puesto alcanzado, pero, es necesario cubrir todas las plazas, tres por actividad; pértiga, longitud, altura, peso, disco y todas las carreras en pista. Los corredores de élite del club pensaban que tenían muchas opciones en todas las carreras, pero en la de 5000 metros, pensaron que, aunque yo corriera muy mal, llegaría el último y conseguiría un punto, al mismo tiempo que evitaría la desclasificación. Los entrenadores se volcaron en mí para darme consejos sobre la carrera y yo escuchaba mansamente sin decir que, la sola idea de correr con gente tan bien entrenada como nuestros corredores de élite, me aterraba. Mis tres alumnos correrían los ochocientos en la misma competición y yo no quería repetir la vergüenza de aquella carrera en el pasado.
Pasé la noche que precedió a la carrera casi en blanco. El sueño me llego cuando ya despuntaba la mañana. Tomé solo un café, junté mi muda y mi toalla y metí todo en mi bolsa de deporte junto a mis nuevas zapatillas de clavos. Y ¡qué clavos! Tenían 4 centímetros de largo y se usaban en las pistas de ceniza o arcilla. Las competiciones por equipos son entretenidas, porque es una competición muy larga y, sobre todo los corredores de fondo pueden estar sentados, animando a sus compañeros de otras disciplinas, mientras les llega el turno, que siempre suele ser al final. Eso hace que uno pueda descansar, pero también nos pone nerviosos, porque no podemos dejar de pensar en nuestra salida.
A poco de la salida, mientras calentábamos, mis compañeros me repitieron que no debía estar preocupado, porque mi papel era el de aguantar toda la carrera, algo que ya podía hacer gracias al entrenamiento diario, y no pensar en el tiempo, porque lo importante era el punto, no la marca que yo pudiera hacer. Eramos doce corredores representando a cuatro clubes; el mío de Eslöv, uno de Malmö, otro de Helsingborg y por último uno de Ystad. Formados tras la línea, esperando el pistoletazo de salida, miraba yo a mi alrededor. A mis dos compañeros les conocía yo ya muy bien y sabía que eran rápidos. Los otros nueve parecían todos muy “profesionales” y musculados. Al tiro de salida, uno de mis compañeros tomo la cabeza de la carrera de manera resoluta, yo iba atrás pero me mantenía dentro de esa cadena de perlas que se había formado al pasar los cuatrocientos metros de la primera vuelta. Yo no soltaba al corredor que me precedía y el a su vez se afianzaba al antepenúltimo y así sucesivamente. Yo esperaba que viniese un tirón de repente y todos se me fueran lejos de mi alcance, pero ese tirón no venía. Con dos vueltas para la meta, vi que mi compañero a la cabeza se distanciaba un poco del segundo y noté que la velocidad iba aumentando considerablemente, pero yo resistía, Con doscientos metros por correr salí por la derecha e intenté pasar al penúltimo y, ya puesto, seguí, hasta alcanzar al que le precedía y pasarle justo antes de llegar a la meta. Entonces me di cuenta de que el “público”, léase mis amigos del club y los entrenadores, más algunos familiares que habían acompañado a sus hijos participante, me jaleaban y gritaban mi nombre. Un alumno que mas tarde sería mi colega en mi último instituto, el Vipan, se acercó y me dijo: “Martín, has bajado de 16 minutos” – yo le miraba con unos ojos rutilantes cuyas pupilas vibraban por la falta de oxígeno. Sentía que no podía hablar, ni estar de pie, pero estaba contento y orgulloso. Mis tres alumnos se acercaron a felicitarme y me dijeron, casi al unísono: “lo has conseguido, Martín”. El ganador de la prueba, que pertenecía a mi club, también vino a felicitarme y eso me llenó de satisfacción. Aquí nació un corredor de club.
Desde entonces empecé a entrenar con más dedicación. Pensaba que podría llegar a la élite y estos pensamientos me llenaban de expectativas muy agradables. La admiración de mis alumnos era algo tan positivo que no echaba de menos otros antiguos placeres que había dejado a un lado, los cigarrillos y la cerveza, entre otros. Es así, que cuando uno empieza a entrenar duro, el cuerpo sabe lo que le conviene. La fruta, las verduras son mejores recibidas que otros manjares, es así de fácil. Con todo, mis marcas fueron mejorando y mi nombre ascendía en la lista de resultados. Ya me conocían bastante en el mundillo de las carreras y alguna foto mía salía en los periódicos. Pero el camino del atleta de élite está lleno de obstáculos, no solo para los que se dedican a practicar los 3000 metros obstáculos, sino para todos en general. Hay que obligar al cuerpo a madrugar para hacer los kilómetros de la mañana, hay que hacer los intervalos, aunque uno tenga agujetas o la comida del mediodía todavía esté sin digerir, hay que querer sufrir. Y yo quería, pero luego está eso de la genética. No todos los que están dispuestos a sacrificarse llegan a esa élite absoluta que se ve en las televisiones. La mayoría de los mortales, si estamos sanos y tenemos un cuerpo normal, podemos entrenarnos hasta cierto nivel, de ahí para arriba se precisan unos genes excepcionales, idóneos para justo ese deporte. Parece que mis genes no llegaban a eso. Comprendí que me costaba bajar de 15 minutos en los 5000 y de 31 minutos en los diez mil. Para 1500 y 800 metros me faltaba velocidad. Traté de subir el nivel y la cantidad de entrenamiento, pero el cuerpo dijo basta y al fin tuve que escucharle.
En aquellos años había una figura, entre los corredores de la época, a la que yo admiraba muchísimo: Sebastian Coe. Este chico inglés tenía un cuerpo parecido al mío, por fuera digo, mi estatura, mi constitución física en general, hasta el pelo. Pero claro, el tenía unos genes perfectos para su deporte, el medio fondo, y durante unos años a comienzos de los ochenta era la gran figura, siempre luchando con sus mayores antagonistas, también ingleses, Steve Cram y Steve Ovett. Su carrera se definió por una serie de duelos épicos con este par. La intensidad y el drama de su rivalidad desplegados en el escenario olímpico dieron lugar a un espectáculo inolvidable. Recuerdo sobre todo los Juegos de Moscú en 1980, a los que llegó como poseedor del récord mundial y favorito en los 800 metros. Sin embargo, corrió lo que él llamó «la peor carrera de mi vida» y terminó en segundo lugar detrás de Ovett. Seis días después, Coe se redimió en los 1500 metros, venciendo a Ovett para llevarse la medalla de oro. Sus marcas personales fueron en su día mejores marcas mundiales: 1:41.73 en los 800 metros, 2:12.18 en los 1000 y 3:29.77 en los 1500. Una de las pocas veces que corrí los 1000 metros en pista hice, 2:38.07, nada más que decir en cuanto a las comparaciones.
Comprendiendo que mi futuro en la media distancia y hasta los 10000 metros sería muy mediocre, intente, aconsejado por los entrenadores, subir de distancia y abrazar los 25000 (más tarde sería media maratón) y al fin, la temida distancia reina del atletismo (a mi parecer, claro) los terribles 42 kilómetros con 195 metros, el temido maratón. Me llegó la oportunidad en un caluroso verano, una carrera a la antigua, nada de grandes shows a la Nueva York, una carrera para los auténticos amantes de la distancia. Me apunté y llegué al lugar de salida con una idea muy remota de lo que iba a hacer. Hasta entonces la distancia más larga que había llegado a correr eran dieciséis kilómetros. 40 kilómetros eran casi míticos para mí. Pensé que me iba a llegar una inspiración suficiente para conseguir llegar a la meta. Las ganas no me faltaban, pero si el entrenamiento. La velocidad de salida era aguantable, nada que ver con las salidas de 5000 metros. Pensaba yo, que a aquel paso aguantaría. Pasé los dieciséis y los veinte sin problemas al llegar al punto de regreso, los 21, sentí una cierta pesadez en los pies y noté que a las piernas les costaba cada vez más dejar el suelo. Bebí poco, porque no quería parar y me resultaba difícil beber corriendo. De repente, la llamada muralla, el muro infranqueable que aparece frente al corredor a eso de los 30-35 kilómetros, estaba allí. El efecto de esta “muralla” es una casi parálisis total. Las fuerzas desaparecen y las piernas pesan toneladas. La zancada se acorta, todos los músculos duelen, hasta aquellos que no sabíamos que estábamos utilizando . En la cabeza resuenan las explicaciones de por qué nos debíamos parar: “No vale la pena” – “déjalo ya” – “para qué te machacas así”- “otro día lo intentas y te saldrá mejor”. Pero, el corredor de verdad, hace oídos sordos a esos cantos de sirena y sigue, dolorido, jadeante, casi ciego por el sudor y el polvo del camino, o la lluvia en su caso, pero sigue. Yo seguí, anduve un par de kilómetros comprobando que no iba el último y que una larga fila de hombres y mujeres en mí mismo trance me seguían.
Al fin llegue a la meta, tres horas y treinta y dos minutos después de la salida. Había completado un maratón. Ya pertenecía a una clase diferente de personas, ya sabía lo que era “la muralla” y la había superado. Ya nada me pararía, pensaba, mientras iba andando lentamente, con piernas afectadas por un rigor mortis.
A partir de ese día, cuando pude comenzar a entrenar, pues tardé bastante en recuperarme, tenía presente el propósito de correr maratones. Me prepararía para ese evento minuciosamente. Haría todo lo necesario, cambiaría mi dieta, mi entrenamiento. Cuidaría mi sueño, mi descanso, todo por correr un buen maratón. Y llegó el día esperado de mi primer maratón preparado a conciencia, fue el maratón de la universidad de Lund, organizado por el club de atletismo de la universidad. La salida estaba cerca de mi casa y yo conocía el camino perfectamente. La salida estaba sita enfrente de la residencia de estudiantes y de allí se correría hasta el pueblo de Revinge, a unos 20 kilómetros
Para regresar por el mismo camino y llegar a la meta en el lugar de salida. Yo miraba a mi alrededor y no conocía a nadie, pero desde ese momento, desde mi llegada a la meta en quinto lugar, tras dos horas y cincuenta minutos de carrera, ya sería amigo de muchos de los participantes, entre los que se encontraba un reciente campeón de Suecia de maratón, un joven muy prometedor, ya con buenas marcas, un médico y un corredor internacional de Uganda, Mohamed Nagi, indio nacido en Uganda y expulsado por el dictador Idi Ammin, junto a otros asiáticos. Esos cuatro corredores serían mis amigos durante muchos años. La muralla no se hizo patente como en la primera maratón y tuve hasta algo de fuerza al final para luchar por la quinta plaza con Rolf, un profesor de instituto unos años mayor que yo, que vendría a ser uno de mis concurrentes habituales en el futuro. Aquí logré un pequeño trofeo que yo llevé a casa orgulloso.
Por cada maratón que corría bajaba mi marca, 2.49 en Lund, 2.38 en Örebro y ya me estaba preparando para bajar de 2.30, una marca importante, que por aquellos entonces, pocos corredores habían logrado. Llegué a los 2.35 en una carrera en solitario, en la que por primera vez recibí una compensación económica, unos quinientos euros en coronas de aquella época, y un trofeo chulo para el recuerdo, y al poco cambié de club. Dejé mi primer club, Eslöv, y me vine a LUGI (Lunds universitets gymnastik- och idrottsförening) el club de atletismo y gimnasia de la Universidad de Lund tras muchas invitaciones por parte de su presidente, profesor de latín y director del instituto más prestigioso de Suecia y también el más antiguo, (Katedralskolan) escuela catedralicia. Esto lo explico para llegar al momento culmen de mi carrera deportiva, a mi cuarto de hora de gloria.
Perteneciendo al club de atletismo de la universidad, se presentaban muchas oportunidades de participar en competiciones internacionales, contra otras universidades, sobre todo por los alrededores; Alemania del Este, La URSS y sus satélites, sobre todo, la universidad hermana de Greifswald. En la primavera de 1983 nos invitaron a participar con dos equipos de cuatro hombres uno de ellos y el otro mixto, con dos mujeres y dos hombres, en un campeonato de carrera The Hyde Park Relays, que como su nombre lo indica, es una carrera de relevos de 5 kilómetros que se corre en Hyde Park en el centro de Londres cada año desde 1952 y que pasa por algunos de los lugares más emblemáticos de Londres como el lago Serpentine, Marble Arch y Speakers Corner de Hyde Park. Nosotros aquí en Lund nos preparamos lo mejor que pudimos, sabiendo que los ingleses tienen en sus equipos universitarios corredores de primer nivel mundial, y que los Relays de Londres los corren todos, si están sanos, claro.
Llegamos el día anterior tras un largo viaje en barco y tren y, en lugar de descansar, nos fuimos a “hacer” Londres, pero en chandal y zapatillas de correr. Y corríamos los ocho como si nada por Oxford Street, Coven Garden, Bond Street, Piccadilly y unas cuantas vueltas por Hyde Park, donde al día siguiente participaríamos en carrera. Dormimos como piedras, creo que todos, al menos yo. Tras un desayuno inglés en que no me privé de nada, me fui a pasear por Londres hasta la hora de la carrera que sería a las tres de la tarde. Cuando llegamos a la salida y recogimos nuestros dorsales vimos que el campo estaba lleno de estudiantes con uniformes de diferentes universidades, Oxford, Cambridge, Londres naturalmente y entre las otra, una de especial interés, Loughborough University. Y es que, en esa universidad estudiaba economía e historia social, ni más ni menos que el mismísimo: ¡Sebastian Coe! Yo salí segundo. Mi compañero me dio el relevo a los dieciséis minutos de comenzar la carrera, por tanto, estábamos en la mitad del pelotón. Yo salí a buen ritmo tratando de no empujar ni ser empujado por los correderes de mi alrededor, y que corríamos codo con codo. Notaba yo que me jaleaban. Había mucha gente mirando la carrera, jóvenes estudiantes, parientes y curiosos y todos chillaban cuando yo pasaba. Una sensación muy agradable, pero un poco desconcertante. ¿Por qué me jaleaban tanto esa gente? ¿Eran todos suecos, de Lund? Pero al mirar a mi derecha vi que un corredor con el fácilmente reconocible atuendo del equipo de la universidad de Loughborough, levantaba la mano “a la Elisabeth II” y sin más reconocí que, increíblemente, iba corriendo junto al Campeón Olímpico Sebastian Coe. No sé si saberme en esa compañía me sirvió como dopaje, pero yo seguí las tres vueltas al circuito pegado Coe. Luego, ya en el reparto de bocatas tras la carrera y la consiguiente entrega de premios, me enteré que Coe corrió la segunda y la cuarta carrera, llevando a su equipo a una tercera posición. En la cuarta corrió medio minuto más rápido que en la segunda, pero bastante rápido para mí, que para mí sigue siendo mi mejor marca, 14.48.
Paseando hoy frente al estadio, no he podido resistir las ganas de acercarme a ver las pistas, que he contribuido a desgastar. Se dice que uno puede alcanzar la excelencia en cualquier actividad dedicándole 10000 horas. Es posible. No las conté nunca, pero sé que no basta con eso. En deporte, en el arte, la música y muchas cosas más se precisa también tener los genes apropiados: “Porque muchos son los llamados, pero pocos son escogidos.” (Mateo 22:14) Abajo, el estadio de Lund, donde tantas vueltas he dado.
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