Ayer vi el maratón masculino por la televisión. Para honrar el momento, encendí mi antorcha olímpica de cristal, diseñada por Lars Hellsten para la empresa vidriera Orrefors con motivo de la olimpiada de Los Ángeles, en 1984. Sentado en mi sillón favorito, con mi humeante taza de café y unas rebanadas de pan con queso y mermelada de higo, me dispuse a contemplar cómodamente esta gesta olímpica tan peculiar. Como yo tengo mis propias experiencias, mis propias sensaciones de esfuerzo, dolor y angustia, puedo meterme en la piel de los corredores y sentir con ellos el discurrir de la contienda. La carrera de maratón es un evento completamente diferente dependiendo de muchas cosas, no siempre posibles de controlar. Empezando por la forma del día para el corredor, y siguiendo por las características del circuito y, quizás lo más importante, la temperatura ambiente y la humedad del aire. Las zapatillas son esencialmente importantes en una prueba en que el corredor somete a sus pies, piernas y ligamentos a una fuerza de impacto que suele ser entre 2 a 3 veces el peso corporal del corredor, dependiendo de la velocidad y la técnica de carrera. Sabiendo que un corredor que termine la prueba en 2 horas 20 minutos da aproximadamente de 28 a 32 000 zancadas, se comprende que el esfuerzo se note muchísimo en los pies al llegar a los 35 kilómetros. Se puede decir que es entonces, a los 35 o 36 kilómetros, cuando empieza la carrera de maratón. Es el momento en que se trata de vencer el dolor y los malos pensamientos.

El dolor es total; no solo duelen los pies, también duelen las rodillas, los músculos en general, ¡todo grita – ¡Para ya! Y, si quieres seguir la carrera, hay que hacer oídos sordos a esos cantos de sirena, que te prometen dejar la carrera, descansar, comer algo e intentarlo otro día. El que consigue llegar primero a la meta, es el que ha conseguido vencer todos los obstáculos y aguantar el dolor mejor que sus adversarios. Volviendo a las zapatillas: son centrales por su importancia, como ya explico arriba.  Abebe Bikila corrió el maratón en la olimpiada de Roma en 1960 descalzo y ganó el oro. Este etíope, guardia de seguridad del emperador Haile Selassie, pudo elegir zapatillas entre los modelos que se le ofrecían de la marca Adidas, pero no encontró ninguna que le fuera cómoda y prefirió correr descalzo, porque estaba acostumbrado a hacerlo. En la próxima olimpiada, también ganó, esta vez con zapatillas. La joven fondista surafricana Zola Budd, que corrió por Gran Bretaña en Los Àngeles y por Suráfrica en Barcelona, 1992, también corrió descalza, pero su historia merece la pena ser contada un poco más adelante, en una próxima entrada.  

Ahora, mientras los corredores se van comiendo los kilómetros en procesión multicolor, pienso en la carrera de Los Ángeles, la carrera de Rodrigo Camacho, una carrera en la que yo sentía que también participaba, si no en cuerpo, sí en alma, por así decirlo. Lejos de transcurrir por paisajes tan emblemáticos como los que ofrece Paris, Los Ángeles ofreció un circuito duro y monótono. La salida se dio a las cinco de la tarde del dia 12 de agosto, con una temperatura que osciló durante la carrera entre los 25 y los 30 grados, con una gran humedad. La gran esperanza norteamericana, el exiliado cubano, Alberto Salazar, que entonces tenía la mejor marca mundial, se había preparado concienzudamente, entrenando en una sauna, según decían. En la salida se veían corredores de gran talla, mitos del atletismo, fondistas laureados que se habían pasado a la maratón y, claro está, nuestro Rodrigo Camacho, que en la lista figuraba con su primer nombre, Juan. El conocía a los corredores suecos, Tommy Petersson y Kjell Erik Ståhl, y había disputado muchas carreras con ellos. La mejor marca de Rodrigo, que le había cualificado para las olimpiadas, la hizo corriendo con Tommy. Por tanto, Rodrigo sabía que, si les seguía las estela, podía hacer una buena carrera. No se trataba de ganar la medalla de oro; eso estaba muy caro, entre tanto mito del fondo, pero sí se podía hacer una buena carrera. Ciento siete corredores enfilaron la ruta al pistoletazo de salida, setenta y ocho de ellos llegaron a la meta, entre los cuales no estaban ni los suecos antes citados, ni los españoles, Juan Traspaderne y Santiago de la Parte, corredores los dos de 2 horas 11 minutos, el segundo venía de quedar tercero en el maratón de Tokio ese mismo año. El que sí llego a la meta fue Rodrigo, en un meritorio trigésimo octavo puesto, en 2 horas 21 minutos y 04 segundos. Fuera de carrera quedaron muchos de los favoritos, El podio lo coparon Carlos Lopes de Portugal, en 2.09.21, seguido del irlandés John Treacy, en 2.09.56 y  el británico Charles Spedding, en 2.09.58. La esperanza estadounidense, Alberto Salazar, quedó en decimoquinta posición en 2. 14. 19, como segundo norteamericano. Detrás de Rodrigo, quedaron dos mitos del fondo, el belga Johan Geimaert  en 2.21.35 y el famoso corredor francés Jacques Boxberger en 2.22.00.

Hoy, 10 de agosto, sentado en mi sillón, pienso en ese día de gloria, una gloria modesta y compartida, a la sombra de Rodrigo y en compañía de mis amigos corredores y entrenadores. Hay un antes y un después de una carrera de maratón. Se anticipa la preparación, la ilusión, la esperanza y, tras finalizar la gesta, nos queda el recuerdo, mil veces repasado, despiertos y en sueños, de esos mágicos 42 kilómetros y 195 metros. Veo correr a los corredores actuales, casi todos africanos, a un ritmo imposible, a un ritmo que yo solo he podido aguantar, todo lo máximo, en cinco kilómetros, dándolo todo. ¡Son unos superdotados!

¡Qué nostalgia, cuantos recuerdos me vienen a la cabeza! Veo como van llegando a la meta en la carrera de hoy y no puedo contener las ganas de emular sus proezas. Sería una locura tratar de salir a correr como ellos, pero, me calzo mis zapatillas de correr, me pongo una gorrilla, sintonizo con Radio Nacional de España y me lanzo a la carretera. No voy corriendo, voy andando a buen paso y ahora mismo, no sé hacia donde encaminarme y no me preocupa. Me doy cuenta que voy en dirección a Malmö, la ciudad mas grande de Escania, la metrópolis de los escanianos, que está a unos 17 kilómetros de mi ciudad, Lund, y me digo – ¿Por qué no? Andando, andando, voy pasando campos y pequeñas zonas de bosque. Voy por el camino antiguo, que hoy es un camino para bicicletas y, en todo el recorrido, casi no hay cruces con tráfico. Voy prácticamente solo, con la excepción de alguna bicicleta y muy pocos viandantes, que saludan al pasar.  

Voy recordando a pasar, tiempos en los que yo entrenaba por aquí, como también lo hacía mi amigo y excelente corredor español, Eduardo Muñoz. Él si que solía hacer el trayecto desde Malmö, donde vivía, a Lund, donde estudiaba, siempre corriendo, con una pequeña mochila con una muda, para cambiarse al llegar. También voy entreteniéndome en recordar lugares históricos que voy pasando, cientos en los 18,6 kilómetros que hay desde mi puerta hasta la Plaza Mayor de Malmö, donde ahora mismo se celebra el aquí famoso y siempre esperado, Festival de Malmö. Llego a la plaza a poco de las tres de la tarde. En la gran carpa/escenario de la plaza, una orquesta sinfónica, está ensayando, preparando la actuación de la tarde. Me retrato allí mismo y hago un pequeño video, con la música de fondo. Ahora puedo decidirme por regresar en tren o, intentando una pequeña proeza, regresar andando. Casi sin proponérmelo, opto por regresar a pie y, a medio camino, los pies y todos los musculos de la cintura para abajo, empiezan con su antigua cantinela – “déjalo ya, Martín” – “coge el autobús, que no tienes que demostrar nada” – pero yo, dale que dale, sigo andando y poco a poco me acerco a Lund. La radio me ha acompañado todo el tiempo y ha hecho que yo vaya avanzando, casi sin darme cuenta. Los últimos tres kilómetros los hago cojeando un poco del pie izquierdo, que parece que se ha hinchado un poco, pero llego a casa feliz y contento. Miro en la aplicación que cuenta mis andanzas pedestres y muestra 36,7 kilómetros. ¡Ostias! Casi un maratón. Pienso que podría hacer los kilómetros que me quedan, para así poder decir que he “corrido” el maratón entero, pero desisto para no lastimarme más el pie. Hay que saber parar a tiempo, que mañana será otro día y verá el tuerto los espárragos, como solía decir mi madre. Os dejo ahí hoy, mañana correrán las damas y también lo veré, aunque no creo que vaya a hacer la misma locura de ir y volver a Malmö, al menos, no por bastante tiempo. Enciendo hoy la antorcha olímpica que tengo como recuerdo desde el 1984.