Mis paseos transcurren ahora casi siempre en la penumbra del amanecer tardío o la oscuridad cerrada de la tarde. Si salgo a caminar antes de las ocho y media de la mañana, mis paseos me adentran entre los velos que ocultan el paisaje, que poco a poco se va abriendo a mi alrededor, dejando al descubierto los pálidos colores del invierno. Si salgo por la tarde, a partir de las tres, el mismo proceso ocurre a la inversa, hasta llegar a un punto en que la más absoluta oscuridad, a duras penas, se ve quebrada por alguna lucecilla en la lejanía. El invierno en Lund es tan oscuro como el verano es luminoso, excepto cuando un blanco manto cubre las calles y los caminos, ilumina los arboles pelados y pone un manto blanco sobre los abetos; entonces la blancura de la nieve lo ilumina todo, amortigua mis pasos y me acoge en su mullida blancura.

Andar en la oscuridad, por caminos poco traficados y calles desiertas, despierta en mi la imaginación. Puedo pensar en aquellos antiguos habitantes de la ciudad que, con un farolillo en la mano, se aventuraban en la noche. Sabemos que la oscuridad no era ni deseada ni buscada. El que salía de su casa lo hacía por necesidad y procuraba darse prisa para llegar a casa a salvo. El miedo acompañaba al viandante, el miedo a lo desconocido, lo oculto en la noche, la violencia de lo desconocido, el riesgo ignoto. Al cobijo de veintisiete iglesias, en esta ciudad de 40 hectáreas, estaban las tumbas de los antepasados, queridos pero temidos. En la fantasía del viandante, se escondían malhechores de toda clase en las tinieblas. El viandante apretaba el paso y se encomendaba a Dios, murmurando oraciones, solicitando amparo.

Me he adentrado en los archivos buscando el rastro de la noche. Buscaba comprender la forma en que los antiguos moradores de mi ciudad se acercaban al misterio de la oscuridad. Hasta cierto punto es fácil encontrar material, sobre todo del siglo XVI en adelante. Se pueden estudiar las disposiciones hechas por el consistorio de la ciudad y por las reales cancillerías, danesas hasta el 1658 y suecas a partir de esa fecha. A petición de los residentes, se dictaron reglas y proclamaciones para asegurar la tranquilidad y el buen sueño en las largas noches de invierno. Se inquietaban los moradores de Lund principalmente por dos cosas muy importantes para ellos: la primera era la peligrosidad de los incendios, que amenazaba a diario las combustibles casas de madera y adobe, por el fuego de los fogones, antorchas y hogares. La segunda causa de preocupación era el riesgo de ser victima de un ataque en la oscuridad, perpetrado por algún malhechor oculto en las tinieblas. Y es que, en Lund, estas dos cosas eran bastante frecuentes. Los incendios tenían lugar durante todo el año pero especialmente durante los meses de otoño e invierno, cuando el frío y la oscuridad obligaban a encender hogueras y antorchas. Durante esos meses aumentaban también los casos de violencia, hurtos y atracos.

Para encontrar una forma de paliar los efectos nocivos de la oscuridad, los consistorios, idearon un sistema de guardias en las que los ciudadanos de pleno derecho estaban obligados a, siguiendo un sistema rotativo, participar en la seguridad de la ciudad, como guardafuegos y/o vigilantes. Me viene a la memoria el cuadro de Rembrandt “La ronda de noche”, pues, habiendo botaneado entre las fuentes del consistorio, encuentro una organización que se le asemeja. Se reunían ante la casa consistorial y uno de los tenientes de alcalde pasaba revista a eso de las ocho y media. Si alguno de los llamados para ese día no se encontraba presente, se le iba a buscar. A las nueve estaban ya las seis parejas de guardias distribuidos en sus distritos y los dos trompeteros-pregoneros se encontraban ya en la torre sur de la catedral en los soportales del ultimo piso dispuestos a tocar su trompeta y echar el primer pregón, el de las nueve, que traducido sonaba así, tras el toque de trompeta:

«Ahora cae el día, y la noche se derrama, perdona por el milagro de Jesús, nuestros pecados, oh Dios compasivo!  Protege la casa del rey y a todos los hombres de esta tierra, del poder y la violencia del enemigo.» Si el guardián de la torre descubría un incendio desde su altura, encendía una linterna roja que situaba en dirección al incendio y tocaba su trompeta, una señal si el incendio estaba al este, dos si era al norte, tres al oeste y cuatro señales si el incendio era en dirección sur. De esta manera, los bomberos podrían saber hacia dónde dirigirse. Además hacía sonar la campana mayor de la catedral, y el repique se intensificaría si el fuego aumentaba y viceversa.

Cada hora traía su pregón, desde las nueve de la noche a las cuatro de la madrugada, siendo esta ultima una especie de despertador general, por el cual la vida en la ciudad se despertaba para recibir un nuevo día. ¿Cómo podían dormir con los gritos y los trompetazos? Supongo que uno se acostumbra a todo, pero oír la trompeta y escuchar el pregón debía tranquilizar a los moradores, pues era señal de que todo transcurría en paz y sosiego, sin incendios ni altercados. Aquí me viene a la memoria algo relacionado con estos trompetazos, algo que yo viví hace algunos años y que nos puede dar una idea del efecto que podía tener en los ciudadanos el sonido de esa trompeta. Para eso nos iremos a la ciudad de Ystad, una ciudad que recomiendo al todo aquel que visite Suecia.

Ystad es una ciudad medieval del sur de Suecia, donde curiosamente se conserva hasta nuestros días la costumbre de tener a un señor encaramado en la torre de la principal iglesia y desde allí tocar las horas. Este trompetero (lurblåsare) no echa pregones, se limita a hacer sonar su vetusto instrumento. Cada noche durante todo el año, desde las diez y cuarto de la noche hasta la una de la madrugada, suena una señal larga y apagada, un tanto inquietante, sobre el centro de Ystad. Toca una vez cada cuarto y repite el toque en los cuatro puntos cardinales. Es el Guardián de la Torre en la torre de la iglesia de Santa María que proclama que todo está tranquilo en la ciudad, según una tradición centenaria. La función del Guardián de la Torre solía ser advertir a los habitantes de Ystad sobre visitantes indeseados por tierra o mar, o si comenzaba un incendio. Ystad es una ciudad costera que por cierto mantenía estrechos lazos de cooperación y amistad con Cádiz. Ya hemos metido la relación con España en el relato.

Llegamos a la ciudad mi compañera y yo con motivo de una conferencia y nos alojamos en un hotel que antaño había sido una industria cervecera y destilería de aguardientes. Nos fuimos a acostar bastante temprano, pues queríamos estar descansados a la mañana siguiente. De pronto sentimos un trompetazo seguido de otro y otro y finalmente de uno que se nos antojó más fuerte que los anteriores, como si estuviese tocando desde nuestro balcón. Nos sobresaltamos un poco, pero al fin pude recordar que esta costumbre existía en la ciudad, pero no sabía que seguían practicándola. Sentimos dos más, pero a la tercera ya nos habíamos dormido, tranquilos y con la certeza que estábamos a salvo de incendios o piratas. En Lund se oyeron por última vez las trompetas de los guardianes de la torre la Noche Vieja del 1904. Abajo un dibujo que representa al guardián de la torre de la catedral de Lund en su última sesión, la Noche Vieja de 1904, inmortadelizado por H. Erlandsson. El famoso cuadro de Rembrandt y una foto tomada por mí a eso de las cuatro de la tarde, hace un par de semanas.