Llueve como si toda el agua del mar se hubiese concentrado en una nube sobre mi ciudad y cayera ahora sobre las calles y jardines por donde voy caminando. No es un agua fría, pero me va calando poco a poco. No voy vestido para este diluvio, pero ya no hay marcha atrás. Tengo que seguir mi paseo, aunque acelero el paso, en un vano intento de mojarme lo menos posible. Al cruzar las calles, tengo que salvar profundos charcos y los coches, al pasar, levantan muros de agua a su alrededor. Voy pensando en lo que he escrito sobre nuestro camino hacia Los Ángeles y recapacito en que era el año 1984, el mismo que George Orwell eligió como escenario de su obra «1984» en la que desarrolló varias ideas y conceptos que han resonado y se han manifestado en diversas formas en la sociedad contemporánea. Era el libro para releer ese verano y yo lo tenía como libro de cabecera mientras preparábamos la carrera, especialmente desde el momento que supimos que íbamos a participar en los juegos universitarios de Greifswald, en la Alemania del este.

Yo había viajado en diferentes ocasiones y en varias funciones, nunca como turista, por el este de Europa. Yo sabía muy bien que el estado en esos países vigilaba a sus ciudadanos de una forma que nosotros creíamos nunca pasaría en el mundo occidental. Ahora parece que ese mundo de control nos ha arroyado al abrirse el telón de acero. Es como si una avalancha de control policial hubiese conquistado hasta los últimos reductos de las sociedades liberales de occidente. Es fácil reconocer la constante vigilancia y control de los gobiernos sobre los ciudadanos. En la actualidad, la proliferación de cámaras de vigilancia, la recopilación masiva de datos por parte de gobiernos y empresas, el seguimiento digital a través de internet y redes sociales y la pérdida de privacidad y omnipresencia del estado y corporaciones en la vida privada de las personas, nos parece parte de la normalidad de nuestras vidas.

Orwell describe en su novela el Ministerio de la Verdad, encargado de reescribir la historia y manipular la información para controlar la percepción de la realidad de la población. En el mundo actual, la desinformación, las noticias falsas, la propaganda y la manipulación de medios de comunicación y redes sociales son fenómenos que reflejan esta preocupación por el control y la distorsión de la verdad. También describe en 1984 algo que él denomina «neolengua», una herramienta para limitar el pensamiento crítico y la capacidad de los individuos para cuestionar el régimen. En la actualidad, vemos cómo ciertos discursos políticos, campañas publicitarias y estrategias de comunicación pueden intentar simplificar, distorsionar o manipular el lenguaje para influir en la opinión pública y controlar el debate político y social. En la novela, el control social se ejerce no solo a través de la vigilancia, sino también mediante el miedo, la represión y la eliminación de cualquier forma de disidencia. Hoy en día, aunque en muchas sociedades existen mayores libertades, o al menos lo suponemos, también hay muchos ejemplos de gobiernos autoritarios que utilizan tácticas similares para mantener el poder y suprimir la oposición. El concepto del «doble pensar» en «1984», donde las personas son capaces de aceptar simultáneamente dos creencias contradictorias, puede ser visto en la actualidad como la forma en cómo algunas personas y grupos manejan y justifican información contradictoria para mantener sus ideologías o creencias. Aunque Orwell no podía prever específicamente la tecnología moderna, su visión de una tecnología utilizada para el control y la vigilancia se refleja en el uso actual de la inteligencia artificial, el reconocimiento facial y los algoritmos de seguimiento de comportamiento. Pensando esto bajo la lluvia, me estremezco levemente; será por la lluvia que me está enfriando al fin o por las perspectivas tan oscuras, que el recuerdo de la novela me revela, será una combinación de las dos cosas, supongo.

El entrenamiento para las olimpiadas requirió mucha preparación, deportiva y logística. La preparación deportiva consistió en recomenzar un periodo de entrenamiento duro para ir soltando sucesivamente hasta llegar al día elegido para la carrera de la maratón olímpica, que fue el 12 de agosto. La idea era ir preparado para unas condiciones mucho más adversas de las que había gozado en la carrera de Westland, temperatura ideal de unos 10 grados en el 7 de abril, en Maassluis. En los Ángeles esperábamos encontrar una temperatura mucho más alta y una humedad molesta. Las 2h 17´49´´ serían difíciles de repetir sin una buena preparación, pero yo sabía que, con una marca similar, Rodrigo podría alcanzar un buen puesto en la clasificación, lo que así fue, se vería el día de la carrera. Era preciso “foguearse” en carreras duras en las que participasen competidores al poder ser superiores en su capacidad, y por tanto elegimos sin dudar participar en los juegos universitarios de Greifswald ese verano.

Para aquel que no conozca esta pequeña ciudad alemana, le diré, que tiene un carácter típicamente báltico, con sus casas de estilo renacimiento nórdico. Una fotografía contemporánea de la plaza central de la ciudad Platz der Freundschaft (Plaza de la Amistad), que acompaña este texto, lo muestra claramente. Más adelante explicaré algunas experiencias vividas en la plaza. La delegación sueca, léase nuestro pequeño grupo, partió en barco desde la ciudad de Trelleborg, en el sur de Suecia, a Rostock y de allí, en tren, hasta Greifswald. Pasar la frontera, en el puerto de Rostock no era moco de pavo. En un puesto fronterizo con soldados impávidos, rígidos y ceñudos, nos preguntaron bruscamente: “Waffen, Munition, Literatur?” – Los guardias nos miraban con expresión inquisitoria y, el periódico que yo llevaba para leer durante el viaje, se quedó requisado en la frontera, como también un libro de texto, que uno de nuestros compañeros, estudiante de magisterio, había metido en el bagaje para estudiar en el tiempo libre entre entrenamientos y carreras. El régimen comunista de la DDR, temía a la literatura más que a las armas.

En la foto de abajo se ve la plaza, según estaba ese verano de 1984. El centro de la ciudad era antiguo, con sus casas pintorescas concentradas como en racimo, en torno a la plaza y las calles adyacentes. El resto de la ciudad estaba construido en el estilo brutalista de los 60, con construcciones de poca calidad y un aspecto gris y triste. Olía a carbón y a col. Carbón, que era el principal combustible y col, que era la principal vianda. Pequeños coches Trabant, con su carrocería de plástico y motor de dos tiempos, cruzaban de vez en cuando las calles, dejando un rastro de humo azul sucio y un fuerte olor a gasolina mezclada con aceite. Los agraciados que poseían un vehículo, lo cuidaban como si de un ser vivo se tratase. Los domingos por las mañanas, se veía a muchos padres de familia lavar y limpiar el coche y prepararlo para la salida al campo o a la playa.

Nada más llegar, nos esperaba una pequeña delegación, compuesta por un señor de mediana edad, que llevaba una insignia en la solapa con el símbolo de la bandera de la DDR, y una muchacha joven, rubia y lozana, vestida de paisano. Sonrientes, nos dieron la bienvenida, él en alemán y ella en inglés. A mí, como entrenador y “jefe” de la “selección” sueca, me dieron un sobre con una cantidad de papeles para leer, todos en alemán, como era de esperar, y un sobre aparte que contenía unos marcos en billetes viejísimos y manoseados. La cantidad nominal no la recuerdo ahora, pero el poder de adquisición de ese dinero, que se suponía debería cubrir nuestros gastos personales, aparte de la estancia y las comidas. Firmé los documentos, que la chica entregó al delegado-funcionario-político o lo que fuera, y emprendimos la marcha, siguiendo a la rubia, que nos llevó a un edificio grande y destartalado, que era una de las viviendas de estudiantes. Por el camino, nos fue contando nuestra anfitriona, que ella era estudiante y que había recibido el encargo del partido de ser nuestra guía y compañera durante nuestra estancia y, verdaderamente, Inga, que así se llamaba nuestra azafata, cumplió a rajatabla con su misión. A mí en concreto, apenas me dejaba ir al baño sin su omnipresente y, casi siempre, agradable escolta. Comprendimos que el papel de la chica era acompañarnos y llevarnos por donde los mandatarios de la ciudad consideraban que era visitable y, al mismo tiempo asegurarse, de que no hablásemos con nadie que nos pudiera dar una imagen diferente de la realidad sobre la vida en la DDR.

Todas las comidas nos eran servidas en un gran restaurante universitario, servidos por camareros yugoslavos, rumanos y búlgaros. Curiosa casualidad, que los trabajos considerados como menos importantes y por tanto menos atractivos, recaían sobre ciudadanos de las repúblicas más pobres del “segundo mundo”. La comida era siempre poco sabrosa pero abundante y, al parecer, por el apetito con que se la comían los de las otras delegaciones de países comunistas, de mejor calidad que los que era habitual. Ocupábamos siempre la misma mesa, y nuestra azafata estaba siempre allí, para explicarnos lo que comíamos y contestar a nuestras preguntas sobre la vida de los universitarios. Con el dinero local que teníamos no podíamos comprar casi nada en las tiendas, bastante peladas; algunas galletas y pare usted de contar. En una tienda especial, se vendía cerveza, chocolate y bebidas alcohólicas de conocidas marcas internacionales, peros solamente utilizando dólares o marcos de la Alemania Federal. El problema era que había que declarar todo el dinero que entraba en el país, e igualmente a la salida, por lo que era complicado para los extranjeros que quisieran comprar algo en esas tiendas. Los clientes de esas tiendas eran sin embargo, políticos y potentados locales que, de forma misteriosa (para sus ciudadanos) tenían buenos fondos en moneda extranjera. Allí, en Alemania del este, todos eran iguales, pero algunos eran más iguales que otros.

Nosotros, la verdad, no llorábamos por no poder comprar cerveza, porque vivíamos bastante como monjes cartujos, en cuanto a la comida y la bebida se refiere. Tratábamos de mantener nuestra dieta, con los hidratos de carbono y las proteínas estrictamente necesarios, sin excesos de ninguna suerte. Entrenábamos duro, yo también, porque les acompañaba en todos los entrenamientos y funcionaba como “liebre” en los intervalos. Pesábamos Eduardo, Rodrigo y yo 58 kilos de nada. La foto bastante borrosa, tomada justo después de la carrera de 5000 metros, os muestra a los tres, así como estábamos el verano de 1984. Un viento fuerte nos podía llevar volando como hojas secas, pero nos sentíamos fuertes. No se puede negar que la velocidad de carrera está relacionada con el peso y la relativa fuerza muscular, sumado todo a una buena disposición biodinámica y la capacidad de recuperar el tono muscular en el menos tiempo posible. Es una cñas ombinación de genes y trabajo duro, la que hace que algunos atletas lleguen a alcanzar buenas marcas. Además, hay que cuidar lo que se come, dormir las ocho horas o más y tratar de tener una mente libre de problemas, cosa que es más fácil decir que hacer.

Las competiciones duraron tres días y nosotros no corrimos hasta el último día y fuimos la última actividad en la pista, antes de la clausura. Los días anteriores habíamos estado yendo y viniendo al estadio, cundo no estrenábamos en un pequeño estadio adyacente o por un parque cercano. Por las tardes, queríamos ir a ver la ciudad y nuestra guía nos llevaba siempre por los mismos caminos. Al principio, la conversación con ella era muy formal y bastante corta, pero, según pasaban los días, comencé a hablar un poco más informal y hasta un poco, podía decirse, de forma amena. Como yo siempre iba a su lado, reparé en sus zapatos viejísimos y rotos, que parece que los había cogido directamente de un container de basura. Hacía un contraste brutal con su traje pulcro, con americana azul y falda beige. Siempre llevaba el mismo atuendo. La melena rubia y cuidada, las manos blancas con uñas bien cuidadas, adornadas con un reloj de pulsera muy antiguo, que me recordaba el de mi abuela. Había algo triste en su mirada.

Llegó al fin el día de la prueba, en la que íbamos a participar. Para nosotros no era una prueba importante, simplemente un entrenamiento duro, en el camino del gran día olímpico. Como la clausura estaba programada para después de nuestra carrera, el estadio estaba lleno de atletas y público. La verdad es que el ambiente se parecía un poco a lo que esperábamos en Los Ángeles o, al menos, eso querían mostrar los políticos y organizadores de estos juegos universitarios durante los cuales, habíamos presenciado resultados impresionantes, sobre todo en los saltos y las competiciones de técnica como lanzamiento de disco, peso y martillo, pero también en algunas carreras cortas, sobre todo en 200 y 400m, en especial en las féminas. A juzgar por los resultados, estos juegos no tendrían nada que envidiar a los juegos olímpicos, al menos en atletismo.

La carrera en sí fue multitudinaria y muy rápida. Yo no he corrido nunca entre tanta gente rápida. Los treinta y pico corredores nos lanzamos como si nos fuera la vida en ello. Yo corría todo lo que podía, siguiendo la espalda de Eduardo, que se iba alejando inexorablemente por cada paso. Rodrigo iba más adelante, tratando de no quedar descolgado de los diez o doce corredores que formaban la cabeza del pelotón. Yo esperaba tener a alguien detrás, pero no quería ni podía mirar atrás, porque iba al límite de mis fuerzas. Con el ruido de la gente y el esfuerzo, no oía mis pasos, corría yo como en un sueño, me dejaba llevar y conseguí que solamente los mejores me diesen una vuelta de ventaja. Rodrigo llegó a la meta entre confuso y contento, por una buena marca, pero por tener tantos corredores delante. Eduardo exuberante, por haber alcanzado su, hasta entonces, mejor marca. Yo descubrí que no había quedado el último, que ya era algo. Habíamos logrado lo que queríamos. Ahora, retornaríamos a Suecia a terminar la preparación, ya con Rodrigo seleccionado y la cuestión económica solucionada por el contrato de Reebock. Eduardo lleva aquí, en la foto borrosa de Greifswald, la camiseta del Reebock Racing Team, mientras Rodrigo y yo, vestimos la camiseta del equipo universitario de Lund, LUGI, Asociación de Atletismo y Gimnasia de la Universidad de Lund (Lunds Universitet Gimnastik och Idrottsförening).

Nos quedaba un día para recorrer la ciudad e ir a la playa. La playa más cercana a Greifswald,  es la playa de Eldena, que se encuentra en el distrito de Eldena, a unos pocos kilómetros al sureste del centro de la ciudad. Esta playa está situada a orillas del río Ryck, cerca de donde desemboca en el mar Báltico, y es un destino popular tanto para los residentes locales, cerca de las ruinas de un antiguo convento. Fuimos por la mañana y no era precisamente un día de playa. Pero pasó algo que sin proponérselo nadie, nos dio una lección de por qué el régimen comunista había fracasado y estaba a punto de caer. Pensemos que en 1984, nada parecía predecir que todo se vendría abajo en sólo seis años. Bueno, pues lo que ocurrió es que, mientras estábamos aburridos pasando el tiempo hasta regresar a Greiswald, una pequeña camioneta, que parecía sacada de una película de blanco y negro, llego entre estruendos del motor y pitidos del claxon, y aparcó junto al paseo marítimo. De pronto, surgieron personas de todas las edades que corrían hacia la camioneta, y nosotros, claro está, curiosos de saber que es lo que pasaba, corrimos también. Lo que vimos es simplemente cómo estos alemanes casi se pegaban por llevarse algo de la carga de la furgoneta, que eran fresas. Fresas, que parece que eran tan escasas como los mirlos blancos, porque entendimos que pagaban muchos de sus marcos por hacerse con una bandeja. Nosotros invertimos todo nuestro capital, o casi, en comprar dos bandejas, que nos repartimos y saboreamos, como si fuese maná.

Y, es que, en estos países comunistas, faltaba de todo. Todos tenían trabajo, faltaría más, porque el trabajo no era un derecho sino un deber. Todos tenían un alojamiento, más bien pequeño y con pocas comodidades, pero asequible. Todos podían estudiar, si valían para ello, porque se cultivaba el elitismo en todo, también en el deporte, así que no había gente que se dedicase a hacer deporte a media jornada, como yo, por ejemplo, sino que eran elegidos a muy temprana edad, los que despuntaban y prometían. Todo esto se conseguía a cambio de perder todo tipo de intimidad o privacidad. La sociedad comunista controlaba todas las actividades y, una red de espías semioficiales, controlados por El Ministerio de la Seguridad del Estado, (Ministerium für Staatssicherheit) más conocido como Stasi. El informador podía ser la portera de la casa, el vecino, el hijo o el padre, la novia, el profesor, el tendero o cualquiera, que tuviese información que compartir con Stasi sobre un conocido, cliente o pariente. La información era moneda de cambio para encontrar un mejor trabajo, acceder a una mejor vivienda o comprarse un coche, por ejemplo. En 1984 el “1984” de Orwell ya estaba allí en la práctica. Pero había algo que hacía saltar todos los protocolos de calma y recelo; la posibilidad de comprar algo de lo que hubiese escasez, en este caso de fresas. Campesinos, que podían tener un pequeño huerto para cultivar en su tiempo libre, producían alimentos que escaseaban y los vendían fuera del mercado oficial de abastos al precio que los clientes estaban dispuestos a pagar, como en el más puro capitalismo.

Los alemanes del este vivían en la frontera con “el mundo libre”. Familiares y amigos vivían en la Alemania Federal a pocos kilómetros, en otro mundo que para ellos parecía completamente diferente, lleno de comodidades, productos, posibilidades. No pensaban en que en el mundo libre había que luchar en una concurrencia que muchos no tenían fuerza para participar con éxito. En ese mundo había posibilidades, pero también peligros, que no conocían o no querían conocer. Muy pocos obtenían permiso para salir de DDR. En la fiesta que nos dieron a los atletas participantes tras la clausura, y en la que todo el mundo se emborracho, bebiendo de una forma que yo, ni antes ni después había visto y menos participado, conocí a un corredor de fondo, que había quedado tercero en la carrera y hablaba un español impecable. Me contó que el quería salir de DDR pero que no le dejaban salir, sino era para ir a otros países del este o a Cuba, que ya había visitado en varias ocasiones, como traductor e interprete en visitas oficiales. El español lo había aprendido en Greifswald, donde había muy buenas instituciones y escuelas de idiomas, como veremos más adelante en otra entrega que pienso hacer con motivo de la caída del comunismo.

Este chico me preguntó, si yo podría invitarle a Suecia, un país que la DDR calificaba como amigo y con el que tenían bastantes contactos culturales y económicos, para desde allí intentar viajar a Alemania Federal, donde él, como muchos otros, tenía parientes. Yo le dije que conocía a los organizadores de la maratón de Malmö, que yo había corrido dos años atrás y que la organizaba el club de atletismo de la policía. El maratón se correría en el otoño, así que quedaba tiempo para todos los tramites pertinentes. Yo, por mi parte, me apresuré a preguntar en Malmö y conseguí que le enviaran una carta oficial de invitación a él, personalmente, para participar en la maratón. Pero, tras meses de espera, le denegaron la autorización y no pudo salir. No le volví a ver hasta el 1992 y ya él había dejado de correr pero se había ido a vivir a Barcelona.

Volviendo a la fiesta, tuvo lugar en una especie de discoteca, donde había sillas y mesas de madera rustica y una especie de quiosco en una esquina de la enorme sala tenebrosa, alumbrada por algunas pequeñas lamparitas que a duras penas nos dejaban ver las caras de la gente con quién hablábamos, o más bien gritábamos, para ahogar la música ratonera que salía de los roncos altavoces. Desde ese pequeño quiosco, parecido a las taquillas del metro antiguas, se expedían las dos únicas bebidas de que estaba dotado: vodka y cerveza. Tanto el vodka como la cerveza en botellas de medio litro, que todos llevaban en sus manos y de las que daban buena cuenta, antes de empezar a moverse, en algo que quería emular un baile y que terminaba en saltos y griterío. Cada uno podía vistar el quiosco cuantas veces desease y vi a más de un atleta olímpico (en Moscú 1980) sentado en el suelo medio inconsciente. El alcohol era la gran droga del este. Todo el mundo bebía, aquí no había excepciones ni en los deportistas. Bebían en su tiempo libre y en todas las ocasiones, una costumbre heredada de los rusos y a la que estos siguen atados, aunque el estado a tratado de frenar subiendo los precios, la única razón por la que los rusos podrían hacer una nueva revolución, así que Putin los bajo. Os dejo aquí. Seguiré más adelante, que ya se aproxima París.