Hoy llueve como no ha llovido nunca, al menos que yo recuerde. Empezó a llover ayer y no ha parado ni un momento. Además, sopla un viento muy fuerte que se carga todos los paraguas y hace volar los gorros, pero a mi no me para. Yo salgo a pasear haga el tiempo que haga. La ruta hoy va por la ciudad, por las calles y plazas, hoy desiertas, por las que he caminado tantas veces y, al pasar frente a la Casa del Pueblo me viene un recuerdo de 1987. Una tarde, en la cocina/comedor de la institución de historia, estando yo tan tranquilo bebiendo el cuarto café de la tarde, se acercó el catedrático Lars Olsson, un verdadero experto en la historia social y me espetó: “Martín, tengo un encargo para ti”. Yo le miré medio sorprendido y creo que me dio tiempo a pensar muchas cosas en los dos segundos que siguieron, mientras Lars me observaba. El encargo, me explicó a continuación, se trataba de escribir una crónica en forma de libro, de cien años de organización de los trabajadores del metal en Lund.
Yo estaba entonces muy metido en la historia social y las transformaciones económicas y sociales del siglo XIX, con especial interés en la organización obrera. Yo había presentado poco antes en un seminario un estudio comparativo de la organización obrera en España y en Suecia, para lo que había realizado largas y amenas entrevistas con los historiadores Manuel Pérez Ledesma y con Pere Gabriel Sirvent, con el primero en su domicilio de Madrid, con el segundo en Barcelona, en un bar de Gracia. Sus obras,” El obrero consciente” (Pérez Ledesma, 1987) y “El Moviment obrer a Mallorca” (Gabriel Sirvent 1973) me habían inspirado mucho en mi trabajo. En fin, la propuesta de Olsson significaba un encargo que tenía mucho de investigación. Naturalmente lo acepté, aún a sabiendas de que pasaría los próximos meses leyendo actas, profundizando en los archivos y escribiendo con la ayuda de un primitivo y muy rudimentario ordenador, de esos que tenían la memoria en un disco blando, memoria muy corta, por cierto.
Aquí, en las oficinas que entonces tenía el sindicato del metal en la Casa del Pueblo de Lund. Pasé muchas tardes, buscando en sur archivos recientes. Los archivos históricos de la organización estaban cedidos para su custodia al archivo central de la ciudad, que entonces estaba localizado en unas dependencias de la biblioteca municipal. De allí logré llevarme a casa seis cajas grandes de cartón con unos cuantos miles de folios escritos a mano por secretarios de mano firme, encuadernados por años. En mi casa, mi despacho se convirtió en una especie de central estratégica de campaña, donde yo habitaba aislado de todo lo que ocurría a mi alrededor.
Lo primero que hice fue leer las primeras crónicas que los trabajadores del metal escribieron con motivo de la celebración de sus primeros 25 años. Después profundicé en todo lo que se había escrito sobre ellos en los medios locales y regionales. Con esta perspectiva me inmergí de lleno en las fuentes originales, para descubrir que, la historia de los trabajadores del metal, corría en paralelo con las transformaciones sociales y económicas que tanto Suecia como todo occidente vivió desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años setenta.
En los miles de folios que iba leyendo, estaban plasmadas la vida, las necesidades y las expectativas de hombres, porque el trabajo del metal estaba reservado para hombres hasta hace muy poco tiempo, que trabajaban 12 o 13 horas al día, seis días a la semana y que, en algunos casos tenía dos horas de camino de casa al trabajo. En el caso de los funcionarios sindicales había que añadir unas cuantas horas a la luz de la vela o el quinqué, para leer cartas y documentos y para escribir en limpio actas de reuniones. También descubrí muy pronto que una crónica de esos 100 años de asociación sindical implicaba el estudio de las circunstancias que llevaron a fundar la organización y entonces nos tenemos que remontar a principios del siglo XIX.
Cuando Esaias Tegnér decía de Lund que era “una aldea académica” se refería a que Lund a penas llegaba a los 3000 habitantes, de los cuales unos 500 eran estudiantes o profesores universitarios. El resto era o bien campesinos, porque aunque viviesen el la ciudad se dedicaban a las tareas del campo, dentro y fuera de las murallas, o bien eran artesanos con oficios como zapatero o alfarero, o pertenecían al servicio de los más acomodados, a la restauración o al procesado y transformación de productos agrícolas: lecherías, fabricas de cerveza, destilerías, curtidores etc. El gran pistoletazo que daba la señal de salida a la modernidad fue la decisión de reunir las tierras comunitarias de cada pueblo o aldea y dividirlas en partes proporcionales, reunidas alrededor de una granja. Antes de que se implementaran estas modernas reformas inmobiliarias que en sueco se denominan “reparto y conmuta” (laga skiften) , la tierra de los pueblos estaba dividida en diferentes sistemas de propiedad. Común a los sistemas de propiedad era que las tierras de las diferentes fincas estaban fuertemente mezclada entre sí, en franjas de tierra de unos diez metros de ancho y a veces cientos de metros de largo, entremezcladas, para garantizar que todas las propiedades tenían una mezcla similar de tierras buenas y menos buenas, buscando equidad y justicia.
Por lo tanto, era necesario coordinar la preparación de la tierra, la siembra y la cosecha y la saca de los animales para que pastaran. La agricultura era intensiva en mano de obra e irracional, pero también significaba compartir y repartir los riesgos, ya que los usuarios tenían una participación tanto en la tierra buena como en la menos productiva. Durante el siglo XVIII, pensamientos e ideas sobre varias reformas de conmuta y reparto comenzaron a difundirse en Suecia. La inspiración provino de Inglaterra, Alemania y Dinamarca, entre otros, donde ya se han implementado reformas similares con resultados exitosos. Las reformas se generalizaron y solo unas pocas aldeas del país escaparon de serlo.
La idea básica de las reformas parcelarias era hacer que la agricultura fuera más eficiente limitando el número de campos y prados para cada granja y, en cambio, reuniendo las propiedades de las unidades agrícolas individuales en parcelas más grandes. La esperanza del estado era que estos cambios resultaran en un aumento de nuevos cultivos y mayores rendimientos y, por tanto, mayor recaudación de impuestos. El primer decreto de la reforma fue publicado en 1758 y tenía dos propósitos principales; los campos y prados se unirían en menos unidades, y la tierra de propiedad conjunta se dividiría entre los usuarios para su mejor aprovechamiento. La gran conmuta se llevó a cabo en gran parte del país entre 1758 y 1827.
Las reformas fueron de gran importancia para el futuro desarrollo de la agricultura y dieron como resultado, de acuerdo con los propósitos estatales, un aumento del cultivo y la producción de cereales. En relación con el cambio legal, se inició el desarrollo integral de la agricultura sueca, lo que suele denominarse como revolución agraria, que coincidió con el gran aumento demográfico durante el siglo XIX.
El desarrollo se basó en una variedad de esfuerzos destinados a lograr una producción agrícola mayor y más racional. En relación con el cambio legal, se introdujo la agricultura rotativa, lo que significó una rotación de diferentes cultivos en la tierra y, por lo tanto, a la larga, la abolición de los barbechos. Los agricultores de Scania introdujeron nuevos cultivos desde el principio en forma de, por ejemplo, diversas legumbres y tubérculos (patatas, sobre todo), así como plantas de guisantes fijadoras de nitrógeno, que mejoraron considerablemente la producción. Al mismo tiempo, se desarrolló el cultivo de pastos. Los agricultores comenzaron a producir alimentos tanto para humanos como para animales en la tierra cultivable. La agricultura forestal se eliminó gradualmente y la gente comenzó a hablar de una división en zona forestal y zona de cultivo. La producción de alimentos y la producción de madera se separaron para maximizar la rentabilidad.
Estas reformas eran absolutamente necesarias y estaban forzadas por la premura de aumentar la producción para alimentar a la población creciente.[1] Pero, cómo es el caso de muchas de las actividades humanas, se hicieron a costa de la naturaleza. Cómo es lógico, los agricultores se esforzaron por lograr unidades agrícolas cada vez más grandes, y se tomaron varias medidas para crear tierras contiguas, para lo que se desarrolló una extensa técnica de zanjeo que se difundió ampliamente. Las antiguas zanjas abiertas desaparecieron y fueron reemplazadas por tuberías de drenaje. En parte, se drenaron las tierras de cultivo ya existentes y, en parte, grandes extensiones de humedales que antes funcionaban como prados o pastizales se convirtieron en campos de labranza. Incluso se excavaron ciénagas. El secamiento de lagos o el drenaje de humedales para obtener acceso a tierras cultivables adicionales fue otra medida común asociada con las racionalizaciones agrícolas del siglo XIX. Hoy nos damos cuenta que el drenaje de los humedales ha originado daños difícilmente reparables a la flora y fauna autóctona y natural, y por tanto al medioambiente y a la sostenibilidad de nuestro hábitat.
Los costes sociales de estas reformas fueron también muy grandes. Muchos de aquellos que carecían de tierras propias y se sustentaban ayudando en los quehaceres del campo, o podían mantenerse con alguna choza en los bosques comunes, dejando pastar una vaca o unas cuantas cabras en el prado común, quedaron sin sustento de un plumazo. Un tanto de los mismo le ocurrió a gran cantidad de sirvientes de las granjas que, a medida que se introducían máquinas y utensilios agrícolas para efectivizar, se quedaban sin trabajo. Ahora se podía producir más con menos brazos, y esto sumado al natural aumento de la natalidad, forzó la emigración del campo a las ciudades.
Las ciudades se llenaron pronto de un proletariado que carecía de todo; trabajo, alojamiento, manutención, ayuda, en resumen, de todo lo necesario para subsistir. Este proletariado estaba dispuesto a tomar cualquier trabajo a cualquier precio, a veces con salarios tan bajos que apenas les llegaban para subsistir. Privados de la solidaridad y, por qué no, del control social a lo que estaban acostumbrados en sus aldeas, podían caer muy bajo en una ciudad extraña. El alcohol era un peligro constante, para aquel que no encontraba más consuelo que la botella, la prostitución era a veces el único camino para las mujeres que llegaban a la ciudad sin recursos.
La modernidad llegó precedida de mucha miseria y destrozando muchas vidas, pero a la vez, toda esa gente proletarizada significaba grandes posibilidades para todo aquel que podía invertir en alguna de las nuevas formas de producción. Directa o indirectamente, las zonas próximas a los grandes núcleos de industrialización, en el caso de Suecia se trataba de Inglaterra y Alemania, se beneficiaban del aumento de la demanda. Los campesinos podían vender sus excedentes, los propietarios de minas y bosques, sus productos. Para poner un ejemplo; los ferrocarriles alemanes se construyeron en gran parte con hierro sueco para los carriles, madera para los travesaños y, muy importante, cebada sueca para los caballos, que junto con los hombres, hicieron el trabajo.
Ni siquiera el aumento de la producción y el crecimiento del capital pudieron abastecer a la creciente población que desde mediados del siglo XIX hasta la primera guerra mundial, tuvo que acogerse a la posibilidad de emigración que ofrecían los Estados Unidos, sobre todo al finalizar su guerra civil. En total, casi un millón y medio de suecos emigraron a Estados Unidos, Dinamarca, Alemania, Australia y América del Sur. Más de un millón doscientos mil lo hicieron a Estados Unidos. De esta manera, la presión demográfica fue disminuyendo, hasta convertirse en un problema de estado entrando en el siglo XX, por el encarecimiento de la mano de obra.
En este contexto se fueron creando las asociaciones que sirvieron de caldo de cultivo para la formación de los sindicatos de trabajadores y del partido socialdemócrata, que aglutino a la clase trabajadora y contribuyo a la transformación de Suecia en uno de los países más ricos, modernos y justos del mundo. Si os interesa, seguiré con el tema de mi libro en la siguiente entrada. Os pongo una foto de mi libro, que estoy releyendo ahora.
[1] Esaias tegnér decía, y tenía mucha razón, que el aumento de la población se debía a “la vacuna, la paz y la patata”. La patata tardó en arraigar, pero cuando lo hizo, se convirtió en un producto central en la alimentación de las familias.
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