Hoy he dado un paseo por las calles de Ystad, ciudad costera del sur de Suecia, que enamoró a mi hermana cuando se la enseñé, hace ya muchos años. En el extremo sur de Suecia, donde el mar Báltico acaricia playas de arena blanca , bañadas por agua demasiado fría para el bañista, y el viento arrastra perfumes de sal y brezo, algo rudos a mí parecer, se alza Ystad, una ciudad que parece haber sido tallada a mano por siglos de historia y literatura. Ystad no es solo un lugar; es una atmósfera, con calles empedradas que serpentean entre casas de entramado de madera, torres de iglesias que rasgan el cielo grisáceo, y una luz oblicua que convierte cada rincón en un escenario de melancolía.

Los orígenes de esta ciudad se remontan al siglo XII, cuando era apenas un asentamiento de pescadores de arenques. Su nombre aparece por primera vez en documentos oficiales hacia 1244. Durante la edad media fue un puerto estratégico en la Liga Hanseática. Prosperó como centro de comercio e intercambio cultural con el continente europeo.

Las casas burguesas, los almacenes portuarios y los monasterios de ladrillo rojo (como el Monasterio de los Franciscanos, uno de los mejor conservados de Suecia) son vestigios vivos de aquel esplendor. En épocas de guerra y peste, Ystad sufrió como toda Escandinavia, pero su espíritu marinero, mezcla de terquedad y nostalgia, la sostuvo contra los embates del tiempo y la conservó hasta nuestros días, conservando la historia como en una capsula del tiempo. La ciudad siguió viviendo su vida somnolienta, con vestigios históricos en monumentos y calles, como la Iglesia de Santa María, con su trompetero en la torre, o la calle “Spanienfarare” que lleva al puerto, cuyo nombre indica que desde Ystad se podía viajar hasta España, hasta el mismo Cadiz en el siglo XVIII.

De repente, en los años 90 del pasado siglo, Ystad hizo su aparición en la imaginación mundial, cuando el escritor Henning Mankell eligió esta ciudad como hogar de su melancólico detective, Kurt Wallander. A través de las novelas comenzaron a conocerse las playas de Sandskogen (Bosque de Arena), el puerto adormecido, las granjas solitarias del campo de Österlen. Todo ello, junto a la propia ciudad, se convirtió en escenarios de crímenes, investigaciones sombrías y profundas meditaciones existenciales.

Mankell no embelleció Ystad; al contrario, la describió como un espejo de la crisis moral moderna: una ciudad pequeña atrapada entre un pasado seguro y un futuro incierto lleno de violencia, inmigración, racismo y desencanto. Kurt Wallander, cansado y ético, caminando por las calles de Ystad bajo la lluvia, encarnó la angustia silenciosa de una Europa en transformación. Hoy, visitantes de todo el mundo siguen sus huellas: Visitan la comisaría real donde «trabajaba» Wallander, pasean por las tiendas y cafés mencionados en las novelas, como “Fridols konditori”, donde el detective se tomaba su “fika”, y se dejan envolver por la misma sensación de inquietud, melancolía y belleza frágil.

Aquí, la historia no es un museo muerto: se respira en las fachadas torcidas por lo siglos, en los cementerios cubiertos de musgo, en los aromas de pan de centeno y pescado ahumado que flotan en el aire en la cercana Kåseberga.

Ystad es una ciudad donde el tiempo no pasa: vaga, fluctúa, se oculta tras la niebla y luego resurge en las páginas de un libro o en el recuerdo de un viajero. Una ciudad que enseña que incluso en los rincones más tranquilos del mundo, la vida, y sus fantasmas, nunca dejan de latir. Y, aquí llegamos mi compañera y yo hace 20 años, para las fiestas, y para correr una carrera popular. Ella quedo primera en su categoría y esperamos a la entrega de premios tomando un café, justamente en Fridolfs konditori. El premio consitió en la serie completa de los libros de Henning Mankell sobre el comisario Kurt Wallander, todos los publicados hasta entonces, que eran diez y solo faltaban los dos últimos, que fueron editados en 2009 y 2013 respectivamente.

Nosotros no habíamos leído nada sobre Kurt Wallander y nos llevamos el pesado paquete sin muchas esperanzas. Era verano y yo tomé el primero para tener algo que leer en una casita que alquilamos en la isla de Iv, isla situada en medio de un lago (Ivesjön). Necesitaba algo que leer porque más de la mitad de los días que pasamos allí, llovió copiosamente y los proyectos de playa y sol se fueron al garete. Pero un buen café y la lectura, compensó ampliamente la decepción ante la adversidad meteorológica.

El escritor sueco Henning Mankell, siendo él ya un escritor y dramaturgo experimentado, a principios de los años 90, decidió crear el personaje de Kurt Wallander, un policía, que es mucho más que un detective: es un hombre que carga con el peso del tiempo, de la culpa, de la incertidumbre moral. La intención de Mankell era escribir sobre la transformación profunda de la sociedad sueca en los 90: una Suecia que estaba dejando atrás su imagen de país homogéneo, seguro y progresista, y comenzaba a enfrentarse a problemas de violencia, racismo, desarraigo y desilusión. Una frase típica de Kurt Wallander es: «Ya no reconozco el país en el que nací.» Wallander consigue comunicar una conciencia aguda del declive de los valores modernos y la fragilidad de la civilización.

Aunque Mankell insistió en que no eran un panfleto político, sus novelas aumentaron la conciencia sobre los riesgos de la exclusión social, el racismo, el abandono de los servicios públicos. Alimentaron también debates sobre cómo debía Suecia gestionar la inmigración, cómo proteger el Estado de bienestar o cómo combatir la xenofobia sin perder valores democráticos. No es que Wallander dictara programas políticos, pero humanizó problemas sociales y movilizó sensibilidades progresistas, especialmente en sectores que veían en las novelas una llamada de atención contra la indiferencia y el egoísmo social. Él hizo que muchos lectores suecos, y europeos, vieran la crisis social no como un problema simple de “buenos y malos”, sino como una compleja descomposición moral de toda la sociedad. Mankell murió en 2015 a los 67 años y no llegó a vivir la explosión de violencia que vivimos en el momento en Suecia.

Kurt Wallander influyó en la percepción de la sociedad, y de manera indirecta también tocó la política, sobre todo en Suecia y Europa del Norte. Antes de Wallander, la imagen exterior de Suecia era la de un país neutral, moderno, casi utópico: “Suecia, el país perfecto”, pero, después de Wallander, Suecia empieza a verse también como un país vulnerable, en transición, lleno de contradicciones. El “nórdico melancólico” pasa a ser una figura reconocible en la cultura popular: un individuo ético pero agobiado por un mundo que se desmorona. Esto alimentó un tipo de realismo crítico que luego explotó con el llamado “nordic noir”: todo un género de novelas y series, por ejemplo, Millennium de Stieg Larsson o El puente.  

Henning Mankell, en sus novelas de Kurt Wallander, construye un contraste profundamente inquietante: por un lado, describe con un tono casi lírico la belleza serena del sur de Suecia, los campos de colza, los bosques, las playas abiertas hacia el Báltico; por otro, en ese mismo paisaje aparentemente inocente, irrumpe la violencia más brutal y absurda. Este contraste es uno de los núcleos emocionales de toda la serie.

Y es también su forma de hablar de la banalidad del mal, de la que hablaba Hannah Arendt, el hecho de que el horror no necesita de escenarios espectaculares; sucede en medio de lo cotidiano, de lo hermoso, de lo aparentemente seguro. Imágenes de luz nórdica, cielos eternamente cambiantes, el mar que «respira» en la costa, los campos de trigo meciéndose con el viento. Detalles mínimos, como los aromas de la tierra húmeda, el sonido distante de las grullas, la soledad de una carretera al amanecer. Mankell resalta la paz exterior de Ystad y su entorno para reforzar su papel como «paisaje interior» de los personajes. Esta belleza no es «pura» ni «idílica»; es melancólica, cargada ya de una especie de anticipación de la pérdida.

Mankell no pinta monstruos ajenos a la sociedad, sino productos invisibles de ella, que cometen crímenes brutales: asesinatos que a menudo parecen innecesarios, excesivos, difíciles de comprender en términos racionales. Muertes motivadas no por grandes causas, sino por odio sordo, racismo, egoísmo, venganza menor, o simplemente por indiferencia. Muchas veces, los asesinos son personas aparentemente ordinarias: granjeros, empleados, funcionarios, vecinos.

Henning Mankell retoma, en forma de novela, la idea que formuló Hannah Arendt cuando hablaba del juicio a Adolf Eichmann: El mal no siempre viene en forma de grandes monstruos o villanos caricaturescos. A veces son personas comunes que, en un contexto de soledad, alienación o ideología, cometen atrocidades sin siquiera sentir que hacen algo extraordinario.

En el mundo de Wallander, el campo sueco ya no es refugio de bondad simple, si es que lo ha sido alguna vez. La modernización, la soledad urbana y la pérdida de valores comunes crean vacíos donde el mal crece discretamente. La violencia no interrumpe el paisaje: convive con él, como una grieta en una hermosa pintura.

«El amanecer era tan claro que dolía mirarlo. Wallander se preguntó cómo podía caber tanta belleza en un mundo donde esa misma mañana dos ancianos habían sido asesinados brutalmente en su cama.»[1]

«La carretera cruzaba campos de cebada iluminados por el sol, y Wallander pensó que jamás había visto un paisaje tan sereno. Al mismo tiempo, sabía que, en algún lugar, en esa misma quietud, caminaba un asesino.»[2]

Wallander es sin duda un existencialista melancólico. Su filosofía personal se podría resumir en cuatro grandes ideas: el mundo es caótico y no tiene un orden moral claro, la responsabilidad individual es lo único que cuenta, la soledad es el estado natural del ser humano y la belleza efímera justifica la vida.

Wallander percibe que, la violencia, el crimen y la injusticia no responden a un plan racional y el bien y el mal se mezclan y a menudo no se distinguen con claridad. No hay garantía de que la vida premie a los justos ni castigue a los culpables. Su tarea como policía no es «restaurar el orden absoluto», sino luchar para mantener pequeñas islas de sentido dentro del caos.

Wallander cree profundamente en la responsabilidad personal, cosa que comparto. No puede cambiar el mundo entero ni puede eliminar el mal. Pero sí puede actuar, cada día, según su conciencia. Esto es puro existencialismo sartriano: somos lo que hacemos, incluso en medio de un universo indiferente.

La soledad es parte de la esencia de Wallander. A nivel familiar mantiene una relación tensa con su padre y su hija. A nivel amoroso es incapaz de sostener relaciones. A nivel social se siente cada vez más desconectado de la Suecia moderna. Pero Wallander no dramatiza su soledad; la acepta como parte de la condición humana. Es una soledad silenciosa, melancólica, pero digna.

Aunque ve mucho horror, no es un cínico completo, porque encuentra sentido y momentos de felicidad en un paseo junto al mar, el sonido del viento en los campos, la breve risa de una amiga o la luz del amanecer después de una noche difícil. Estos momentos de belleza simple, aunque fugaces, son suficientes para él, para seguir viviendo.

A Wallander, lo saco aquí, paseando por Ystad, a sabiendas que no es el pionero del “nordic noir”. En realidad los pioneros fueron la pareja de escritores Maj Sjöwall y Per Wahlöö que crearon el comisario Martin Beck, el policía humanista y crítico que aparece en los años 60-70, en una serie de 10 novelas, por ejemplo, El policía que ríe, El hombre que se esfumó. Beck es un policía meticuloso, melancólico, honesto, crítico con el estado sueco y reflejan un desencanto profundo con el sueño socialdemócrata sueco.

Sjöwall-Wahlöö presentan una Suecia donde el Estado falla en proteger a los más débiles, donde la policía misma está contaminada de corrupción, burocracia y cinismo. Aunque cansado y enfermo, Beck lucha por mantener una pequeña chispa de humanidad en su trabajo. La serie de Beck fue creada como una crítica sistemática al modelo social sueco, y su tono es claramente político.

Mankell admiraba abiertamente a Sjöwall y Wahlöö y consideraba a Beck como el modelo inicial para construir su propio personaje, Kurt Wallander, el policía existencialista, que aparece como novela a partir de 1991. Mankell lleva un poco más lejos el desgarro interior: Wallander no solo lucha contra el crimen o la corrupción: lucha contra la propia descomposición de la sociedad y contra su vacío interior. Mientras Beck todavía confía algo en la acción política, Wallander ya siente que la historia misma se ha quebrado. Si tienes tiempo y encuentras alguna novela de Beck o Wallander, te las recomiendo todas. También puedes ver series, porque se han hecho varias, con diferentes actores en diferentes épocas, Anoche mismo, estuve viendo la serie de Beck, en una versión bastante reciente.  


[1] Asesinos sin rostro (1991)

[2] La falsa pista (1995)