Paso a paso, por la verde ribera del riachuelo Höje, contemplo el agua en su camino hacia el golfo de Lomma, poco más de doce kilómetros al oeste. Nace el riachuelo en el lago de Häckeberga a unos 20 kilómetros al sureste de Lund. Me viene a la memoria el día que fuimos a recoger mi velero al puerto de Lomma mi compañera y yo. Íbamos alegres y exaltados, un poco nerviosos, casi como en las mañanas del seis de enero, cuando nos levantábamos para ver lo que los Reyes Magos nos habían dejado junto a los zapatos. Esto aconteció hace un cuarto de siglo y el recuerdo aún perdura con una precisa nitidez rica en detalles.

Era mi segundo velero, curiosamente una copia exacta del primero, salidos del astillero, tanto el primero como este, a mediados de los años 60. Quitando un pequeño lapso de tiempo al principio de los 90, el velero ha sido parte de mi vida, el mar mi segunda escena, las olas, la música de fondo de mi existencia. Es curioso pues nada en mi infancia o primera juventud hacía presagiar mi afición marinera. Yo era un chico del valle y la montaña. Llegué a practicar la espeleología y la escalada, las dos practicas con nivel de principiante. No vi el mar hasta los ocho años, pero al descubrirlo cambió mi vida. El rugir de las olas rodando hasta la playa, la inmensa perspectiva del ancho horizonte, el olor a mar, la brisa siempre presente; me enamoré del mar.

En Lund no hay mar. Es algo que se echa de menos, que se añora, aun estando tan cerca. Madrid tampoco tiene mar. Se puede vivir una vida entera en Madrid creyendo que el estanque del retiro es un mar y El Lago de la Casa de Campo, un océano. Marineros de agua dulce reman y miran al cielo que se refleja en el agua, entre risas y voces alegres. A Lund no llega el olor del mar. Le sabemos cerca, pero está fuera de nuestro horizonte. No lo vemos, no lo oímos, no lo sentimos, es triste. Algo parecido pasaba en Barcelona, cuando yo estuve allí por primera vez a finales de los sesenta, aunque hoy no sea imaginable. Barcelona se cerraba en si misma, miraba al centro desde el puerto. Se abrió a partir de las obras que transformaron la ciudad para las olimpiadas del 92. De una forma vertiginosa, Barcelona volvió la vista al mar y las playas se llenaron de gente de todos los continentes, unos bronceándose y tomando algo en los chiringuitos, otros trabajando en todo tipo de servicios y algunos malviviendo clandestinamente, vendiendo todo tipo de lujos fake encima de una manta dispuesta con cuerdas, para rápidamente convertir el puesto en un saco y correr, sorteando a los policías. Otros caminan por la playa todo el día, ofreciendo bebidas, masajes, prendas o tatuajes, bajo el sol implacable.  

Yo sigo el camino de la ribera del riachuelo Höje, camino del mar. Sé que hace mil años se podía navegar desde aquí hasta Lomma, con aquellos barcos vikingos, los drakkar, con los que llegaron a Sevilla. Una depuradora le cierra el camino al hilo de agua que baja hacia el mar. Las aves lo agradecen. Revolotean por allí buscando alimento entre los deshechos de los humanos. Son aves acuáticas que saben aprovechar lo bueno de los dos mundos. Al fin y al cabo, en cualquier momento pueden echar a volar y llegar al mar, felices aves. Me pongo a soñar que un día quitaremos de ahí esa depuradora y podremos navegar desde Lund al mar, yo con mi barquito, podré salir al Sund, camino de Dinamarca, Alemania, el Canal de la Mancha y…Es solo un sueño, ya lo sé, pero me gusta soñar.

Soñando he recorrido los mares, la proa rompiendo olas gigantescas, el mástil aguantando el fuerte viento del norte, yo aferrado al timón, impávido ante la tempestad. Soñando he arribado a un puerto en Las Antillas y me he deslizado a un amarre fácil envuelto en una brisa cálida a la diáfana luz de un sol que no quema. Soñando he estudiado mapas, trazado rutas, equipando el barco para una larga travesía.

Despierto he disfrutado de mi barco en pequeñas salidas por las costas suecas y danesas, algún que otro proyecto hecho realidad a las próximas islas, alguna rara ocasión de navegar día y noche, siempre emocionante. Despierto he enseñado a mis hijos a relacionarse con el mar, desde muy pequeños Ahora siempre me acompaña alguno de ellos, pues es duro navegar solo a cierta edad. Una de mis hijas estuvo a punto de nacer en el barco y se armó tanto revuelo al regresar a puerto en mitad de la noche que mi querido perro, Rex, un labrador negro, cayo al mar y pudo haberse perdido en la oscuridad, si no hubiese llevado un chaleco flotador reflectante y provisto de un asa. Mi hijo mayor logró asirle con un bichero y sacarle a pulso desde el agua a la cubierta, mostrando una fuerza hercúlea en sus delgados brazos. Yo estaba bien despierto, como también lo estaba cuando salimos a dar lo que yo creía que sería una agradable vuelta por los alrededores y, al volver, unos vientos huracanados de 18 metros por segundo con rachas de hasta 25, nos pillaron en medio del estrecho y tardamos una eternidad en llegar, y mi amiga Joaquina, mi invitada ese día, llego a puerto con una cara muy pálida, pero bien despierta.

Mi pobre barco está esperando que pase este otoño y el siguiente invierno para que yo le vaya cuidando y, al llegar la primavera, le de un repaso de pintura y lo baje al mar. Este próximo verano trataré de dividir mi tiempo entre el jardín con sus flores y el mar. Este año el jardín me ha retenido y el mar, como mi barco, siempre está ahí esperándome. Paso a paso sigo mi camino enfrascado en estos pensamientos que son sueños hechos realidad y realidades hechas sueños.