En el vasto campo, donde el sol se esconde, las mieses doradas, testigos de antaño, se mecen al viento, como olas suaves, en un mar de verano, eterno y extraño.

Amapolas rojas, como labios de fuego, bailan con gracia entre la mies madura, en un tapiz de vida, vibrante y ciego, que calma y agita mi alma insegura.

La soledad se posa, ligera y callada, en cada rincón de este amplio vergel, como un manto sutil, de sombra velada, que susurra secretos, al roce de la piel.

El verano canta con voz de esperanza, en el coro del campo, un eco lejano, y en mi pecho la soledad se abalanza, como brisa suave, en este rincón humano.

Amapolas y mieses, compañía sincera, del alma errante en busca de paz, en el calor del estío, sin más frontera, que el horizonte eterno, donde el tiempo se va.

En este refugio, donde el sol persiste, la soledad es dulce, no duele, no hiere, y el corazón cansado, finalmente existe, en el abrazo del verano, que todo lo entiende y quiere.