Ayer hizo un día de esos espléndidos días de invierno, sin viento, un cielo azul radiante y bastante frío; un día de postal. Así, bien abrigado, andando despacito por los caminos de nieve helada, me puse a pensar en una conferencia que di hace ya bastantes años, en noviembre de 2019 concretamente, en la Sociedad Científica de Mérida. La conferencia llevaba el título «LA HISTORIA DE LA CONCIENCIA MEDIOAMBIENTAL, DESDE LA BALADA DEL HUMO DE GRESHAM COLLEGE HASTA GRETA THUNBERG». Eran días prepandémicos y la cuestión más debatida era el despertar de la conciencia medioambiental, impulsada por la certeza científica de un cambio climático extremo, que podía dar al traste, en el peor de los casos, con todos los progresos de la humanidad hasta la fecha. La figura de la pequeña y aparentemente frágil adolescente sueca, la joven Greta Thunberg, representaba en aquel momento el despertar de la conciencia medioambiental; poniendo en jaque a los líderes mundiales, reclamando acciones que pudieran frenar el cambio climático en la medida que este era producto de las actividades económicas de los humanos.
Quería yo mostrar que ese despertar había tenido lugar mucho antes, en el siglo XVII, aunque podría encontrar testimonios aún más antiguos de avisos y advertencias que daban testimonio de como el hombre, con sus actividades, iba deteriorando su propio hábitat, hasta llegar a la situación en la que nos encontramos hoy. No será porque no nos lo han advertido. Lo hicieron los de Gresham College (1663), medio en serio medio en broma, inspirados por uno de los fundadores de la Royal Society, John Evelyn, que, en un panfleto dedicado al rey inglés Carlos II, Fumifugium (1661), expone la notoria polución del aire en la ciudad de Londres y propone diferentes maneras de como mejorarlo, para hacer de la ciudad un lugar saludable y ameno para vivir y, muy importante también, para asegurar el progreso económico y moral de la sociedad. Leyendo a John Evelyn obtenemos una imagen verídica de la gran ciudad de Londres, que el presenta como una urbe casi perfecta para a continuación describir en pocas palabras los problemas que hacen a esta ciudad francamente inhabitable. Leamos sus argumentos: “Pero inferiré que si esta hermosa ciudad reclama justamente lo que le corresponde y merece todo lo que se pueda decir para reforzar sus elogios y darle título, debe ser liberada de aquello que la hace menos saludable, la ofende realmente, y que oscurece y eclipsa todas sus demás atribuciones. Y ¿qué es todo esto sino esa nubosa y funesta nube de carbón de mar (carbón mineral a diferencia de carbón vegetal)? que no solo está perpetuamente inminente sobre su cabeza. Como dijo el poeta (Virgilio, Eneida:
Conditur in tenebris altum caligine Cœlum: «Se oculta en las tinieblas el cielo alto con espeso velo.»
pero tan universalmente mezclado con el de otro modo saludable y excelente aire, que sus habitantes no respiran más que una niebla impura y espesa acompañada de un vapor hollínico y sucio, que los hace susceptibles de mil inconvenientes, corrompiendo los pulmones y alterando todo el hábito de sus cuerpos; de manera que los resfriados, las fiebres pulmonares, la tos y las afecciones pulmonares se desatan más en esta sola ciudad que en toda la Tierra
Aquí no me extenderé mucho sobre la naturaleza de los humos y otras exhalaciones de las cosas quemadas, que han obtenido sus distintivos epítetos según la calidad de la materia consumida, porque generalmente se considera que son perjudiciales y perjudiciales para la salud, y no quiero que se piense que aquí estoy vendiendo humo, como se dice, o ensuciando el papel con observaciones insignificantes: Sin embargo, no fue tal vez una derivación inepta de aquel crítico que tomó nuestro apelativo inglés, o más bien, sajón, de la palabra griega «καίω» (quemar) y «ἐκφυγή» (corromper), como algo más adecuado a sus efectos destructivos, especialmente de lo que aquí tanto declamamos en contra; ya que esto es cierto, que de todos los materiales comunes y familiares que emiten humo, el uso inmoderado y la indulgencia hacia ellos.
El carbón de mar solo en la Ciudad de Londres la expone a una de las inconveniencias y reproches más desagradables que pueden ocurrir a una ciudad tan noble y, por lo demás, incomparable. Y esto no proviene de los fuegos culinarios, que, al ser débiles y alimentados con menos frecuencia, se disipan y dispersan con tanta facilidad hacia arriba que apenas son discernibles, sino de algunos pocos túneles y salidas particulares, pertenecientes solo a cerveceros, tintoreros, productores de cal, sal y jabón, y algunos otros oficios privados. El respiradero de uno solo de ellos infecta evidentemente el aire más que todas las chimeneas de Londres juntas. Y que esto no es la menor hipérbole, que el mejor de los jueces lo decida, que considero que son nuestros sentidos: mientras estos están expulsando por sus negras bocas, la Ciudad de Londres se asemeja más al rostro del Monte Etna, la corte de Vulcano, Stromboli o los suburbios del infierno que a una asamblea de criaturas racionales y la sede imperial de nuestro incomparable monarca. Porque cuando en todos los demás lugares el aire es más sereno y puro, aquí está eclipsado por una nube de azufre tan densa que el propio sol, que ilumina el día en todo el mundo, apenas puede penetrar y difundirlo aquí; y el viajero cansado, a muchas millas de distancia, huele la ciudad a la que se dirige antes de verla. Este es el humo pernicioso que ensucia toda su gloria, superponiendo una costra o capa de hollín en todo lo que toca, arruinando los objetos móviles, empañando la vajilla, dorados y muebles, y corroyendo incluso las barras de hierro y las piedras más duras con esos espíritus penetrantes y acreedores que acompañan su azufre; y ejecutando más en un año, expuesto al aire puro del campo, de lo que podría lograr en varios cientos.”
Como podemos ver, el autor comprende que la polución del aire no se debe en primer lugar a las cocinas particulares, sino a las fábricas y manufacturas de todo tipo, que hacen de la ciudad un centro económico. Por tanto, John Evelyn propone que toda producción contaminante se saque de la ciudad y se lleve a una prudente distancia del Támesis. Es una propuesta clara, que no solamente expone la deplorable situación en que se encontraba la ciudad en aquel momento, sino que ofrece soluciones claras:
“Pero el remedio que propongo no tiene nada de esta dificultad, requiriendo solo el traslado de tales oficios, que son manifiestamente molestias para la ciudad, y que, preferiblemente, quisiera ver ubicados a distancias mayores; especialmente aquellos que en sus trabajos y hornos utilizan grandes cantidades de carbón marino, la única y verdadera causa de esas prodigiosas nubes de humo que tan universal y fatalmente infestan el aire, y que no serían permitidas en ninguna ciudad de Europa donde las personas tuvieran respeto por la salud o el adorno. Tales oficios son los cerveceros, tintoreros, fabricantes de jabón y sal, calcinadores de cal y otros similares: afirmo que estos, junto con algunos pocos más de la misma clase, retirados a una distancia adecuada, producirían una cura tan considerable (aunque solo parcial), que las personas se sentirían como si estuvieran respirando una nueva vida, al igual que Londres parecería una ciudad nueva, liberada de eso que la convierte en uno de los lugares más perniciosos e insoportables del mundo, al someter a sus habitantes a un aire tan infame.”
Desgraciadamente Carlos II no parece haber leído este panfleto a él dedicado con la debida atención. Tampoco fue algo que el parlamento tuviese ganas de implementar. De hecho, los estudiantes y académicos que compusieron la famosa balada de Gresham se burlan un poco de John Evelyn:
«Para adivinar por el mérito de cada uno,
lee un libro llamado Fumifugiam.
Su autor tiene un espíritu público
y sin duda también una cabeza astuta.
Debe ser más que John un Roble
quien escribe tan eruditamente sobre el humo.
Él muestra que es el humo del carbón de mar
que siempre envuelve a Londres,
que ahoga nuestros pulmones y espíritus,
arruina nuestras prendas colgantes y oxida nuestro hierro.
Que nadie se burle de Fumifuge
quien escuchó en la iglesia nuestra tos de los domingos.
Para mejorar el aire
tanto para nuestros pulmones como para nuestras narices,
se preocupa por plantar los campos
con cedro, enebro y rosas,
que, convertidos en árboles, se entiende,
en lugar de carbón, quemaremos madera.»
Un siglo más tarde, ya en plena revolución industrial, la situación medioambiental era aún peor. Y dos siglos más tarde, ya en el siglo XIX, la polución se veía como algo tan natural, que se usaba como símbolo de la ciudad, plasmado en postales mostrando chimeneas de fábricas emitiendo gases tóxicos, que, paradoxalmente se consideraban buenos para la salud, porque alejaban las “miasmas” que se creía portaban enfermedades.
La combustión de carbón y petróleo fue aumentando exponencialmente hasta que un día, concretamente el día 5 de diciembre de 1952, la situación en que Londres se encontraba desde hace siglos, se hizo patente de una forma contundente. Fue el día en que comenzó la llamada Gran Niebla de Londres (The Great Smog of London). Esta niebla densa y amarilla, que ocultaba el sol y hacia imposible la visión a más de diez metros duró cuatro días, pero durante ese tiempo colapsó la ciudad, cerro escuelas, cines, universidades, tiendas. El tráfico quedó bloqueado y los hospitales llenos hasta los topes de gente de todas las edades con problemas respiratorios. En medio de la catástrofe no se podía calcular el número de víctimas, pero poco más tarde, ya con las estadísticas en la mano, se pudo calcular que durante esos 4-5 días habían fallecido aproximadamente 12000 personas, una mortandad superior a la media esperada en esas fechas. También se pudo ver más tarde que las victimas estaban repartidas entre todas las edades, contra lo que se creía al principio, que serían personas de edad muy avanzada, las que hubieran sucumbido a la Gran Niebla.
Cuesta trabajo comprender cómo pudo ser posible que la sociedad inglesa no reaccionase inmediatamente a esta catástrofe. Tampoco se comprende que no se hubiesen apreciado los primeros avisos de que algo así podría ocurrir. El primer aviso fue en Bélgica ya en el 1930, La Niebla en el Valle del Mosa, entre el 1 y el 5 de diciembre provocó la muerte de 68 personas con 3000 personas que presentaban problemas respiratorios.debido a una combinación de contaminación industrial y una inversión meteorológica localizada, exactamente las mismas causas que las que se dieron en Londres 22 años más tarde. En el valle del Mosa ya había ocurrido algo similar en 1911, pero al parecer, solamente causo la muerte de animales domésticos, vacas etc. Es curioso que, analizando las consecuencias del incidente, se viniera a decir: “imagínense lo que esto hubiese supuesto en caso de ocurrir en una gran ciudad, como Londres. Se calcula que allí, en iguales circunstancias, podían haber muerto hasta 3200 personas”. Ahora sabemos que se quedaron cortos. El segundo aviso fue en Donora, Pensilvania (EEUU), La Niebla tóxica de Donora, que entre el 27 y el 31 de agosto de 1948 costó la vida a 20 personas, entre una población de 14000 habitantes, pero que causo serios problemas respiratorios a más de 6000 personas.
La reacción de los políticos fue altamente cínica. El conservador Harold MacMillan, entonces ministro de vivienda y medio ambiente, que llegaría a primer ministro en 1957, se expresó de esta manera en su grupo parlamentario: “Sugiero que formemos un comité. No podemos hacer mucho, pero podemos parecer muy ocupados, y eso es la mitad de la batalla en estos días.” Y, en declaraciones a la prensa recalcó la importancia de no poner obstáculos a la industria: (tenemos) “Un enorme número de amplias consideraciones económicas que deben tenerse en cuenta.” Y en realidad MacMillan tenía bastante razón en sus afirmaciones. Gran Bretaña estaba lidiando los problemas de la posguerra, arruinada económicamente, con una deuda aplastante a los Estados Unidos, obligada a exportar todo lo que tenía y podía, y era carbón lo que más tenía. El de buena calidad se exportaba como compensación a Estados Unidos y el de peor calidad, el que más polución producía, se quedaba en Inglaterra, y con el se calentaban y funcionaban sus industrias. Había que mantener la producción aún a costa del deterioro del medio ambiente.
Pero, aquí viene la conexión española en toda esta cuestión. Un colega de partido de Harold MacMillan, el judío sefardí Gerard Nunes Nabarro, miembro del parlamento inglés por Kidderminster en Worcestershire, perteneciente a la más extrema derecha del partido, de ideas que hoy nos parecerían imposibles de expresar, se alzaría como el mayor defensor del medio ambiente y, tras mucho empeño y un trabajo febril, conseguiría que se promulgase la ley llamada The Clean Air Act (ley del aire limpio) en 1956. Esta ley introdujo una serie de medidas para reducir la contaminación del aire. Entre las más importantes se encontraba el progresivo y obligatorio cambio hacia combustibles sin humo, especialmente en las «áreas de control de humo» con alta población, con el fin de reducir la contaminación por humo y dióxido de azufre proveniente de la combustión de carbón en fábricas y hogares. La ley también incluía medidas que reducían la emisión de gases, partículas y polvo provenientes de chimeneas y conductos de humo. La ley fue un hito significativo en el desarrollo de un marco legal para proteger el medio ambiente. Fue modificada por leyes posteriores, incluida la Ley de Aire Limpio de 1968, pero a Nabarro hay que darle el crédito que se merece en promover la primera ley del aire limpio. No se queda solo en eso, la influencia del que sería nombrado Knight Bachelor, Sir Gerard, en 1963, por los servicios prestados a la nación. La Ley de Aislamiento Térmico (Edificios Industriales) de 1957, Ley de Estándares para Quemadores de petróleo de 1960, y la introducción de advertencias en los paquetes de cigarrillos en 1971, llevan también su nombre como principal promotor.
Y un día como el de ayer recuerdo todos esos acontecimientos y me pongo a pensar, ¿qué sería necesario para movilizar nuestros gobiernos para lograr parar el proceso de calentamiento climático? ¿Sería necesario un verano con temperaturas medias de 40 grados, aquí en Suecia? ¿Reaccionaria el gobierno español si los pantanos del norte de España se secasen completamente? ¿Por qué es tan difícil escarmentar en piel ajena?, me pregunto yo. ¿Es que no vemos lo que está ocurriendo en
África? ¿Cuántos millones de africanos tendrán que dejar sus tierras para venirse a Europa, por culpa del cambio climático? ¿Cuántas zonas costeras deberán quedar inundadas en los países más poblados del mundo para que comprendamos? Creo que vamos a necesitar un Nabarro. No hay que esperar mucho de los “progresistas” porque de ahí no viene nada que pueda irritar a los sindicatos, tampoco debemos confiar la protección de los intereses de todos a los “verdes” porque sus soluciones no tienen en cuenta la realidad económica. Quizás necesitamos a alguien que esté dispuesto a presentar proyectos realizables, regulaciones necesarias, aunque sean incomodas y poco populares. Ante lo que nos viene necesitamos valor y arrojo. ¿Quién será nuestro próximo Nabarro? Para terminar y para los amantes del humor inglés, contaré que, la figura un tanto extravagante de Nabarro llevó a que su imagen fuera frecuentemente utilizada por el equipo de Monty Python. Abajo una vista de Malmö, ayer a 13 bajo cero, cielo azul. Una foto tomada durante la Gran Niebla de Londres y por último una fotografía de Sir Gerard Nunes Nabarro en 1962, a la edad de 39 años.
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