Yo no he sido nunca un amante de la gimnasia. Simplemente con acercarme a la sala empezaba a sentirme mal. En el vestuario me movía lentamente, como para acortar el tiempo en la maldita sala. Hasta allí llegaban los ecos de la actividad de la clase que nos predecía. Se oían risas, golpes de balón en el parqué, estruendos metálicos y la voz ronca del profesor, dando órdenes a voces, despidiendo a la clase. Mis compañeros se apiñaban a la entrada para aprovechar lo más posible el tiempo muerto hasta que empezará la clase. Ese tiempo en el que podíamos usar todo a nuestro antojo, corretear jugando, dar patadas a un balón. Todos se apresuraban, menos yo. Yo entraba despacio, me sentaba a esperar en uno de los bancos de madera que se usaban para hacer ejercicios y pedía por dentro que pasase algo, lo que fuera, que interrumpiese la lección o la retrasase. Pero eso casi nunca sucedía.
No, a mi la gimnasia no me gustaba nada. Formar en fila y, a golpe de pito, hacer una cantidad de movimientos con nombres raros, todos sincronizados, todos tiesos como palos con caras serias, las camisetas blancas, los calzones azules, descalzos. Los aparatos de tortura esperaban amenazantes; el plinto, el potro, el caballo, la escalera horizontal, las espalderas, las cuerdas; la lisa y la de nudos, en fin, aparatos todos dignos de la inquisición. Había que saltar el potro, siempre muy alto, y yo sabía que me trabaría y me trababa, con las risillas de los compañeros como alfileres por toda mi alma. Había que dar volteretas sobre el plinto, yo que no daba volteretas en el suelo siquiera; más risas. ¡Vuelve a intentarlo! ¡Ponte al final de la fila y vuelve a intentarlo! – gritaba el energúmeno de profesor que teníamos, gimnasta de élite, que no comprendía por qué un chico con dos brazos y dos piernas, no pasaba el potro en volandas o no volaba sobre el plinto.
Gimnasia sueca, llamaban a esa tortura. Gimnasia infernal, diría yo, que me imaginaba Suecia como las Calderas de Pedro Botero, y a este potentado como el padre de la invención. La verdad, a mi me salvo el vivir en un quinto piso sin ascensor, Aunque parezca mentira yo, desde muy temprana edad, ejercitaba mis piernas y mi oxigenación subiendo y bajando cien escalones de madera, por lo menos cuatro veces al día. Y, claro, yo tenía en mis piernas un tesoro sin descubrir. Ocurrió un día frío de febrero que el profesor de gimnasia, don Luis, creo que se llamaba, se acercó a mi con una cara que no le había visto hasta entonces. Me parece recordar que hasta sonreía un poco. Me dijo: “Se avecina el Dos de Mayo y, tenemos que participar en las celebraciones del heroico día en el estadio de Vallehermoso. Tu clase hará una exhibición de gimnasia y, como a ti no te gusta mucho la gimnasia sueca, he pensado que puedes representarnos en la carrera pedestre de tres kilómetros que tendrá lugar a la vez.” – Me lo decía a mi porque la carrera no le importaba mucho; llevando a alguien quedaba bien y siempre podía achacar un mal resultado a que yo era un niño “crudito”, como el solía decir. Puso un dorsal de tela en mis manos y me dijo: “No nos dejes mal, Martín, ¡sabes que llevas la honra del colegio y de tu clase a las espaldas!, y se alejo con una sonrisa de complicidad dedicada a mis compañeros de calse que me miraban incrédulos y socarrones.
Se suponía que, los días de clase, mientras mis compañeros volaban sobre el potro y el plinto y hacían cientos de ejercicios y movimientos casi de ballet, yo debía entrenarme corriendo algunas vueltas a la pista de atletismo que teníamos a la intemperie. Hiciera sol o calor, se suponía que yo tenía que correr durante la hora de la gimnasia. Yo lo intentaba, pero nadie me decía como tenía que hacerlo, qué ritmo llevar o como fortalecer las piernas. Yo lo hacía a mi manera y corría como un potrillo, hasta que el ácido láctico me rezumaba por las orejas y algo parecido al rigor mortis se apoderaba de mis piernas. Así iban pasando las semanas mientras se acercaba esa situación desconocida y yo seguía entrenándome lo mejor que sabía y podía.Llegó al fin el día de los eventos y yo me fui de casa con la ropa de gimnasia ya puesta, mis zapatillas blancas con suela de cáñamo completamente planas, mi dorsal (no recuerdo el número, pero sí estoy seguro de que tenía cuatro cifras) de tela sujeto a la camiseta con cuatro imperdibles, cada uno de un tamaño.
Cuando llegué a la puerta del estadio ya estaba la clase formada. Se oía música, que luego supe que se trataba de la agrupación de coros y danzas del frente de juventudes y la sección femenina. Jóvenes grandotes vestidos con trajes regionales. Desde fuera se iban agrupando los colegios con sus representantes, precedidos de un abanderado. A mí me cogió un señor que yo no conocía de nada y me llevo a un lugar cercano, donde ya se encontraba un centenar o más de niños de mi edad, nueve o diez años. Los había de todas las hechuras y todos los tamaños; altos, bajos, flacos y gorditos. Yo era del montón, ni muy alto ni muy bajo, más bien delgaducho. Por un altavoz nos explicaron que nos trasladaríamos a pie hasta el punto de partida de la prueba y que nuestra llegada marcaría el fin de la celebración. Empezamos a caminar tras unos señores que vestían chándales azules y mientras caminábamos íbamos dejando atrás la música y los altavoces. Los únicos sonidos que nos acompañaron todo el camino fueron nuestras pisadas y las risas nerviosas de algunos participantes. Yo no conocía a nadie en ese inmenso rebaño numerado. Me parecía vivir una pesadilla y sentía un retorcijón en el estómago.
La espera se me hacía muy larga. Me parecía que llevábamos horas esperando, apiñados, silenciosos los más, aunque algunos bromeaban sobre la carrera y unos cuantos decían que fácil les iba a ser ganar. Yo apreté como pude por ponerme lo más adelante posible, pero nio llegue a la primera fila, donde los más aguerridos y fuertes ya se preparaban para la salida codo con codo, sin dejar pasar a nadie. Un señor bajito con camisa azul, chaqueta blanca y el pecho lleno de condecoraciones levantó de repente la voz. Me di cuenta qu en la mano llevaba un revolver. “Muchachos” – “vais a participar en la carrera pedestre, el evento que cerrará esta celebración y todo el mundo en el estadio estará esperando al triunfador. Seguramente vuestros padres, profesores, hermanos y amigos estarán ansiosos de veros llegar a la meta. Sabéis que con esfuerzo y coraje podemos conseguir todo lo que nos propongamos.” – hizo una pequeña pausa, mientras casi todos nos mirábamos los zapatos – “La vida es una carrera y, quién esté dispuesto a desempeñar la misión que le sea encomendada, sin escatimar esfuerzo, siempre será recompensado. Todos no podéis ganar, pero todos debéis intentarlo, con todas vuestras fuerzas.” – aquí se oyeron algunos tímidos aplausos de algún pelota mientras, el minúsculo potentado alzo la mano que empuñaba el revolver, y dijo en voz alta y algo aguda: “Preparados” – una pausa que se me hizo muy larga – “Listos” – aquí la masa de niños temblaba como un flan en una mesa coja – “Pum” – el tiro se oyó claramente pero no tan fuerte como yo esperaba. Los de la primera fila salieron veloces casi todos, aunque algunos que estaban allí gracias a su volumen se quedaron rezagados tras unas cuantas zancadas mal controladas. Desde atrás venían algunos como balas, empujando y codeando, “! Quita, quita!” – chillaban – “Pasmao” – me espetó un pelirrojo malencarado.
Yo trataba de abrirme paso zigzagueando como podía, a veces tocando una espalda para no pisar los talones de algún chico que empezaba a flaquear. Se veía que muchos habían creído estar en mejor forma de la que estaban, o no sabían lo que era correr tres kilómetros. Yo sí lo sabía. Yo había entrenado, a mi manera, pero lo bastante como para saber que se podía salir disparado, como para correr cien metros, porque entonces no se podía continuar y había que parar o bajar la marcha. Ya iba pasando a muchos, aunque todavía no podía ver la calle por todas las espaldas ante mis ojos. Poco a poco iba pasando a docenas de chicos que soltaban y cambiaban el paso a un trote lento o paraban sin más. Oí una voz que me animaba gritando mi nombre: “Vamos, vamos, Martín. Ya queda poco. Vas muy bien” – No reconocí la voz y no tenía fuerzas para buscar de dónde procedía. Mis fuerzas me valían para seguir corriendo, justo eso. Ya se oía la música desde el estadio y eso me dio fuerzas para sacar un cambio de marcha. Iba pasando muchos chicos que intentaban seguirme sin conseguirlo y, de pronto, la puerta del estadio estaba allí. Delante tenía yo una decena de chicos que luchaban por llegar primeros a la meta. La música, los ruidos, los gritos de los presentes el las tribunas, hacían que yo no sintiese el cansancio. Con un último esfuerzo crucé la meta y un hombre mayor me paró y sostuvo mientras gritaba al grupo de funcionarios: “tercero” – y el numero que yo llevaba en el dorsal que ahora solo pendía de dos imperdibles. Cuando me soltó, di unos pasos vacilantes hasta el césped y me tiré boca arriba. ¡Tercero! Me lo repetí muchas veces para creérmelo, pero quedó corroborado cuando el profe, con camiseta de tirantes blanca y pantalones del mismo color se agacho para cogerme en vilo y levantándome, sentarme sobre sus hombros. “Tienes premio, Martín” – “Eres un campeón”.
Esas palabras fueron mi mejor premio. ¡Don Luis me llamó campeón delante de toda la clase! Al llegar a casa me esperaba otro premio. Algunas vecinas con sus hijos se habían juntado en el comedor de mi casa y me estaban esperando para felicitarme. Allí supe que la voz que me jaleaba por el camino era la de una joven vecina, Isabelita, la del cuarto derecha, que había ido a ver a su novio y salió a ver la carrera. Al llegar a casa se lo fue a contar a sus padres, que se lo contaron a mis padres, que a su vez lo propagaron, como si se tratase de una declaración de guerra o un premio de la lotería. Esa tarde y esa noche fueron mi propio Dos de Mayo, solo que, a diferencia de Daoíz y Velarde, la cosa terminó bien para mi. Ya nadie me obligaría a saltar y dar volteretas y pasaría las horas de gimnasia entrenándome, pero desde entonces, con un programa de entrenamiento que el profe me escribía. Me puso de mote Zátopek y yo tan contento.
Bueno, y diréis, ¿para qué nos cuenta Martín esta batallita? ¿No iba esto a ir de connotaciones históricas que tengan que ver con Suecia, Lund y su universidad, España? Pues sí, querido lector o lectora, de eso va. Porque el que inventó la gimnasia sueca fue un sueco afincado en Lund como profesor y gran maestro de de esgrima y danza, el insigne Pehr Henrik Ling. Este señor nacido en Småland, al norte de Scania, en 1776. Con diecisiete años comenzó sus estudios en Lund, pero pronto se traslado a Estocolmo, donde siguió estudiando, para mudarse a Copenhague en 1799, donde entró en contacto con el gurú danés de la gimnasia, Franz Nachtegall. Al mismo tiempo se puso en contacto con uno de los grandes promotores del movimiento escandinavita, el también danés Adam Gottlob Oehlenschläger. Ling, que era muy enclenque, empezó a entrenas en el gimnasio de Nachtegall y tomó lecciones de profesores de esgrima franceses que se encontraban en Copenhague como exiliados. Ling fue convirtiéndose en un atleta y, al regresar a Lund consiguió el puesto de profesor de esgrima en la universidad. En Ling se juntaron la ambición de servir a su patria con la certeza de que un cuerpo bien entrenado podía resistir mejor las enfermedades. Una mente sana en un cuerpo sano (“mens sana in corpore sano”) se había dicho desde que el autor romano Décimo Junio Juvenal lo escribiese, pero Ling lo puso en practica creando un sistema de gimnasia, que con el tiempo, llegó a España. Recomiendo dos fuentes esenciales para el estudio de la gimnasia sueca en España.
Os contare que este Ling consiguió formalizar los estudios de los profesores de gimnasia, creando un instituto en Estocolmo que aún en nuestros días educa a los futuros profesores de enseñanza física suecos. Le sobró tiempo para hacerse un nombre como poeta y cofundador del movimiento naciona sueco (Göticism) y para conseguir una importante fortuna, que invirtió en ladrillo. Mañana os contaré más cosas de este Ling y de sus interesantes amigos de Lund. Por las cosas de la vida, me tocó comprobar que la gimnasia sueca no era un invento diabólico y que Suecia no era el infierno, y aquí sigo. En la foto de abajo os pongo el actual monumento a Ling en el parque de la ciudad y el edificio donde impartía sus clases de esgrima a los atolondrados estudiantes que, según el lema de la universidad de Lund siempre debía estar dispuestos a empuñar las armas y los libros, según fuese necesario (“Ad utrunque paratus”).
Para estudiar la gimnasia sueca en España; https://bibliotecadigital.jcyl.es/fr/catalogo_imagenes/grupo.do?path=10067840
https://www.toledo.es/wp-content/uploads/2019/01/revista-archivo-secreto-7-parte-01.pdf
Deja una respuesta