Dicen que la historia no se repite. Yo les he dicho esta frase muchas veces a mis alumnos, pero ahora, no sé, no sé. Voy andando esta mañana de domingo. El viento sigue soplando, limpia las calles de las hojas muertas y me llena los ojos de lágrimas, que me nublan la vista. Al pasar por una calle estrecha, siento el olor característico del café recién hecho, y me trae un recuerdo muy querido, el recuerdo de la cafetería Sacher, en Viena, donde fui un día como hoy guiado por mi amigo Peter, vienés y escritor de docenas de libros de cocina.
Me contaba Peter, que la costumbre de beber café en estas cafeterías tan acogedoras que hay por toda Viena, de la que la Sacher es una de las más conocidas, sobre todo por la tarta de chocolate que lleva su nombre, viene de una guerra que, salvando todas las diferencias, se parece mucho a ala actual ocupación de Ucrania por Rusia. Entonces era el imperio Otomano el que trataba de invadir Austria, llegando a sitiar Viena, capital del Sacro Imperio Romano Germánico, en 1683.
El café era algo que, aún no siendo desconocido en Europa, dónde había llegado, como tantas otras cosas, entrando por Venecia, todavía era algo exclusivo y muy poco conocido fuera de Venecia o Londres, donde había llegado ya en 1650. Pero fue en 1683 cuando el café penetró en el corazón de Europa y allí se quedo para siempre, y todo por causa de una ocupación fallida.
El imperio otomano, cuyo esplendor ya llevaba siglos en declive al entrar en la segunda mitad del siglo XVII, decidió, bajo el liderazgo del gran visir Kara Mustafá Pachá, atacar el mismo corazón del Sacro Imperio Romano, sitiando su capital, Viena. El sitio comenzó el 14 de julio de 1683 y duró hasta el 12 de septiembre del mismo año. El ejército otomano había avanzado profundamente en Europa Central, amenazando el corazón del continente. Sin embargo, la resistencia vienesa, liderada por el comandante Ernst Rüdiger von Starhemberg, junto con la intervención de fuerzas polacas y aliadas, cambió el curso de la historia.
Las tropas polacas bajo el mando del rey Jan III Sobieski llegaron en socorro de Viena durante el mes de agosto, y el 12 de septiembre de 1683, en la Batalla de Kahlenberg, ahora un barrio vienés en lo alto de un morro de unos 400 metros las fuerzas combinadas polaco-austríacas lanzaron un contraataque decisivo contra el ejército otomano, levantando el asedio y asegurando la victoria. Este evento marcó el principio del fin del poder otomano en Europa Central y oriental y, como efecto secundario, popularizó el uso del café entre los europeos.
Después del levantamiento del cerco de Viena en 1683, las tropas polacas y austriacas, junto con sus aliados europeos, encontraron grandes cantidades de provisiones abandonadas por el ejército otomano, incluida una reserva de granos de café. Esta historia ha sido ampliamente difundida, aunque la exactitud histórica de los detalles específicos puede variar, pero mi amigo Peter me la contó con tantos detalles y con tanta vehemencia que yo os la cuento tal cual.
¿En qué se parece esta historia a lo que está ocurriendo en Ucrania? Diréis seguramente vosotros, con mucha razón. Pues, yo creo que Rusia hoy se parece mucho al antiguo imperio otomano. Como aquel, Rusia dispone de un territorio inmenso y una población heterogénea, dominada por los rusos étnicos. Una interpretación de sus necesidades estratégicas, basadas en la desconfianza del vecino, les hace a los rusos, como antaño a los otomanos, asegurarse de controlar los territorios fronterizos, pero parece que nunca se conforman. Lo ideal para ellos sería dominar el mundo. Como antaño los otomanos, los rusos se han quedado un poco atrás en el desarrollo técnico y sus ejércitos tienen mucho musculo y poco cerebro. Sus enemigos, el Sacro Imperio Romano, para los otomanos, y Ucrania y los antiguos países satélites de la Unión Soviética, para Rusia, son considerados como un peligro para la propia seguridad e integridad y por tanto son objeto de amenazas y ataques, con el fin de asegurarse “fronteras seguras”.
En ambos casos, el atacante tiene ante sí, no solo la resistencia del atacado, sino una coalición de vecinos dispuestos a ayudar con material y servicios de inteligencia y, en el caso que nos ocupa, el sitio de Viena, también con soldados, truncando así los planes del atacante. A día de hoy aún no sabemos si Macron hará realidad la amenaza de enviar tropas a defender Ucrania. Tampoco sabemos si Europa o la OTAN estará dispuesta a escalar su ayuda a Kiev enviando aviones o aumentando su ayuda militar. Pero, un poco si que se parecen estos sucesos históricos, quizás no tanto como para poder decir que la historia se repite, pero podría servir como advertencia a los mandatarios que repiten antiguos errores. Creo que el café nos habría llegado tarde o temprano sin necesidad de una guerra, aunque, hay que reconocer que la historia de como surgieron los cafés vienenses tiene su encanto.
A partir de 1683 los vieneses pronto comenzaron a abrir cafeterías, inspiradas en las kahve, las cafeterías otomanas que se habían vuelto populares en el Medio Oriente. Estos cafés, o «Kaffeehäuser» en alemán, se convirtieron rápidamente en lugares de reunión social, intelectual y cultural en Viena. La gente se reunía en estos establecimientos para disfrutar del café, discutir temas de actualidad, leer periódicos, jugar a juegos de mesa y socializar. Yo me imagino que será más fácil desarrollar ideas inteligentes en cafés que en tabernas, donde los productos que allí se consumen son más propicios a embrutecer que a iluminar. No olvidemos que la ilustración tuvo un tiempo un café como centro en Paris, fundado en 1686 por Francesco Procopio dei Coltelli, un inmigrante italiano. El Café Procope se convirtió rápidamente en un punto de encuentro popular para escritores, intelectuales, políticos y artistas durante el siglo XVIII.
Así como el Procope en Paris fue un lugar de encuentro para los ilustrados, los cafés vieneses se distinguieron por su ambiente acogedor, atrayendo a escritores, artistas, políticos, empresarios y académicos. Se convirtieron en puntos de encuentro importantes para el intercambio de ideas y la discusión de temas variados, lo que contribuyó al florecimiento de la vida intelectual y cultural en Viena. Aquí en Suecia tenemos todavía abierta la cafetería-bollería Sundberg, que yo suelo visitar cuando voy a Estocolmo, a pocos cientos de metros del palacio real, aunque es de finales del siglo XVIII. Por último me gustaría destacar que los cafés tuvieron una gran importancia para la propagación de ideas políticas, porque fue ahí donde se leían los periódicos, que se distribuían en cientos pero eran leídos por miles de lectores en los cafés. El café tiene por tanto un sabor de libertad y conocimiento. Un sabor de un mundo nuevo. Me resisto a creer que el sabor de la nueva sociedad pos-posmoderna es el de Red Bull, aunque este también nos haya entrado vía Austria.
Siendo Austria el primer lugar de penetración de una bebida procedente de otra cultura, como en su día lo fue el café, merece Red Bull algunos renglones en esta entrada. La bebida energética Red Bull fue creada por el empresario austríaco Dietrich Mateschitz en los años 80 inspirado en una bebida similar llamada Krating Daeng que descubrió durante un viaje a Tailandia. Krating Daeng se había convertido en una bebida popular entre los conductores de camiones y trabajadores manuales tailandeses debido a su capacidad para proporcionar energía y combatir el cansancio. Mateschitz apreció el potencial de esta bebida y decidió adaptarla al mercado occidental. Trabajó junto al químico tailandés Chaleo Yoovidhya, el creador original de Krating Daeng, para desarrollar una fórmula que fuera más atractiva para los consumidores occidentales. La bebida resultante, Red Bull, fue lanzada en Austria en 1987 y rápidamente se convirtió en un éxito, destacándose por su enfoque de marketing único y su asociación con eventos deportivos extremos y actividades de estilo de vida juvenil. A través de estrategias de marketing innovadoras y patrocinios de eventos deportivos y culturales, Red Bull ha logrado establecerse como una de las bebidas energéticas más populares y reconocibles del mundo. De la misma forma que yo siempre andaba con mi taza de café, mis estudiantes iban con sus latas de Red Bull.
En cualquier caso, el café es una bebida que, en mí, al menos, funciona de manera que consigue despertarme a la vida en cualquier instante en que su exquisito aroma me llegue a la nariz. Puede se por la mañana, al levantarme, si un alma generosa se ha preocupado en poner la cafetera, que el aroma profundo y prometedor me despierta completamente. Cuando impartía clases, llevaba mi taza de café conmigo a todas partes, al aula, a las reuniones del claustro, a mi despacho. Ahora, mi última taza es una reliquia que guardo con cariño. Es una taza hecha expresamente para conmemorar la apertura de la primera escuela sueca en España, la de Madrid, hace ahora 80 años. La historia de esa escuela-instituto escandinavo, fundado en Madrid en plena segunda guerra mundial y en la España de Franco, también tiene una historia, que os contaré más adelante. Mi amigo y antiguo director, Håkan Flycht, fue director de esta escuela a principios de los años 90 y yo heredé su taza. Os dejo con mi taza.
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