Estaba yo sumido en uno de mis sueños, que últimamente son de lo más interesantes, todo hay que decirlo. Tan interesantes son, que empiezo a hacerme a la idea de que, al igual que Immanuel Swedenborg, pronto escribiré un “libro de los sueños”. Bueno, a lo que íbamos, estaba yo sumido en uno de mis sueños, cunado me percaté de que algo había ocurrido a mi alrededor. Dejé a regañadientes el sueño, pensando ilusamente que podría volver a el en otra ocasión, y me levanté de la cama sigilosamente para no despertar a mi compañera. Casi de puntillas me deslicé hacía la ventana, porque parecía que, lo que fuere, habría pasado en el jardín. Subí la persiana y descubrí el misterio: había caído la primera nevada del año.

La nieve para mi ha sido siempre algo especial, un premonitor de alegrías, una antesala de placeres, un espectáculo esencialmente espiritual. Ese manto blanco que va cubriendo todo silenciosamente, prestando belleza uniformadora a la cotidiana parafernalia urbana, esa tregua que ralentiza el tráfico y dificulta la marcha de los viandantes, ese fenómeno tan poco frecuente en Madrid, siempre me encantó. Recuerdo claramente la visión de grupos de jóvenes que marchaban alegres con sus esquíes camino de la estación, gorros de colores, botas con gruesas suelas, riendo y conversando, anticipando las sensaciones que iban a vivir en Cercedilla. A mí me los explicaba mi madre, porque yo no estuve nunca en Cercedilla en invierno. La nieve la veía desde la ventana, las raras veces que caía, y me apresuraba a bajar a la calle para hacer bolitas, las manos y las mejillas rojas, los guantes de lana mojados e inservibles, pero feliz y exaltado. Cuando caía la nieve en hora de clase, todos dejábamos de escuchar al profesor o de leer en nuestros libros, para mirar por la ventana como el patio se revestía de blanco, esperando nuestra avalancha.

La nevada más intensa que recuerdo de mi niñez es la de febrero de 1963. Nevó varias veces sobre Madrid y la temperatura llegó a bajar hasta los diez grados bajo cero. A mi ese año me salieron sabañones en las orejas. ¡Ay, cómo picaban! Yo llevaba un pasamontaña con orejeras, pero lo llevaba siempre desabrochado y, como había nevado tanto, que se podía improvisar un trineo con un tablón y deslizarse por una montaña compuesta por arena y gravilla almacenada para una obra enfrente de casa, yo me pasaba todo el tiempo libre subiendo la cuesta y deslizándome con el tablón, sin preocuparme el frío, sudoroso y como en trance. Pagué con el picor de los sabañones.

Aquí en Suecia me recibió la nieve ese nueve de abril en que llegué a Helsingborg, en sandalias, vaqueros y con una camiseta reforzada con una camisa de manga corta “para el frío”. Desde entonces me ha acompañado todos los inviernos, unos más y otros menos, pero siempre ha nevado, sobre todo en enero y febrero. Conducir por la nieve es algo que todavía me fascina, aunque requiere de toda la atención al volante. Curiosamente ocurren menos accidentes importantes en la nieve, seguramente porque el trafico transcurre más lento y la gente va más atenta al tráfico. Yo sigo con mi costumbre de cuando era pequeño de aprovechar cuando nieva para salir y sentirla. Mis paseos se alargan, porque quiero verlo todo; las calles, los parques, los lagos helados.

La Noche Vieja de 1978 empezó a nevar en Lund a las nueve de la noche, envolviendo todas las celebraciones, los cohetes y los brindis, en un espeso manto blanco, y a la mañana siguiente, cuando bajé a recoger el periódico, en mi casita de dos pisos, no pude abrir la puerta. La nieve llegaba al balcón del segundo piso y tuve que salir por allí. Mi barrio había desaparecido, sepultado bajo la nieve. El viento huracanado había creado montañas de nieve, bajo la cuales cientos de vehículos, coches, bicicletas etc. permanecían ocultos. Los vecinos andábamos por los tejados sin saber que hacer. Era tan difícil orientarse que un vecino se perdió camino de la tienda de comestibles y tuvimos que salir formando una cadena a rescatarle. Parece broma, pero es verdad. Mi coche pereció triturado por una quitanieves, una niña vecina me trajo la matricula para que me lo creyese, porque no daba crédito. El seguro me indemnizó rápidamente, así que yo pude traer mi nuevo coche y aparcarlo en un sitio bastante limpio de nieve. Por tanto, era yo el único que podía salir a hacer recados, porque no había otro medio de locomoción y el maquinista se negó a seguir quitando nieve, porque no sabía lo que había debajo. Yo iba a la tienda a comprar lo necesario, pero las existencias dejaron de llegar y todo se acabó, quitando alguna patata pocha. En los caseríos tenían que tirar la leche porque no llegaban los camiones a recogerla, parturientas tenían que ser transportadas en helicóptero o en vehículos del ejército, los bomberos no podían salir con sus camiones.  En fin, un caos. Pero para mis hijos, una experiencia inolvidable. La nieve construyo lazos de amistad entre los vecinos que aún duran.

Salgo hoy a caminar y a disfrutar de la nieve. En Lund no estamos tan acostumbrados a las navidades blancas, así que disfrutamos de ellas cuando vienen. No sabemos si este año será una de esas pocas navidades de postal, pero aprovecharemos mientras dure este temporal. Os dejo con algunas fotos de mi paseo de hoy.