Los días grises de otoño, con lluvias desapacibles y viento siempre en contra, me hacen encaminar mis paseos hacia las confiterías de Lund. No puedo resistir la llamada de su escaparate y el olor que trasciende hasta la calle. Hoy es un pastel especial el que llama mi atención. Este pastel es más vistoso que apetitoso y un día como hoy, hay que rendirse a la tradición.
Esta tradición tiene mucho que ver con el relato nacional sueco. A ver ahora cómo me apaño para explicar la relación de los que os voy a contar con Scania y con España. A simple vista parece difícil, pero todo se andará. Remontémonos al 1631. Uno de los conflictos más largos y sangrientos de la historia, la Guerra de los Treinta Años, estaba en su decimotercer año de duración. Con diversa intensidad, se extendía por gran parte de lo que hoy es Alemania como un conflicto armado entre el emperador, defensor del catolicismo, y los lideres que siguieron la reforma de Lutero. Este conflicto no era solamente un conflicto religioso, pues Francia, un país católico, se vio muy pronto envuelto en la contienda, intentando debilitar el poder de los Habsburgos para huir del cerco al que se veían sometidos por España y el imperio.
Todo había empezado el 23 de mayo de 1618 en Praga, Bohemia, cuando un grupo de católicos de alto rango había llegado al antiguo castillo real de Praga, la capital bohemia, donde de repente fueron sorprendidos por una airada asamblea de nobles protestantes que se oponían a su abierto apoyo a las políticas virulentamente antiprotestantes del rey Fernando. Al frente de los protestantes estaba Heinrich Matthias, conde de Thurn, que exigió que los representantes católicos rindieran cuentas de su apoyo al rey, y a continuación saltaron sobre tres de ellos, Vilém Slavata de Chlum, el conde Jaroslav Borita de Martinice y el secretario Philipp Fabricius y, sin contemplaciones les tiraron a los tres, uno tras otro, por la ventana del salón al vacío y fueron a dar con sus huesos a la fosa seca del palacio. Milagrosamente se salvaron los tres, heridos pero vivos y encontraron ayuda en el palacio del canciller de Bohemia y líder de los católicos reales del país Zdenek Vojtech Popel von Lobkowitz,
Para estos tres, la historia terminó felizmente. Jaroslav y Vilém llegaron a ocupar puestos destacados en el Imperio de los Habsburgo. El secretario Philipp, que sólo sufrió heridas leves por la caída, y fue quien informó de los actos al emperador, fue ennoblecido y recibió el título de «Rosenfeld y Hohenfall» (Hohenfall significa literalmente «alta caída»). Pero para Bohemia las consecuencias fueron muy graves. A la «defenestración de Praga», le siguió una larga guerra que, una vez comenzada, duro 30 años y costó la vida de, contando muy por lo bajo, seis millones de personas, la mayoría de ellas no beligerantes alemanes.
La dificultad de poner fin a la guerra radicó en la complejidad de su naturaleza, ya que varios conflictos, cada uno de los cuales por sí solo tenía poco que ver con los demás, coincidieron en el tiempo y se entrelazaron unos con otros. Los bohemios, como muchos austriacos protestantes, se rebelaron contra el emperador católico de Viena, que a su vez era apoyado por españoles y bávaros.
Como el recién elegido rey de Bohemia, Federico, líder de los rebeldes, era también el conde palatino del Rin, muchos protestantes alemanes se vieron arrastrados a la guerra, que en consecuencia continuó en Alemania después de haber terminado temporalmente en Praga.
Cuando estalló el antiguo conflicto entre España y los Países Bajos en 1621, rápidamente se vinculó con la guerra en Alemania. Lo mismo ocurrió con los conflictos regionales en los Alpes suizos y en Mantua y Saboya en el norte de Italia, por no mencionar decenas de sangrientas disputas entre estados principescos alemanes, como la antigua disputa familiar entre Hesse-Kassel y Hesse-Darmstadt.
Cuando potencias extranjeras como Suecia, Dinamarca, Transilvania y Francia se vieron involucradas en el conflicto, las cosas se volvieron aún más complicadas, ya que estos países tuvieron que ser derrotados directamente o recibir una compensación territorial o económica para retirarse, algo que, especialmente en el caso de Suecia, se mostró muy difícil.
Se puede decir que la guerra de los 30 años fue un conflicto mundial, ya que los españoles, portugueses y holandeses tenían colonias de ultramar. La guerra, por tanto, se volvió global y también se libró en países como Angola, Ceilán y Brasil, como también frente a las costas de Cuba.
A esto hay que añadir el hecho de que cientos de miles de mercenarios, a quienes no les importaba contra quién luchaban mientras les pagaran y se les permitiera saquear a la población civil a voluntad, preferían que la guerra continuara para siempre. La guerra se convirtió en una forma de vida y, por tanto, se prolongó durante tres décadas, hasta que los príncipes y diplomáticos no pudieron soportarla más.
Los pequeños estados protestantes del norte de Alemania no estaban en condiciones de ofrecer resistencia al emperador por si solos y buscaban la ayuda de los estados del norte, Dinamarca y Suecia, que por separado habían abrazado la variante luterana del cristianismo. La que podemos llamar primera parte de la guerra La primera etapa de la guerra es la llamada Bohemia-Palatinado y duró de 1618 a 1622. Esta etapa se decidió a favor del emperador por la intervención de Maximiliano I de Baviera. Los bohemios, que habían amenazado Viena dos veces, en junio y noviembre de 1619, la última vez en alianza con Gábor de Siebenbürgen, fueron derrotados rotundamente en la batalla de la Montaña Blanca el 29 de octubre de 1620. Federico fue destronado y declarado fuera de la ley, la Unión Evangélica se disolvió el 24 de mayo de 1621, el protestantismo en Bohemia fue erradicado, quedando el país indisolublemente unido a las herencias de los Habsburgo hasta el fin de la primera guerra mundial.
La victoria total de la causa católica de los Habsburgo incluso en el norte de Alemania hizo sonar la alarma de sus vecinos e hizo de la crisis alemana una cuestión verdaderamente europea. De los estados de Europa occidental, Inglaterra mantenía una política proespañola, que cambió para mal después del fallido e insólito viaje del príncipe Carlos a Madrid en 1623, para pedir la mano de la princesa española Infanta María, hermana menor de Felipe IV [1]. Ya hemos encontrado la conexión natural con España, ¿verdad? Francia, ya bajo el liderato del cardenal Richelieu desde 1624, retomó con fuerza la política antihabsburgo del país, sobre todo por el intento exitoso de los españoles de hacerse con el control de los pasos alpinos, la llamada guerra de la Valtelina. Como las dos potencias, a las que se unieron los Países Bajos en junio de 1624 en la lucha contra España, no estaban dispuestas a intervenir directamente en Alemania, se lanzó en cambio una campaña diplomática de amplio alcance, con la intención de incitar a los protestantes alemanes a continuar la resistencia y a ganarles aliados, pensando en los reinos de Dinamarca y Suecia.
Los suecos se encontraban en esos momentos inmersos en otra guerra. El joven rey sueco Gustavo II Adolfo (el que ahora nos ocupa en este relato) estaba en ese momento concentrado en la guerra contra Polonia, donde las diferencias religiosas se entrelazaban con las luchas dentro de la casa de Vasa. Por tanto, la tarea recayó en el rey danés Cristián IV, que en aquel momento no estaba muy bien preparado, pero que aceptó el cargo encomendado.
Muy pronto se hizo evidente que el rey danés no había cuidado los preparativos diplomáticos, tan importantes en ese momento: el apoyo de Suecia era inexistente, Brandeburgo se desentendía y las guerras hugonotes en Francia, junto con una tensión creciente entre ese país e Inglaterra, contribuyeron a que Richelieu perdiera interés en la cooperación. Sólo Inglaterra, Holanda y Dinamarca firmaron el Tratado de La Haya en diciembre de 1625, que finalmente organizó la coalición anticatólica, pero el apoyo prometido a Dinamarca fue insuficiente y Dinamarca se retiró de la contienda 1629. Ese fue el momento elegido por Suecia para meterse como parte activa en el conflicto, y el 6 de julio de 1630 desembarca con 14.000 hombres en la isla alemana de Usedom y emprende la lucha contra las fuerzas católicas en el norte de Alemania, una empresa arriesgada para un país pobre del norte de Europa con una población de poco más de un millón de habitantes.
Las primeras operaciones fueron exitosas y al año siguiente, Francia concedería a Suecia un importante apoyo financiero de Francia tras el Tratado de Bärwalde del 13 de enero de 1631. este tratado significaba que Francia pagaría a Suecia subsidios importantes durante cinco años, con la condición de que Suecia mantuviera un ejército de al menos 36.000 hombres en Alemania. Estos subsidios le dieron a Gustav II Adolf los medios para financiar la guerra. Gustav II Adolfo le dio a la guerra un carácter moderno basado en la artillería ligera y transformó el ejército sueco en el más temido y mejor entrenado de Europa. La batalla de Breitenfeld en septiembre de 1631 se convirtió en un hito en la Guerra de los Treinta Años. Allí, Gustav II Adolf y sus fuerzas derrotaron al ejército del Sacro Emperador Romano, dirigido por el mariscal de campo Johann Tilly. El ejército de Gustav II Adolfo obtuvo una victoria decisiva que cambiaría el tablero de juego de la Guerra de los Treinta Años. Esto le dio al rey sueco una gran reputación y cada vez más príncipes protestantes alemanes se unieron a su lado.
En la batalla de Lützen, en 1632, Gustav II Adolfo y su ejército se enfrentaron a las tropas imperiales dirigidas por Albrecht von Wallenstein. El rey sueco cabalgaba a la cabeza de los jinetes de Småland, como solía hacer, uno más en el ataque, el mismo esfuerzo, el mismo riesgo. En esto era bastante único el rey sueco, mientras los otros potentados mandaban a sus ejércitos, mientras ellos vivían su vida privilegiada en palacio. Este 6 de noviembre de 1632 ocurrió todo muy rápido, mientras el día trataba de despuntar en el campo de batalla entre la niebla y el humo de la pólvora. En el caos de la contienda, el terriblemente miope Gustavo II Adolfo se despistó en el tumulto de sus compañeros y cabalgó en medio de las tropas enemigas. Los soldados del emperador le recibieron a balazos y, ya en el suelo lo remataron a puñetazos y puñaladas.
La guerra continuó después de la muerte del rey y no finalizó hasta la paz de Westfalia en 1648. Este periodo de guerra destrozó gran parte de los estados alemanes a cuenta de preservar la reforma luterana. Los países protestantes eligieron a Gustavo Adolfo como su mítico paladín y, durante el siglo XIX, fue elegido por el nacionalismo como símbolo de uno de los pilares de la nación. En Suecia sucedió su exaltación en 1832, con motivo de el segundo centenario de su muerte. La ciudad de Gotemburgo venera su recuerdo especialmente, pues fue fundada por él. No obstante, un análisis critico de las acciones del rey sueco, ha hecho que la gloria del rey guerrero quede ensombrecida. La dureza de la guerra está perfectamente escenificada en la obra de Bertolt Brecht Madre Coraje y sus hijos (Mutter Courage und ihre Kinder), una de las obras que más claramente repudian la guerra. La obra fue escrita en 1939-1940 durante el exilio de Brecht en Suecia y estrenada en Zúrich en 1941.
La tradición de comer pasteles con la imagen del Gustavo Adolfo el aniversario de su muerte comenzó en 1854 con la inauguración de la estatua de Gustav II Adolf en Gotemburgo, donde un pastelero organizaba cada año en los salones del hotel Blom una apreciada exposición de sus pasteles y dulces artísticamente elaborados. El diario Handels-och Sjöfartstidning de Gotemburgo hizo una reseña de la exposición navideña de 1854: «Aquí se encuentran objetos que pueden considerarse verdaderas pequeñas obras de arte en su género, como pequeñas representaciones de la estatua de Gustav Adolf, medallones que contienen copias de famosas pinturas de género, realizadas en chocolate y azúcar, etc.» En GHT de 1854, unos días antes de la inauguración de la estatua, se podía encontrar un anuncio en el que el mismo pastelero anunciaba caramelos de Gustav Adolf con la imagen del rey. La costumbre de comer esos pasteles justo el 6 de noviembre la encontramos en anuncios de 1892 y 1894. Hoy podemos decir que la costumbre se ha ido extendiendo por toda Suecia y también entre la población de habla sueca de Finlandia. Yo sigo esta tradición mayormente porque están muy ricos. En cuanto a España y los españoles estuvieron presentes durante toda la guerra y entraron en batalla con los suecos casi desde que estos pusieron pie en tierra alemana. El 6 (otro 6) de septiembre de 1634, se libró cerca de la ciudad bávara de Nördlingen un choque de enorme magnitud, en el que los tercios del ejército español resistieron la embestida del sueco y acabaron por derrotarlo. La derrota tuvo consecuencias territoriales y estratégicas de gran alcance; Los suecos se retiraron de Baviera y, según los términos de la Paz de Praga en mayo de 1635, sus aliados alemanes hicieron las paces con el emperador Fernando II. Francia, que anteriormente se había limitado a financiar a suecos y holandeses, se convirtió formalmente en un aliado y entró en la guerra como beligerante activo. A partir de ahí, ya es otra historia. Abajo se me ve justo antes de comerme un buen pastel de Gustavo Adolfo.
[1] Recomiendo aquí la lectura de https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-estancia-en-madrid-de-carlos-estuardo-principe-de-gales-en-1623-cronica-de-un-desastre-diplomatico-anunciado/html/ff35bff0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html
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