En noviembre, los pájaros nos abandonan. Todos no, pero los trashumantes, los que pueden elegir dónde pasar el invierno, Aquí se quedan, los fijos, los de siempre: cuervos, estorninos, urracas, pinzones, jilgueros, petirrojos, gorriones y muchos más, que a veces nos visitan en el jardín de invierno, y las palomas, claro. Grullas, cigüeñas, golondrinas, gansos, patos y muchos más, prefieren dejarnos por un tiempo y volar al calorcito del sur.

En mis paseos otoñales oigo pasar grupos de gansos que se chillan entre si consignas, quién sabe para qué. Sus voces desafinadas parecen a veces gritos humanos. Arman un jaleo terrible. A los gansos y a los patos les gusta volar de noche, para evitar a los halcones y gavilanes, que les acechan de día. La grulla extremeña anida aquí en verano. Su llegada anuncia el buen tiempo, por eso se la recibe con tanto cariño. Imaginarse ese viaje por los aires durante semanas a una velocidad de aproximadamente 50 kilómetros por hora, es algo que siempre me fascinó.

¿Quién ni ha soñado con volar? Seguro que todos lo hemos hecho alguna vez, y yo, en mi caso, muchas veces. He nacido por suerte en un mundo en que volar, al nacer yo, ya llevaba más de cincuenta años siendo realidad para muchos. Al principio eran solo unos cuantos privilegiados los que podían acceder a este sueño, pero con el tiempo y sobre todo tras la segunda guerra mundial, se convertiría en una actividad bastante común para casi todos los europeos y americanos, y para las clases acomodadas de todos los países. Yo tardé bastante en utilizar los vuelos charter, que ya habían empezado a proliferar, cuando las compañías de aviación de todo el mundo compraron DC3 americanos, excedentes de la segunda guerra mundial. En uno de esos DC3 aterrizaron en el aeropuerto de Palma de Mallorca los primeros turistas charter suecos en 1956.

Todos mis viajes y desplazamientos hasta el 1972 habían sido con transportes terrestres o marítimos. En Madrid, el metro y el tranvía, el trolebús y algunas veces el autobús azul de dos pisos. Con la bicicleta disfrutaba más y, cuando ya me compré mi pequeña Derbi, me aventuraba hasta los pueblos limítrofes, llegando alguna vez hasta Toledo, Ávila y Segovia, amén de Cercedilla, que era mi lugar favorito para las excursiones. Viajé al norte de África por tren y barco y me adentré hasta el Sahara en camioneta. A Suecia llegué desde Paris en tren, saliendo de una Gare du Nord bañada en sol, hasta llegar a la estación de Helsingborg cubierta por un espeso manto blanco de nieve. Con un Renault Dauphine color limón, que compré por mil coronas (ciento diez euros más o menos) me adentré en Suecia, llegando hasta Gävle, muy al norte, y visité todos los lugares de interés en unos meses. Siempre mirando hacia el cielo, soñando con volar como los pájaros, pero sin dejar el asfalto, el cemento y la gravilla.

Fue una noche de fiesta, cuando un amigo islandés me introdujo al mundo de la aviación. Me contó sus experiencias en Islandia, su tierra natal, donde él había aprendido a volar. Sus relatos eran tan detallados, tan emocionantes que yo, que nunca había pensado en pilotar un avión, empecé a pensar que podía ser algo asequible. Tenía yo todavía esa edad en la que todo todavía parece posible, en que la omnipotencia invade los pensamientos y el futuro aun solo se vislumbra como posibilidades. Y por suerte, la universidad de Lund tenía un aeropuerto para su club académico de aviación en Eslöv, mi primer destino como profesor, y allí me dirigí una mañana de primavera, a preguntar, decía yo, pero fue más que eso. Ese día empezó mi aventura aérea: ¡In excelsis Martín!

Sin apenas pensármelo dos veces, firmé todos los papeles que había que firmar y dejé una señal par el coste del curso de principiante. Pensaba yo que empezaríamos con algo de teoría, ya que me dieron un lote de libros importantes sobre mecánica aeronáutica, meteorología, normativas y reglamentaciones de la aviación, radiocomunicación y algunas cosas más, pero no. El señor que me estaba atendiendo, que era el único que se veía en todo el edificio de oficinas y hangares del aeropuerto, me dijo de pronto: “Tendrás tu primera lección hoy, tienes suerte, porque el chico que tenía hora nos ha llamado para decir que está resfriado y no puede venir, así que, si estas dispuesto, vamos al aparato.” Caminamos unos minutos hasta llegar al avión, un Piper Comanche blanco del 1960, le escuche decir, “un avión muy útil para la enseñanza, facilísimo de volar, ya verás”. Me decía el que sería mi profesor, por lo que se veía. Él era un hombre alto, de paso ligero y rostro jovial. Llevaba en una mano un manojo de llaves y, en la otra mano, una carpeta, que me cedió nada más subir a avión. El se sentó a mi derecha en el aparato de doble comando. Me pidió que abriese la carpeta y leyese atentamente lo que ponía en la primera hoja. Yo miré el papel como quien lee por primera vez un menú en japonés. Lo que estaba leyendo era una lista de chequeo para antes del despegue. Una lista larga y muy pormenorizada, en la que todos los momentos que hay que realizar para despegar y volar con seguridad están detallados, para que se hagan minuciosa y ordenadamente antes de dejar tierra. Más tarde, me contaría mi profesor, que esta checklist no se impuso como obligatoria hasta 1935 cuando, a raíz de un accidente con un Boeing B-17 Wrigth en Ohio, se descubrió que los pilotos se habían olvidado de desactivar los seguros de ráfaga.

Mi primera sensación al entrar en la cabina fue que era muy pequeña. Íbamos sentados, hombro con hombro, pero nos pusimos sendos auriculares para poder conversar entre nosotros y por la radio. El profesor me dijo que fuese leyendo la lista, y yo le obedecí: Documentación, leí, y el me contesto “A bordo” mostrándome una carpeta con tapas de plástico. Compensador, leí, y él contestó “Neutral”. Controles, “Libres”, a todo esto, él me indicaba con las manos donde mirar para cerciorarme de lo que él iba contestando. Carburador: “Off”. Mezcla: “Cortada”. Magnetos: “Off”. Equipos eléctricos: “Off”. Bateria: “On”, Flaps: “Dawn” (se usa el inglés también en la comunicación interior).Y así sucesivamente, una lista larguísima. Me di cuenta que uno no se sentaba a los mandos y salía rápido volando, como lo hacía yo en mi coche. Aquí me percaté de que la paciencia, la meticulosidad y la exactitud era necesaria. “Ahí arriba” me dijo “no hay marginal para fallos”. Cuando ya íbamos llegando al final de la lista, me dijo que pusiese los pies en los pedales que controlan el movimiento del timón y que sujetase la palanca (tenía una palanca cómo los aviones antiguos, no un volante) que controla los flaps, los frenos, sobre los pedales. Y, de pronto, el avión empezó a moverse en carreteo o taxi, cómo se suele decir, rodando por tierra, en este caso por el césped de la pista.

Colocado ya el aparato con el morro apuntando hacia el final de la pista, a unos 800 metros, mi profesor aceleró y el aparato empezó a rodar muy rápido, dando diminutos saltos sobre las pequeñas irregularidades de la pista de hierba y acelerando cada vez más. De repente, el sonido de la hélice, cambio de tono, como si le hubiesen puesto una sordina y el aparato se elevó sobre la pista, dejando atrás la granja que hay al fondo, y que siempre me daría mucho miedo, cuando empecé a volar solo, pensar en que no lograría aumentar la velocidad a tiempo y me incrustaría en sus paredes de piedra.  Ya arriba, sobre la pequeña ciudad, sobre los campos, que se extendían ante mí, con el lago, que se veía desde la cabina, tan cercano, mi profesor me dejó llevar los mandos, y por primera vez sentí el poder de controlar un avión en el aire; subir, bajar y girar a mi antojo. Es difícil explicar la sensación, pero la recomiendo de corazón.

Ya en tierra, tras repasar la lista de nuevo a la inversa, nos dirigimos hacia la oficina. Ahora era yo el que llevaba las llaves y la carpeta. Antes de entrar miré hacia atrás para ver a “mi” avión, que me pareció el aparato más bonito del mundo. Desde aquel día, durante muchos años, ese avión fue mi amigo, hasta que empecé a volar en un Cesna. Pero eso es ya otro relato. No me preguntéis que echo más de menos en invierno, ¿volar o navegar? Diría que navegar, porque volar dejé de hacerlo hace ya mucho tiempo, por falta de tiempo y ahora, porque me costaría un dineral, solo en certificados médicos, para poder volar.  Todo tiene su tiempo, y recuerdo con mucha nostalgia aquellos años en que yo, a mi manera, trataba torpemente de emular a las aves. Miro al cielo y veo pasar las aves camino del sur, bajo la vista y evito pisar un charco en el que se refleja el cielo.