Para los que lean esta entrada de hoy, el titulo les sonará, de eso estoy seguro, porque era una canción muy conocida, que tenía para nosotros, los españoles de aquel tiempo, muchas connotaciones. La canción se titulaba “Rosas en el mar” se la dedicó su autor, Luis Eduardo Aute, a la revolución cubana en 1967 y fue, para toda mi generación, para todos los que en el 68 salíamos del instituto camino de la universidad, un himno cargado de simbolismo, increíblemente transparente.
“Voy pidiendo libertad/Y no quieren oír
Es una necesidad/Para poder vivir
La libertad, la libertad/Derecho de la humanidad
Es más fácil encontrar/Rosas en el mar
Como el domingo estuve hablando de libertad y democracia con un grupo de personas de habla persa, me viene a la cabeza la complejidad del concepto. ¿Qué es la libertad? Algunos dirían, con razón, que es el libre albedrio, el ser dueño de sus actos, el poder ordenar su propia vida a su gusto, sin estar condicionado por factores que estén fuera del alcance de uno mismo. No podemos elegir la familia dentro de la cual nacemos, tampoco el lugar de nuestro nacimiento, el color de nuestra piel, el estatus social de nuestros padres, nuestras condiciones físicas y mentales. Libertad es, dirán muchos, también la posibilidad de participar en la organización de la sociedad, según nuestros intereses y nuestras formas de ver la vida, nuestras creencias. Yo acepto todo eso, pero quiero sumar algo más: las habilidades vitales.
La escuela debe ser obligatoria y gratuita, para comenzar. Y, para lograr que los que pasen por la escuela sean ciudadanos libres, debe dotarles con habilidades y conocimientos. ¿Cuáles son estas habilidades que yo llamo vitales? La lectura, la escritura, el cálculo, naturalmente, pero nadar y andar en bicicleta, cocinar y cuidar el vestuario o tocar un instrumento es también muy importante, para sentirse libre. Los conocimientos son importantes, pero, desgraciadamente creemos generalmente en los sistemas educativos occidentales que, impartiendo asignaturas troncales desde muy tierna infancia, garantizaría la transparencia del sistema y la paridad de la formación, sea donde fuere, quedaría asegurada. Las habilidades quedan relegadas a las asignaturas optativas o extraescolares.
Hay habilidades que son tal vitales, que no tenerla puede traer serias consecuencias. En los siete primeros meses del 2023, 249 personas han muerto en España en espacios acuáticos, 79 solo en el mes de julio, según el último Informe Nacional de Ahogamientos que elabora la Real Federación Española de Salvamento y Socorrismo (RFESS). Son datos mínimos, porque no existe una estadística oficial a nivel nacional. Muchos españoles carecen de educación acuática porque la natación no está implantada como contenido oficial en el currículum de educación física en los centros educativos. Esta falta de cultura acuática funciona de dos maneras; muchos evitan bañarse o participar en actividades acuáticas, por miedo a ahogarse, otros, que se consideran como buenos nadadores, no lo son, y se ponen en peligro innecesariamente, por no haber tenido una educación en su día.
Entre esas 60 personas que me escuchaban el pasado domingo había, con toda certeza, muchos que no sabían nadar. El problema es que en Suecia tenemos, sobre todo en verano, muy fácil acceso al agua en el mar, en los lagos y en las múltiples piscinas municipales que hay por todo el territorio. Con una población que es menos de la cuarta parte de la española, las estadísticas de Svenska Livräddningssällskapet (Organización de salvamento marítimo) muestran que las muertes por ahogamiento han disminuido continuamente desde los años 60 pero siguen siendo muy altas, en comparación con otros países occidentales, España incluida. Aquí en Suecia, la natación forma parte del currículo desde la enseñanza preescolar ¿Por qué mueren tantos como 100 personas al año, a consecuencia de ahogamiento en Suecia? La respuesta es que esta estadística muestra que la mayoría de los afectados son inmigrantes que carecen de costumbre de relacionarse con el agua y que no saben nadar. Es obvio que se requieren recursos para aumentar la practica de la natación entre estos grupos, tanto niños como mayores, ya que por el momento hay 8000 alumnos de quinto curso, con una abrumadora mayoría de niños nacidos fuera de Suecia, que no saben nadar.
Bueno, esta entrada se trataba de la libertad y debo seguir por ahí. Para mi personalmente, las habilidades que más libertad me han dado es en este orden; la lectura, la escritura, el cálculo, la natación, montar en bicicleta y tocar un instrumento musical. A la lectura me introdujeron mis padres, que tenían un respeto grandísimo, descomunal, me atrevería a decir, a la palabra escrita, a los libros en general, que a ellos les parecía que habría que leer todo lo que nos viniera a mano. No es que ellos fueran unos grandes lectores, quitando el diario, que se leían de cabo a rabo, pero ellos me inculcaban la lectura como algo muy positivo. Tuve la suerte de encontrar profesores por el camino que, con la literatura como llave, me abrieron los caminos del mundo y me contagiaron la sed de saber, de viajar y averiguar. La escritura también viene de casa, y ha sido una herramienta necesaria a través de mi vida. Escribía yo a los cuatro y cinco años unos tebeos ilustrados, que desgraciadamente desaparecieron cuando deshicimos la casa de Madrid y no han vuelto a aparecer. Me quedan algunos vestigios de mis escrituras en la adolescencia, pero muy poco, por desgracia. De mi padre me quedan cuartillas sueltas en las que él iba escribiendo su historia, pero que nunca llegó a plasmar en un relato continuado, quedándose anclado en sus experiencias en Navarra. Algún día trataré de juntar las piezas de ese puzle y ofrecer al mundo lo que él quiso contar.
El cálculo, siempre necesario, tenía también un lugar preferente en mi educación. Mi padre celebraba siempre mis buenas notas en matemáticas y me daba una peseta por cada ecuación que él me ponía y yo resolvía felizmente. La lectura, la escritura y el cálculo me proporcionaban bienestar, parecido al que sentía las noches en que escuchaba obras de teatro en la radio. En casa se paraba todo y yo, ya en la cama, me adentraba en el mundo que esas obras me mostraban. Bendito Radioteatro que me enseño a querer leer los clásicos y me presento a algunos autores contemporáneos. Eran pequeños placeres, ínfimos diría yo, comparados con la inmensa emoción que sentí el día que aprendí a desplazarme en bicicleta por mi mismo, sin la ayuda de nadie. ¡Qué magnifica sensación! Fue en agosto, en Fuengirola. Yo tenía ocho años, andaba a mi aire por las inmediaciones del edificio de apartamentos turísticos donde nos alojabábamos. Yo había llegado allí tras un largo viaje en el Seat 1500 del padre de mi amigo Lloyd. Tan pequeños como éramos, nos gustaba ir a un bar que había frente a la playa para bebernos un refresco y jugar una partida al ajedrez. El padre de Lloyd era un gran aficionado al ajedrez y nos enseñaba nuevas salidas y diferentes destrezas tácticas.
La hermana de Lloyd tenía una bicicleta roja. Yo la miraba sin mucho interés y constaba que la chica iba y venía con su bicicleta, pero para mí era algo normal en ella, pero no una cosa que me llamase mucho la atención. Un día, la madre de mi amigo, pensó que podíamos alquilar unas bicicletas e irnos todos a ver los alrededores el próximo domingo. Llevaríamos merienda y nos pararíamos en algún paraje interesante a comer. A todos les pareció una idea fenomenal, pero yo no dije nada. No quedaban más de dos días para la excursión y yo no sabía que hacer o qué decir, porque, esto era lo difícil y vergonzoso que me vería obligado a declarar, yo no sabía andar en bicicleta, no lo había probado nunca.
Lloyd vivía en un chalet cerca de la Fuente del Berro y tenía calles con poco transito y un parque al lado donde aprender a andar en bici. Yo vivía en pleno centro de Madrid, con un trafico a mi alrededor de mil demonios y mis padres no habían nunca pensado en la posibilidad de comprarme una bicicleta, que para ellos sería como darme un arma de fuego. Además, subir y bajar de un quinto piso sin ascensor con una bicicleta, era algo que ni se podían imaginar. Yo tuve un triciclo de pequeño, pero entonces yo me mantenía cerca de mi madre, pedaleando lentito por la acera.
Al final tuve que reconocer avergonzado que yo no había montado nunca en bicicleta. Me sabía mal fastidiarles el plan, y llegué a pensar que lo mejor habría sido, si yo me pusiese enfermo o si un negocio urgente llevara al padre de Lloyd a regresar a Madrid. Pero, lo que yo no me esperaba, era que todos se lo tomaran con tanta calma. La Madre de Lloyd, doña Gabriela, me dijo sonriendo que eso tenía cura. Yo aprendería a andar en bicicleta. Dicho y hecho. La bicicleta roja de la hermana mayor de Lloyd fue puesta a mi disposición y Luisa, que así se llamaba la hermana, Lloyd y yo salimos de casa muy temprano de mañana, camino de una calle solitaria con suelo de tierra y una cuesta muy pronunciada que llevaba a la playa. De pronto se paró Luisa y me dijo: “Súbete, Martín” y yo la miré, sabiendo que mi cara competía con la bicicleta a ver quién estaba más roja y que mi cara ganaba, agarré el manillar que me ofrecía, subí al sillín que me pareció muy alto, manteniendo un pie en el suelo.
Noté que me sujetaban por detrás, que agarraban el portaequipajes y la voz de Luisa se oyó como una sirena de fábrica: “sube los pies a los pedales y agárrate bien al manillar”. Sentí que me empujaban y la bici comenzó a rodar calle abajo. Yo hice como ella me mandaba y, de pronto, me vi rodando a lo que a mí me parecía una gran velocidad. No me atrevía a apretar los frenos, que ya sabía como funcionaban, mientas seguía rodando más y más deprisa. Oía a lo lejos las voces de Lloyd y de Luisa que gritaban: “Bien, Martin. No tengas miedo”. Yo me sentía solo y sabía que ahora todo estaba en mi mano. Tenía que lograr llegar al final de la calle sin caerme y solo rezaba en mis adentros para que nada ni nadie se cruzara en mi camino. Al fin llegue a la misma playa y allí se quedó la bicicleta encallada en la arena y yo me vine al suelo despacito, casi como si hubiese sido parte de lo convenido. Así seguimos toda la mañana hasta la hora de comer, calle arriba, calle abajo, calles llanas, calles empinadas, algún tráfico, algún cruce, y una sensación de infinita alegría, cuando comprendí que era yo el que llevaba ese artefacto rojo e impresionante. Me sentía orgulloso de mi hazaña y hubiera dado algo porque mis padres, mis vecinos, y sobre todo, mis compañeros de clase, me hubiesen visto en ese momento. Con mucho entrenamiento y tomando prestada la bicicleta de Luisa, conseguí acompañar a la familia en su pequeña excursión, quizás no más de cinco kilómetros, que para mí eran como la vuelta ciclista a España. Desde entonces sigo andando en bicicleta.
Llegado a Madrid expliqué a mis padres lo que había aprendido y les pedí por favor que me comprasen una, al poder ser a la voz de ¡Ya! Pero mis padres, que no se lo esperaban, me dijeron que, si yo me aplicaba y las notas eran buenas, “ya se vería”, que a mí me sonó como un ¡No! Porque a continuación me dijo mi madre que a ella le parecía una locura. Aun así, conservé la calma y Lloyd y yo llegamos a un acuerdo que consistía en que los domingos fuera yo a su casa a tomar prestada la bicicleta de Luisa y él y yo salíamos a dar algunas vueltas con perímetro cada vez más dilatado, que a los pocos domingos nos llevaron hasta el centro. Recuerdo especialmente un día que llegamos hasta Colón, circulando entre el tráfico. Por suerte no ocurrió nada durante nuestras aventuras en dos ruedas. Cuando al fin me compraron una bicicleta comprendí lo engorroso que era tenerla en un quinto piso, pero desde entonces las dos ruedas forman parte de mi vida, casi como una prolongación de mis piernas, lo que me proporciona una gran libertad.
Lo de la natación también tiene su historia. Viviendo toda mi niñez en Madrid, no vi el mar hasta los seis años, que me llevaron a Gijón. Recuerdo muy bien las sensaciones que me asaltaron de golpe, la brisa, el olor a mar, la aparición de este gigantesco elemento hasta entonces para mi desconocido. Recuerdo igualmente la primera inmersión del brazo de mi madre, hasta las rodillas, y como corrí de vuelta horrorizado, pero riendo nerviosamente, para volver otra vez y poco a poco acostumbrarme a que las olas me salpicaran hasta sentir la sal en la boca. A nadar no me enseño nadie, ni ese verano ni nunca. Cuando comencé a ir a la piscina, sobre todo al Parque Sindical, aprendí yo solo a flotar y a atravesar la piscina braceando torpemente. De vez en cuando, calculaba mal y tragaba algo de agua. Fue ya en Suecia cuando aprendí a nadar de verdad. Me tragué el orgullo y me apunté a un curso para mayores. Éramos algunos estudiantes extranjeros, indios, africanos, sudamericanos y yo, los que recibíamos las lecciones de una joven señorita, que lo hizo tan bien, que en unas diez sesiones me atreví a comenzar mi etapa nadadora, llegando a veces a hacerme mil y hasta dos mil metros en la piscina, antes de comenzar mis lecciones en la universidad.
La música fue parte de mi vida a partir de mi entrada en la escuela. Fue mi madre la que me llevó a casa de un conocido de la familia, zapatero remendón de oficio, pero un magnifico músico. Él me enseño la escritura secreta del solfeo, que a mi me parecía emocionante aprender. Poco a poco, en un viejo piano muy bien afinado, empecé a transportar esas notas del papel al teclado; Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si. Allí comenzó mi amor por la música, mi respeto por los músicos y mi afición a la música clásica. He tratado de transmitir a mis hijos el amor por la música, que me ha dado tantas alegrías. Ya como adolescente, bisoño estudiante, ingresé en un conjunto bastante roquero, como vocalista.
La libertad, la libertad/derecho de la humanidad
Es más fácil encontrar/Rosas en el mar
Conseguí la libertad. Pienso que, si todos ayudamos, a esas 60 personas que me escucharon el otro día, también podrán encontrar la libertad y la felicidad. Enseñémosles a andar en bicicleta, si nunca lo han hecho, enseñémosles a nadar, si es que no saben, démosle clases de música, de arte, si lo solicitan. No solo de pan vive el hombre, pero sin libertad, se marchita. Abajo, aquel niño que yo fui.
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