Gasolina
Tenía yo quince años recién cumplidos. Mi mundo era mi casa, mi barrio, mi instituto, mis amigos; un mundo que se podía transitar perfectamente a pie. Conocía los diferentes olores al pasar por las pescaderías, las panaderías, la tiendecilla del zapatero remendón que me daba clases de solfeo, el aroma de las ollas, cociendo en los fogones, el hedor de las alcantarillas, el tufo que salía envuelto en el aire, que subía de entre las rejillas de ventilación del metro y levantaba las faldas de las mujeres, si le pasaban por encima. Familiares para mi eran las formas de los edificios, los semáforos, los carteles, los monumentos. Mis ojos sabían de la luz, en cada época del año; el esplendor de las mañanas de primavera, el ocra de las tardes de verano, el azul del cielo casi siempre, el gris plomizo de los contados días de lluvia, el azul oscuro de las noches de otoño. Como la palma de mi mano, reconocía yo cada recodo del camino, adivinando la escena que me esperaba a la vuelta de la esquina. Sabía por dónde ir los días de lluvia para evitar los charcos, me anticipaba a la corriente de aire que siempre me despeinaba en el mismo lugar. Contemplaba tranquilo el paso de la gente, mientras, el traqueteo de las tartanas, las bocinas de los coches, conducidos por hombres impacientes, las voces de los que se paraban a charlar con conocidos o los que ofrecían sus productos o sus servicios a viva voz, formaban un fondo sonoro perfectamente reconocible.
En ese pequeño mundo corrió mi existencia hasta ese día de enero, pero, a partir de entonces, todo cambió. Yo podría decir que, ese mundo que era el mío, se expandió casi sin darme cuenta, y todo simplemente porque decidí romper mi hucha y comprarme algo insólito, bueno, insólito para mí y para mis padres, que no se lo esperaban. -con el dinero de mi hucha me compre una moto. ¿Qué? – dijo mi madre, cuando se lo expliqué. Bueno, tampoco se lo expliqué, le pedí simplemente que me diese algo para cubrir mi moto, porque no quería dejarla en la calle sin protección. Desde un primer momento le tuve un cariño casi paternal a esta máquina de 49 centímetros cúbicos. Para que se me entienda, daré marcha atrás en mi relato. A las seis de la tarde del día trece de enero de 1966, me encontraba yo en la plaza del Conde del Valle de Súchil, en el barrio de Arapiles del distrito de Chamberí. Yo no sabía entonces que esta plaza estaba construida sobre lo que antiguamente, durante los años 1804 y 1884, fue el cementerio General del Norte. Si lo hubiera sabido, no me hubiese importado, porque yo iba allí por algo importante.
En realidad, debo explicar algo sobre esa plaza, porque ha sido importante para mi de muchas maneras. De muy pequeño, apenas me atreví a cruzar la calle de San Bernardo junto con unos amigos de la escuela, más aguerridos que yo, fue para jugar en las obras de la plaza. Corrían finales de los años cincuenta. Recuerdo esas obras que formaban una especie de trincheras con abundante munición en forma de pequeñas piedras y trozos de ladrillo, y en ellas formábamos unas escaramuzas bélicas de mucho cuidado. Tirábamos piedras a modo de granadas de mano o disparábamos chinas con tirachinas hechos por nosotros mismos y guardados secretamente, para que no fuesen confiscados por los padres o los profesores. Este juego tenía su peligro y a más de uno nos produjo chichones o descalabraduras que, si presentaban muy mala pinta, tenían que ser tratadas en el ambulatorio de Alberto Aguilera. Sonrío ahora, mientras escribo, porque mucho más tarde, a esta misma plaza, he venido para nutrir mi biblioteca de libros comprados en la librería Marcial Pons, lo que son las cosas.
Volvamos a aquel 13 de enero. Yo estoy esperando a un chico, amigo de un amigo, que nunca he visto con anterioridad. El vive en la plaza, pero no sé exactamente en qué edificio. En el bolsillo llevo dieciocho billetes de cien pesetas, el precio convenido. Como ropa de abrigo llevo mi chaquetón azul marino, que me compré en las rebajas de enero del Corte Inglés y unos guantes grises de lana. Ni que decir tiene que ni siquiera me ha pasado por la cabeza la posibilidad de pedir prestado un casco protector. De repente, veo una moto que baja de Arapiles en mi dirección, llevada por un chico un poco mayor que yo, de unos 15 o 16 años, supongo. El equipaje se detiene junto al bordillo, a mi lado. Yo solo tengo ojos para la moto. Es roja, como casi todas las Derbi 49 cc, con una franja blanca a los lados del depósito. El chico habla rápido y me muestra como funciona todo; los frenos, el pedal de arranque, el embrague. Me da unos consejos sobre como tratar el acelerador al arrancar y muchas cosas más, que yo oigo, pero apenas entiendo. De mecánica no tengo yo ni idea. Lo que quiero es subirme y “volar”. Al fin me da instrucciones para la prueba y me subo a la moto, que está en marcha, embrago, introduzco la primera y desembrago algo brusco, pero la maquinita me perdona y echa a rodar, conmigo encima. Perfilamos Arapiles, tuerzo a la derecha y me encuentro por primera vez metido dentro de ese río caudaloso que es el trafico de la tarde. Acelero y voy metiendo los cambios sin problema – rediez- pienso – he nacido para motero-. Al frente encuentro mi primer semáforo en rojo y empiezo a frenar, freno, pero se me cala la moto y tengo que intentar ponerla en marcha, antes de que el semáforo se ponga verde. Tengo un camión detrás y coches a los lados. Me bajo, saco el pedal del arranque y le doy dos pisotones seguidos, y la Derbi se pone en marcha. – ¡Qué alivio! – Ahora girar a la izquierda por San Bernardo arriba y directo hasta Quevedo. Girar en la plaza es un lio; la moto repiquetea entre mis piernas por efecto de los adoquines y yo voy dándole golpes de gas para que no se cale en medio de la plaza. Tengo que llevar el pie en el freno y las manos listas para apretar el embrague o el freno o las dos cosas a la vez. Me concentro y completo el giro. Voy camino de Fernando el Católico, me he propuesto llegar a mi academia por si hay alguien por allí que me pueda ver, algún profesor o el mismo portero. Necesito un testigo de mi hazaña, si puede ser una chica, mejor.
Por el rabillo del ojo veo a mi izquierda los billares. Está lleno de gente, tienen que verme, alguien tiene que mirar a la calle y decir: -Mira, por ahí va Martín en moto- Sería fenomenal. Mañana lo sabría toda la academia y yo estaría en el centro, el primer motero de la promoción, ahí es nada. De pronto la veo en frente de mí, va a cruzar la calle, Susi, con su melena larga, morena, y flequillo corto. Lleva un chaquetón negro con un vestido de cuello de cisne muy corto, cuya falda apenas llega a la rodilla, medias gruesas y botas altas. Al cruzar, mira con una mirada serena, neutral, para asegurarse de que no hay peligro, pero al reconocerme, su cara explota en una sonrisa ancha que se vuelve risa ruidosa. Me paro y le digo, – ¿te vienes a dar una vuelta? Ella me mira sonriente e indecisa. Sus claros ojos color miel, casi amarillos, sus cejas bien dibujadas, forman una interrogación, pero se acerca a mi y siento como se sujeta en mis hombros, mientras, arreglándose la minifalda, se monta a horcajadas buscando el apoyapié con sus zapatos de tacón. Siento como su peso se hace notar en la Derbi, miro fugazmente a mi izquierda y giro el acelerador, lo que no produce precisamente un acelerón, pero la moto echa a rodar poco a poco y pronto nos sumimos en el flujo del tráfico. Susi se sujeta primero en mis hombros, pero según vamos avanzando y voy cogiendo curvas, baja las manos hasta la cintura y se agarra con fuerza.
Hemos bajado hasta la Glorieta de San Bernardo y seguimos, calle de San Bernardo abajo. La calle en cuesta pronunciada, y dejo que la moto se deslice por la pendiente. Voy en paralelo con un taxi, nunca he ido tan rápido, pienso. En Noviciado, al final de la cuesta, se para el rio metálico, todo son luces rojas, los pilotos de los frenos de todos los vehículos que tengo delante, y freno. Freno pisando la palanca del freno de pie, y me doy cuenta que no responde de la misma forma que lo hacía antes, en el llano de la plaza de Quevedo, cuando iba yo solo en la moto. Seguimos deslizándonos a gran velocidad. Me aferro al freno de mano y logro reducir la velocidad lo suficiente para planificar por dónde me voy a meter cuando llegue a los coches parados, al autobús y a una vespa con sidecar que forman barrera ante nuestro equipaje. Susi me aprieta tanto que casi no me deja respirar, elijo meterme por la derecha, entre el bordillo y el autobús. Tengo el espacio justo para entrar con el manillar y consigo hacerlo, tocando levemente con el retrovisor izquierdo de la moto la carrocería del autobús. La varilla del retrovisor se dobla, el espejo salta y los pedacitos caen sobre el asfalto y sobre la manga izquierda de mi abrigo. Un hombre vestido con un mono azul de mecánico me increpa: -¡Gilipollas! ¡Niñato! Yo ni le miro, voy concentrado en llegar al semáforo, que en ese momento cambia a verde y puedo acelerar, sin llegar a parar del todo, algo que no habría alcanzado a hacer si no llega a cambiar a verde en ese momento y, cualquiera sabe lo que hubiera podido suceder en ese caso, si alguien cruza la calle al tiempo, un niño, una señora mayor, un perro, ¡Qué sé yo! Yo sudo por dentro.
Vamos camino de la Gran Vía. Susi no ha comprendido bien la situación en la que estuvimos metidos, el peligro corrido. Ella sigue hablando y riendo. Ni siquiera se dio cuenta de la rotura del retrovisor. Los exabruptos del hombre del mono no sonaban raros, porque nuestra generación estaba muy acostumbrada ya a ser tratada de niñatos y malhechores, en el momento que estorbábamos lo más mínimo o que osábamos introducirnos en el mundo de los mayores. Giramos a la derecha en el cruce entre San Bernardo y la Gran Vía y bajamos hacia la Plaza de España. Ya voy acostumbrándome a como se comporta la moto con dos encima. Ya voy con más cuidado, tratando de anticiparme a lo que ocurre a mi alrededor. Echo de menos el retrovisor y me veo obligado a girar la cabeza continuamente cuando tengo que adelantar algún vehículo que para, un taxi que deja o recoge pasajeros, la furgoneta de un repartidor, un autobús.
En la Plaza de España paro en el semáforo y aprovecho para tratar de encender las luces, se ha hecho de noche. Por suerte, es una construcción sencilla y lo encuentro rápido, aún sin que el chico me hubiese mostrado cómo hacerlo. Ya con luces, tomamos la cuesta camino de la Moncloa. Ahora nuestro peso se hace sentir en la velocidad de la moto. Pero se ha portado bien. Apenas se ha calado una vez y por mi culpa. Los frenos funcionan, pero hay que planificar y saber cuando hay que empezar a frenar, no es lo mismo ir solo que llevar a una chica, que seguro pesa más que yo. Es enero, pero yo sudo como en verano, le grito a Susi que dónde quiere que la deje y ella me responde que en Arapiles, en su casa. El resto del camino voy con cuidado y llegamos a su portal sin problemas, como si no hubiese hecho otra cosa en mi vida que llevar Derbis por las calles de Madrid. Al bajar Susi se arregla la falda y antes de entrar al portal se vuelve hacia a mi y me dice –Hasta mañana, Martín- me ha gustado mucho el paseo-. Yo la veo entrar en el portal iluminado y prosigo mi marcha hacia la Plaza del Conde de Súchil, donde el dueño de la moto me estará esperando. Desde que me subí a la Derbi han pasado unos veinte minutos.
El me esperaba, cara preocupada o de fastidio o las dos cosas a la vez, pero su voz no parecía enojada. – Bueno, ¿qué te parece? – me dijo, y yo -Bien, me la quedo-. Hicimos el trato de manera rápida y supongo ilegal. El me dio los papeles de la moto y yo le di mis dieciocho billetes de cien, que el contó minuciosamente. Me dio una cadena y un candado con su llave y un recibo, que traía ya escrito de casa y yo le dije adiós y emprendí la marcha a casa, a vuelo de pájaro unos cien metros, poco más en moto. Había ya un par de motos aparcadas a unos metros de mi portal, en batería, y yo puse la mía de la misma forma. Eché el candado y me quedé mirando a mi primera máquina, la que abriría mi mundo en círculos cada vez más amplios. Ahora solo faltaba el detalle de contárselo a mis padres, completamente inconscientes de lo que había hecho yo durante esta media hora.
Tenía para pensar mi exposición de hechos cien escalones y mi cerebro trabajaba a un ritmo vertiginoso. Me paré ante la puerta de nuestro piso para componerme la ropa y aplacar un poco mi cabellera, ya bastante larga, que el viento había puesto en absoluto desorden. Al fin abrí la puerta y grité, quizás demasiado alto: -Mamá, ya estoy en casa- ¿tenemos por casualidad una lona en casa? – ¿Qué dices? – la voz venía de la cocina. -Una lona, mamá- Un pequeño silencio, durante el cual yo podía imaginar la cara de mi madre, los ojos entrecerrados, el ceño fruncido. -¿Para que quieres tú una lona, Martín?- Ahora soy yo el que infringe una pausa a nuestro diálogo. -mejor me acompañas, que quiero enseñarte una cosa- digo muy rápido, y me arrepiento de mis palabras en el acto de pronunciarlas, pero ya es tarde. Mi madre sale de la cocina y se viene hacia mi por el pasillo, oigo sus pasos y sé que viene preocupada, interrogante. Cuando entra en el comedor, donde yo estoy, se va secando las manos en el delantal. Su rostro me viene diciendo que necesita una explicación. Yo siento que mis mejillas queman, seguro que están rojas como sendos tomates, la boca seca, pero no hay vuelta atrás, tengo que explicar todo y cabalgar sobre la tormenta que se avecina.
-Mira, mamá-, – quiero enseñarte algo. Ella me mira atentamente, midiéndome de la cabeza a los pies, como buscando encontrar lo que quiero enseñarle. -Acompáñame abajo- está cerca, nada más salir del portal-. Su cara muestra ahora confusión, pero se desata el delantal y lo deja doblado encima del respaldo de una silla, se alisa el vestido, se toca ligeramente el pelo y se dirige al recibidor para ponerse su abrigo. Me mira, como diciendo, vamos y me dice: -Tú dirás-. Bajamos las escaleras en silencio, pero al llegar al primer piso, ella se detiene y me mira atentamente. – No habrás hecho alguna locura, ¿verdad? – Que últimamente estás muy loco, Martín. -No, mamá, de verdad, es algo que yo deseaba hace mucho tiempo y no es nada malo-. Salimos a la calle por el portal un tanto señorial de paredes cubiertas de mármol y suelo brillante a la luz de las lamparillas. El ir y venir de la gente, el ruido de la plaza, daba un marco de normalidad a mis palabras, que quedaban entremezcladas con todos los sonidos a nuestro alrededor.
-¡Ahí está! – dije ufano – es la roja- Ella no sabía hacia dónde mirar al principio, porque no tenía idea de lo que yo quería mostrarle. -Esa de ahí, la roja-. Nos separaban dos pasos de mi moto. Ahora, al verla de nuevo, sentí como si siempre hubiese estado ahí, esperándome, ¡era mía, mía, mi moto!. Nunca olvidaré la cara de sorpresa que puso mi madre. La boca quedo abierta, como en medio de una palabra que se ha quedado helada. El mentón caído, los ojos fijos en la pequeña Derbi. Sentí que todos los ruidos alrededor nuestro cesaban, que todo ocurría al ralentí. Fue cuestión de segundos, pero pudieron ser años. Al fin giró su cabeza hasta mí, que me había quedado parado detrás de ella, mientras nos acercábamos a la moto, y, con una voz nueva para mí, me dijo – es una broma, ¿verdad, hijo? – Si hubiese sido una broma, habría terminado allí, como en el día de los Santos Inocentes. Nos habríamos reído, me habría abrazado y me habría dado un cachete cariñoso en la cara, diciendo: -Este Martín, ¡siempre bromeando! Pero no era broma y esto seguiría de alguna manera, tendría algunas consecuencias. Yo quería tenerla de mi parte para cuando viniese mi padre. Con ella como cómplice todo se arreglaría, pero, con ella en contra, sería imposible. No me podía imaginar lo que podría pasar. No lo había pensado, cuando rompí la hucha y decidí comprarle la moto a ese chico. ¿Qué hacer?
Azaroso, le di muchas razones para explicar por qué era una buena idea, ya, una necesidad, comprar una moto. Ella me miraba sacudiendo su cabeza lentamente, mirando alternativamente la moto, la gente que pasaba sin saber que allí se estaba decidiendo algo muy importante en la vida de un joven peludo, a la moto, a mis zapatos… Al fin me miró atentamente, sin sonreír, como casi siempre hacía cuando hablábamos, seria, muy seria y me dijo: – Ya veremos lo que dice tu padre. Tu comprenderás que una cosa así no se puede hacer sin permiso de tus padres. Yo quiero hablar con ese chico y con sus padres. Mientras hablaba, yo sentía una flojedad muy rara en las piernas, un calor terrible en las mejillas y una sensación muy rara en el estómago. Y en eso, aparece mi padre en escena, le veo venir calle arriba, ya en la plaza, la sonrisa en los labios al descubrirnos y una leve interrogación marcada en sus cejas. Le veo acercarse y la sensación en mis piernas aumenta. Tengo la boca seca. No sé que cara poner, si sonreír o estar muy serio o mirar a otro lado.
Mi madre le explica todo en unos segundos. Claro, conciso y sin adjetivos innecesarios, pura información. Yo, solo tengo ojos para la cara de mi padre, que alterna su mirada entre la moto, mi madre y este nudo de nervios que soy yo. Y, para mi sorpresa, él simplemente pone cara de circunstancias, como diciendo, -bueno, pues ya está, ahora a lo importante. – ¿Y este trato anda?- me suelta de sopetón. Y yo sonrío y afirmo con la cabeza y me oigo decir: – ¡Qué si anda! ¡Va como una exhalación! – Mi padre no puede aguantar la risa y me dice, -menos lobos, -con que ande ya va bien. Y ahora, que piensas hacer con ella, ¿dónde la vas a tener? Habrá que darla de alta en el seguro, digo yo. Bueno, ahora vamos arriba que hay que cenar, o ¿es que esta noche no se cena? Mi madre sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco como respuesta, echándole una última mirada a mi Derbi, como culpándola de todos los males que pudieran venir.
Yo cené con apetito y bajé dos veces al portal, a ver que la moto seguía allí y, cada vez que bajaba y la veía, me alegraba. Dormí tarde pero profundo, seguramente por el cansancio producido por todas las emociones vividas esa tarde noche, y a la mañana siguiente me levanté sin que nadie me despertase, desayune rápido y bajé la escalera silbando, lo que me valió la cara de desapruebo de la portera, que a esa hora, ya estaba limpiando el portal, aunque yo la saludé con mi mejor sonrisa. Nunca he salido tan ufano a la calle como ese día. Me paré un momento a contemplar mi montura y, abriendo el candado con parsimonia, empecé a sacarla de entre las otras motos y llevarla al bordillo para arrancar. Recordé de memoria las explicaciones del chico y arranqué a la tercera. Con el motor en marcha y ese peculiar olor a gasolina, que ahora me parecía el mejor perfume, un sol espléndido mañanero que ya se anunciaba sobre el tejado de las casas de enfrente, me introduje en el caudal del rio metálico que circundaba la plaza, camino de mi academia.
Por el camino, concentrado en el tráfico, me dio tiempo a pensar en cómo sería mi entrada apoteósica. Me imaginaba que todos mis compañeros y compañeras estarían a la puerta de la academia y yo llegaría allí y todos me verían llegar y se juntarían a mi alrededor como moscas alrededor de una caca de perro. Pero, la verdad, es que madrugué demasiado y cuando llegue solo me vio Teresita, que pasó por mi lado cuando estaba subiendo la moto a la acera y, miro por el rabillo del ojo, esforzándose por aparentar indiferente. Al menos, eso es lo que yo pensaba. No es lo mismo llegar en moto que enseñársela a todos los que van viniendo, así que, le puse el candado y me subí a la academia. Al salir ya sería otra cosa, me decía yo a mi mismo, un poco decepcionado por la llegada.
Al fin me acostumbre. Sí, era el primer chico de la academia que tenía moto propia, No fui nunca el primero en nada, pero ahora sí. Tampoco era nada del otro mundo, tener una moto, pero me daba una libertad hasta ahora insólita para mí. Nunca olvidaré la primera excursión que hice solo. Fue a Cercedilla. Yo ya había estado allí en verano, pero ahora fui yo solo en primavera. Un domingo madrugué y me hice el macuto. Un macuto verde, que había comprado en el rastro con su cantimplora de aluminio y todo. Me hice unos bocadillos con el pan que había quedado del día anterior, y metí dos naranjas y un plátano. La cantimplora la llené de agua. Busque mi cámara de fotografiar, intentando no despertar a mis padres, que dormían a pierna suelta esta mañana de domingo. Dejé una nota, típico en mí, diciendo donde iba y que vendría ya tarde para la cena. Si les hubiese preguntado si podía ir, me hubiesen dado un buen sermón y puede ser que hubieran dicho que no, por eso, era mejor dejar una nota y explicarme al regresar.
Era una mañana fresquita. Yo llevaba mi chaquetón azul como abrigo y un gorro de lana a modo de pasamontañas. Yo tenía un gorro así ya con solo dos años y tengo una foto en la que voy en moto en un carrusel y llevo una gorra igual que esta que llevaba yo, camino de Cercedilla. Los pies los llevaba yo calzados mis botines ingleses de media caña y las manos iban precariamente protegidas por unos guantes de punto. Enfilé Alberto Aguilera abajo y me paré en la gasolinera a echar gasolina para el viaje. Le entraron cuatro litros y salí con el deposito lleno, Ya era un gasto diario, echar gasolina, y mi paga seguiría siendo la misma durante muchos meses. Me esperaban unos sesenta kilómetros por carretera, yo pensaba que sería cuestión de hora y media o dos horas, lo más. Mientras transitaba por la ciudad, seguía el flujo del tráfico sin problemas, pero, al salir a la carretera, me di cuenta de la diferencia que hay de potencia entre un locomotor y cualquier otro vehículo, porque, aunque yo llevaba el acelerador a tope, me iban pasando todos, sin ninguna excepción. Bueno, sí, una excepción, algún que otro ciclista, pero hasta esos me costaba pasar.
Me pasaban autobuses, camiones, turismos y motos de todas clases. Yo iba a pegado a mi derecha, pero alguna vez, por esquivar una piedra o cualquier obstáculo en la cuneta, me salía un poco hacia la izquierda y era recibido con una cacofonía de cláxones. Algún que otro me gritaba, si llevaba la ventanilla abierta o si se la abría el copiloto, algún “piropo”: -¡gilipollas! ¡niñato! ¡a la derecha, coño! Aferrado al manillar, yo miraba hacia adelante, trataba de ir pegado a la cuneta, tan a la derecha como me atrevía, para no salirme del asfalto, porque, cuando lo hacía, la moto daba unos botes muy poco agradables. El viaje se me hacía largo, inconcebiblemente largo, los brazos cansados, las manos doloridas y muy frías, los pies fríos, como si fuese descalzo.
Al pasar por Alpedrete, sentí que la moto perdía potencia y estabilidad. Me fui hacia la cuneta y me detuve, y al bajarme vi que la rueda de atrás estaba pinchada. Un calor inmenso invadió todo mi cuerpo. Toqué la goma, como esperándome un milagro. No llevaba nada, para arreglarlo, ni una simple bomba de aire, para no hablar de parches o cualquier tipo de herramienta. Iluso de mí, pensaba que las máquinas eran “perpetuum mobile” y solo había que echar gasolina. Y, ahora, ¿qué hago? Di unas cuantas vueltas alrededor de la Derbi, que para el que me pudiera ver, parecería una especie de ritual y al fin, me senté en una piedra a la orilla de la cuneta, con la vista fija en la rueda pinchada, mientras el rio metálico seguía su cauce, subiendo la cuesta, entre ronroneos de motor, y cubierto por una nube de gases, malolientes y más o menos transparentes. Me quité el macuto y saqué de él mi merienda. Yo comenzaba a pensar en lo que debería hacer, pero mis pensamientos abarcaban desde la posibilidad de encontrar un teléfono hasta la posibilidad de arreglar el pinchazo y seguir el viaje, pero no sabía por donde empezar. El teléfono podía esperar, porque en casa sabían que iba a regresar a la tarde y no me esperaban justo ahora. Lo del pinchazo era más difícil, porque no sabía por dónde empezar. ¡Si supiese dónde hay una gasolinera o un taller mecánico! Pero los talleres estarán todos cerrados, creo yo, pensaba. Y la gasolinera, no me he fijado si he pasado alguna recientemente y más adelante, subiendo la cuesta, no sé. ¿Qué hacer?
Estaba yo en mis cavilaciones, cuando sentí que un vehículo reducía marcha y a continuación se metía en la cuneta y frenaba a un metro de mi moto. Era un Citroën 11 ligero, como el de mi tío, pero este que se paró era de color granate y no negro, como en el que yo había viajado tantas veces. Del coche salió una mujer joven, morena, con el pelo bastante corto. Llevaba pantalones negros y un jersey marrón. En las manos llevaba guantes de esos de conducir. Se acercó a mí y me espetó: ¿Pinchazo, eh? ¡Vaya sitio, también! Anda, ven que te llevo a la estación de servicio y ya veremos que dicen. Yo miraba a la chica y sin mediar palabra recogí mi macuto, y me fui hacia el coche, mirando atentamente a mi moto, como indeciso, pero feliz de empezar con la posibilidad de una solución. La chica conducía silenciosa, me miró y sonrió, seguro que pensando que yo era un pardillo inútil. Al poco rato paramos, calculo que, a dos kilómetros de la moto, y ella se bajó y se fue directa hacia la vidriera de la entrada, tras la cual se veía a un hombre con mono verde, ocupado en algo. Ella no me dijo que le acompañase, pero yo me bajé y me dirigí hacia la vidriera, y antes de llegar, ya salía la chica con otro hombre con mono verde. Este señor era mayor, calvo y bajito. Se movía con gran soltura y se dirigió hacia mi y me dijo: -Anda, súbete a la DKW y vamos a recoger tu moto. Yo le seguí sin mediar palabra. La chica se quedó en la estación de servicio y se dirigió a la pequeña cafetería que había en el mismo edificio.
Al llegar a mi moto la vi a distancia y me pareció más pequeña y más vieja de lo que yo pensaba. El hombre paro tras la moto y me dijo que le ayudase a subirla a la furgoneta. La subimos, por suerte el hombre bajito era muy fuerte, y la amarramos con unas cuerdas, para asegurarla al cajón. Al llegar todo fue muy rápido. Le ayudé de nuevo, esta vez a bajar la moto y el se la llevo al taller. A mí me dijo que me fuese a la cafetería. Allí encontré a la chica que me preguntó qué quería tomar y le dije que un refresco. Yo echaba cuentas. ¿Tendría dinero suficiente para pagar? No había pensado en la posibilidad de necesitar mucho dinero y me quedaban cincuenta duros para gasolina y nada más, después de haber llenado el depósito en Madrid. Me sentía molesto, pero a la vez contento de no estar en la cuneta. Ella me empezó a hacer preguntas y yo a contestar como pude. La verdad es que no sabía que decir cuando ella me preguntó a dónde me dirigía. A Cercedilla, sí, pero ¿a qué? Pues, no sé, por ir a algún sitio, por probar “mis alas”, por el amor a la aventura. Una pequeña gran aventura, para un chico que nunca había viajado solo. Yo tenía ya hambre y me habría comido mis bocadillos si no estuviese en el bar, pero aquí me aguantaba, hasta que ella me preguntó si quería comer algo, y yo la dije que sí. Pensaba yo que mi deuda crecía todo el tiempo, ya habríamos pasado los límites de mi pequeña fortuna.
Ella me contó que era profesora de literatura en la universidad y me preguntó que si a mi me gustaba la literatura. Ahí dio en el clavo, ¡literatura! Mi asignatura favorita, mi pasatiempo preferido. Claro, que me gustaba la literatura. Y le conté con pelos y señales mi trayecto entre las estanterías de las bibliotecas, los escaparates de las librerías y los estantes de nuestra casa y, sobre todo, los salones de mis familiares, escrutados por mí, buscando libres que leer. Le dije que aprendí a leer muy pronto y que siempre les leía en alto a mis primitos. Los cuentos que había por casa y los de todos mis familiares y amigos de mis padres, los devoré con avidez y en la escuela abrí mis perspectivas con la ayuda de fantásticos profesores, amantes, como yo de la literatura. Mi “vicio” por leer llegaba a preocupar a mis padres, que decían que tenía que salir más a la calle a jugar con mis amigos, aunque yo pensaba que ya jugaba yo lo bastante, prueba de ello eran mis rodillas, siempre con costras, testigos de mil caídas.
Mientras íbamos hablando, iba yo recordando aquel día en que devoré tantos libros que me sumergí en la literatura para siempre. Además, ese mismo día estuve a punto de morir. Sí, parece un cuento, pero es verdad. Se casaba mi primo, y fuimos a hacer no se qué en el piso, para dejarlo todo bien preparado para su vuelta de viaje de luna de miel. Un piso nuevo, recién construido, en un barrio nuevo, relativamente cercano al viejo Madrid. Todos los muebles nuevos, así como las lámparas, las alfombras, los utensilios de cocina. A mí solo me interesaba la estantería de los libros. En primer lugar, la biblioteca en miniatura que descubrí. Eran los crisolines, los minúsculos libritos (6,5 centímetros de base y ocho de alto) en los que la editorial Aguilar había editado todo tipo de títulos, sobre todo, clásicos- desde 1946; uno al año, excepcionalmente, dos. Ya en 1966, la minúscula biblioteca tenía muchos títulos interesantes, alguno de ellos verdaderamente excepcionales para aquellos tiempos. Todos estaban numerados y colocados por fechas y no por apellidos de los escritores o por títulos. El primero era El alma de Cervantes, de Agustín Herrera García. Ley a Unamuno, la edición bilingüe de los Cantares Gallegos de Rosalía de Castro, Benavente, los Sainetes de Arniches…leía y leía sin parar, cerré la puerta para que no me molestasen con sus trajines…poco a poco me iba quedando como adormilado, me dolía la cabeza, pero yo creía que era porque se me cansaba la vista de tanto leer en las miniaturas. Me desvanecí. Después me contaron que había estado a punto de morir por las inhalaciones de barniz fresco proveniente de los muebles del salón, que, cerrado herméticamente conmigo adentro, funcionaba cual cámara de gas.
Recuerdo la nauseas y el mal cuerpo que tuve al despertar, pero llevaba en mis bolsillos cuatro miniaturas, para leerlas tranquilamente en mi casa. Se las devolvería antes de que regresasen de su viaje de bodas, había pensado. Cuando regresaron me trajeron a casa toda la colección y me dijeron que la leyera con tranquilidad y así lo hice. Fue esta mi primera biblioteca, que con los años iría creciendo y desbordando los límites de mi pequeña estantería y, desbocada, colonizando el resto de la casa.
Y, ya puestos a contar, le conté como mi primer profesor de lengua, don Agapito, nos había introducido a Jules Verne y como desde entonces se había despertado mi espíritu viajero y aventurero, que yo ahora, con mi humilde Derbi, soñaba en poner en práctica. «Veinte mil leguas de viaje submarino» fue el primer libro que nos leyó él, con su bonita voz de locutor de radio. Les siguió «Viaje al centro de la Tierra» y «La vuelta al mundo en ochenta días» y ya, por mí mismo leí «Miguel Strogoff», «De la Tierra a la Luna» y «La isla misteriosa». Por el momento, le dije, estaba leyendo «Los hijos del capitán Grant». Ella me miraba sonriendo, mientras yo le iba explicando mi relación con la literatura. Le dije que había leído ya el Quijote tres veces y que no podía dejar de reírme a carcajadas con algunas de sus aventuras, así cómo yo disfrutaba leyendo el Lazarillo de Tormes o El Buscón de Quevedo. No es que solo leyese libros; leía también tebeos, todos los que me caían en las manos, y los guardaba como oro en paño. De pronto, el hombre bajito se nos acercó y me dijo: – ya está lista tu moto. Le he cambiado la recámara y te he puesto una cubierta nueva, que estaba rajada-. Me ruboricé, trague saliva y me oí decir: – solo tengo doscientas cincuenta pesetas- tendré que llamar a casa, perdone usted-. La chica me miraba con una sonrisa en los labios y me puso una mano en el hombro diciendo, al tiempo que sacudía levemente la cabeza, dijo: -no te preocupes, Martín-. Yo ya me había presentado. Concha, se llamaba ella, Conchita, podía llamarla yo, dijo. – Este señor es mi tío y tú no nos debes nada. No te preocupes. Pero tienes que prometerme una cosa: Tienes que venir a visitarme a la facultad, porque quiero presentarte a unos amigos, que estarán encantados en conocerte. Me dio un fuerte abrazo. Yo le dí un apretón de manos a Luis, el tío de Conchita y me sorprendió la fuerza y la aspereza de su mano.
No subí a Cercedilla. Mi primera aventura, el ensanche de mi circulo se quedó ahí, en una estación de servicio cerca de Alpedrete, me bastaba con los que había vivido y quería llegar de vuelta a casa. A esta hora había poco trafico en dirección a Madrid y yo circulaba más relajado que a la ida. Entré por la Moncloa y paré un rato en el Parque del Oeste a comer mis bocadillos. Me quedaba bien de tiempo para llegar a casa. Necesitaba pensar, digerir mi aventura. Han pasado casi sesenta años de esos acontecimientos. La moto sucumbió tras una caída, un robo y falta de cuidados. Persistió mi amor por la literatura y mi amistad con Conchita. Abajo podéis ver a un pequeño martín, vestido como para ir de aventura, en un carrusel. Mi apertura de circulo también resultó ser una especie de carrusel. En otra foto me veis vestido con el atuendo que llevaba yo en mi primer viaje. La foto está tomada por Reyes en 1966.


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