Mi hijo Martín me ha encontrado un alojamiento en Estocolmo, perfecto para mis paseos y para mi interés por la historia. Estoy en Djurgården, un jardín real que se abrió al publico plebeyo a mediados del siglo XVIII y en eso se parece al Retiro de Madrid, abierto desde 1767. Desde el balcón de mi habitación puedo ver dos de las más famosas atracciones; el viejo parque de atracciones Gröna Lund y el restaurante Hasselbacken, este último famoso por sus exquisitas patatas. Si miro al frente, veo ondear la bandera rojigualda desde su mástil, en el jardín del palacio del príncipe Carlos, un edificio amarillo, encaramado en una pequeña colina, con vistas a todo Djurgården. A la izquierda de la embajada puedo ver un edificio destinado a museo biológico, cuya apariencia recuerda un salón regio de tiempo de los vikingos. A mi izquierda puedo ver el salón de exposiciones Liljevalchs, con el Museo Nórdico a continuación. Pero hoy no quiero caminar por aquí, por este precioso lugar que hoy aparece cubierto por una gruesa capa de nieve blanca, quiero ir al centro, o a los centros, o a las islas centrales, porque Estocolmo se extiende por varias islas y Djurgården es una de ellas.

La sensación de encontrarme en un lugar histórico se realza cuando veo pasar delante de mi ventana un coche de caballos particular, tirado por dos caballos, abierto (¡con este frío!) con una pareja sentada y bien abrigada, deslizándose casi sin ruido, quitando las alegres campanillas que anuncian su paso. Termino de desayunar y salgo bien abrigado a someterme al viento frío del norte. No es que haga mucho frío, pero los diez grados bajo cero se ven aumentados por los efectos del viento y, antes de llegar al pequeño muelle, que tengo a las espaldas del hotel, mi barba, mis pestañas y hasta los pelillos de la nariz, se han congelado. Al poco llega el ferri que en unos 20 minutos me llevará hacia la isla central, primero al museo de arte moderno y la facultad de arte, y desde allí, pasando por mi querido velero af Chapman, donde normalmente suelo alojarme en Estocolmo, llego al puente de la reina y de allí, pasando entre el palacio real y el parlamento, comienzo mi paseo por el casco antiguo (Gamlastan).

Al pasar el pórtico que lleva a la entrada del parlamento, edificio vetusto, construido entre el 1895 y el 1904, se entra a una especie de patio abierto, en donde no será raro encontrar alguno de los 349 miembros electos, o incluso alguno de los 23 ministros y ministras que forman el actual gobierno de la nación. Yo me adentro en este mundillo del poder y salgo a una calle bastante traficada, que separa palacio y parlamento de las antiguas casas del barrio viejo. Voy camino de Österlånggatan, calle que atraviesa todo Gamlastan hasta la Plaza del Hierro (Järntorget, lugar donde antiguamente se pesaban las barras de hierro antes de ser cargadas en los barcos para ser transportadas a toda Europa. El hierro era el producto más estratégico que poseía el país en el siglo XVII. Muchos de los edificios que atraviesan la calle son de los siglos XVII y XVIII. Todos están piadosamente conservados y, si dejamos por un momento de prestar atención a la espesa corriente de gente de todos los países que lentamente se mueve en zigzag, podríamos creer que nos hemos transportado a tiempos remotos. De las calles adyacentes nos llama la atención los nombres, parecidos a los nombres del Madrid de los Austrias: Callejón del pozo (Brunngränd), Callejón de doña Gunilla (Fru Gunillas gränd), Callejón del tenedor (Gaffelgränd), Callejón del cuervo (Kråkgränd), Callejón del capitán Carlos (Skeppar Karls gränd) etc. Algunos de estos callejones son verdaderamente estrechos, tan estrechos que yo cabía a duras penas, cuando mi cuerpo alcanzó su hasta ahora máxima anchura. Mårten Trotzigs gränd (Callejón de Martín Trotzig) es el más estrecho de todos y allí se llega girando a la izquierda en la plaza del Hierro.

Antes de llegar allí, me paro en el café.repostería Sundberg, que lleva en el mismo local desde 1793 (volveré a ese año), aunque el dueño abrió este café en otros locales, (donde ahora se encuentran los almacenes de Nordiska Kompaniet) ya en el año 1785. Al entrar en este café, siento que en cualquier momento podría ver entrar al poeta y trovador Bellman, fumando su pipa de espuma de mar. Pido uno de esos pasteles que cuesta tanto elegir, entre otras decenas, no quiero equivocarme. Pido una cerveza, porque hace poco que tomé café y he visto una cerveza sueca que me gusta en la estantería detrás del mostrador. Me abro paso entre el gentío que parece ocupar todas las silla y divanes de terciopelo rojo y madera pintada de blanco y dorado y encuentro, miraculosamente, un rincón para mi al fondo. Desde aquí puedo ver todo el local y la gente que lo ocupa. Forasteros todos, como yo, muchos extranjeros de todos los países. Parece una reunión de la ONU.

Ahora salgo de Sundberg y me topo con el restaurante Den Gyldene Freden. Este restaurante es aún más antiguo que Sundberg, y está en el mismo local desde 1722, siendo por tanto uno de los más antiguos restaurantes del mundo que aún continúan su actividad en los mismos locales. En la actualidad, este restaurante es propiedad de la Real Academia Sueca, la que otorga los premios Nobel de literatura y allí comen sus miembros los jueves, lo más típico: garbanzos con jamón, cerveza fría y ponche caliente, de postre siempre panqueque con nata y confitura de fresas. El restaurante está cerrado a estas horas y yo sigo mi camino pasando el Callejón de Martín Trotzig hasta llegar a la Plaza Mayor, que hoy alberga un gran mercado navideño. En el centro de la plaza, oculto por los tenderetes del mercadillo, hay un monumento que recuerda la gran matanza que tuvo lugar aquí desde el 7 al 9 de noviembre de 1520 El Baño de Sangre de Estocolmo (Stockholms blodbad) y que fue el punto de partida para la disolución de la unión de países nórdicos bajo una dinastía danesa (Kalmarunionen), vigente desde 1397 y rota el 6 de junio de 1523, fecha que se considera como el origen de la nación sueca y que se celebra todos los años como día nacional.

Si me atrevo a levantar la cabeza y arriesgarme a resbalar en la corteza helada de la nieve, veo a mi izquierda, hacia el sur, un grupo de casas del siglo XVII de vivos colores y estilo holandés. Todas ellas han sido colonizadas por pizzerías italianas y están llenas de turistas, que parecen creer que Carbonara es algo típico sueco. El paseo me ha abierto el apetito pero yo dejo la plaza y, pasando las casas holandesas, me dirijo a un lugar que por suerte pocos conocen. Voy a el sótano de Sten Sture. Es un lugar difícil de encontrar, porque está oculto tras el portal de una casa de vecinos, y hay que bajar por unos toscos escalones, no aptos para viejos o niños, hasta llegar a un pequeño mostrador, pedir la consumición y seguir hacia abajo, en lo que parece la cueva de Pedro Botero, o, ¿por qué no? Las Cuevas de Sésamo en Madrid. El que haya estado en estas últimas, sabe a lo que me refiero, pero debe saber que Sten Sture tiene una historia de más de 700 años y que en sus entrañas pasó la última noche el magnicida Jakob Johan Anckarström, la noche del 26 al 27 de abril 1792, antes de ser llevado al patíbulo condenado a muerte por el asesinato del rey Gustavo III, perpetrado en la ópera, durante el baile de máscaras el 16 de marzo del mismo año.

Abajo, en el fondo de la cueva de Sten Sture, me pongo a pensar, mientras viene la comida, en el asesinato del rey sueco en 1792. Se podría pensar que este asesinato tenía algo que ver con la revolución francesa, pero, aunque Gustavo III estaba muy involucrado en todo lo relativo a la oposición contra los jacobinos, su muerte se debía a cuestiones económicas. A Anckarström no le movió la furia revolucionaria, sino algo mucho más prosaico. El asesinato de Gustav III estaba relacionado en parte con el hecho de que Suecia tenía dos monedas, riksdaler riksgälds, emitidas por la Oficina Nacional de Deuda Pública, y riksdaler banco, emitidas por el Banco Nacional. Los riksdaler banco podían ser canjeados por plata, mientras que los riksdaler riksgälds eran solo billetes de papel con muy poco valor. Para corregir el valor de los billetes de riksgäld, el rey instó al parlamento a que todos los que habían prestado en banco fueran pagados con billetes de riksgäld. Esto significaba que aquellos que habían prestado dinero en banco de repente perdieron una gran cantidad de dinero. Uno de ellos fue el capitán retirado Johan Anckarström. Se enfadó tanto con la decisión que algunas semanas después tomó sus pistolas, entró en el baile de máscaras en la ópera de Estocolmo y disparó al rey por la espalda. En los interrogatorios en la Corte Suprema de Svea, Anckarström afirmó que la decisión del rey de devaluar el valor del capital que él había prestado fue la razón por la que asesinó al rey. Aquí lo dejo hoy. Me como mi ensalada de gambas y me bebo mi cervecita y dentro de poco saldré a la fría calle a continuar mi paseo, que aún queda un buen trecho y mucho que contar. Algunas fotos de mi paseo de esta mañana por Estocolmo, desde Djurgården hasta la cueva de Sten Sture. Mañana, dios dirá.