Hoy salgo a caminar muy temprano. Aprovecho antes de que todas las puertas de mi callecita se empiecen a abrir y de ellas salgan niños y mayores, cada cual, a sus tareas cotidianas, unos andando, otros en bicicleta, algunos en coche o en autobús. Por unos momentos, mi callecita estará llena de gente y eso me quita de alguna forma el placer de caminar. Salgo en el silencio de la mañana, cuando el frío del invierno aún envuelve la tierra en su abrazo helado, los primeros rayos de sol comienzan a filtrarse a través de las nubes, como tímidos mensajeros de la primavera por venir. Sus cálidos destellos danzan sobre la escarcha que cubre la hierba y los árboles, disipando lentamente la oscuridad de la noche. Es en este preciso momento, cuando el mundo parece estar suspendido entre el sueño y la vigilia, que los rayos de sol adquieren un poder especial. Su suave caricia, que ya siento tímidamente en mi piel, despierta la naturaleza de su letargo invernal, instilando vida en cada rincón que tocan. Los pájaros comienzan a cantar, los brotes comienzan a emerger y el aire se impregna con el dulce aroma de la esperanza renovada, este siete de marzo.
Los primeros rayos de sol son como una bendición, una promesa de días más cálidos y brillantes por delante. Su luz dorada nos recuerda la belleza efímera de cada nuevo amanecer y la oportunidad de comenzar de nuevo. En medio del frío persistente del invierno, llevo todavía mi ropa de invierno y dos pares de pantalones, son un recordatorio reconfortante de que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay luz y calor esperando ser descubiertos una vez más. A mi paso, veo cientos de florecillas, muchos crocus de varios colores, parientes de la rosa del azafrán, campanillas blancas de invierno y hasta las hojas de los tulipanes, que ya están bastante crecidas. Hago alguna foto para mi cuenta de FB y le pongo estas líneas. Es mi forma de comunicar con mis amigos distantes, los que no leen mis paseos por la historia.
He recibido reacciones muy positivas sobre mi entrada de ayer, de amigos que, como yo han visitado Malta y/o Cerdeña. A nadie dejan indiferente esas dos islas. A mí, personalmente, me han marcado para siempre. Ya os conté ayer cómo y por qué llegué a Malta. Hoy os contaré cómo y por qué di con mis huesos en Cerdeña. Yo había escrito algo sobre Cerdeña en mi estudio sobre la historia del nacionalismo catalán. Me resultaba curiosa la conservación del idioma catalán en L´Alguer, Alghero en catalán, pero aparte de eso no me había interesado nunca por esa isla hasta que conocí a Giuliana, una mujer que rebosaba energía controlada, llena de proyectos, colega ejemplar, que conocí en Jumilla hace unos quince años. Allí mismo decidimos emprender un proyecto de intercambio dentro de Erasmus y de esa manera llegué a la isla y me sumergí en su cultura y su historia, y es que es muy fácil hacerlo, de verdad.
Llegamos ya de noche al aeropuerto de L´Alguer. A la salida estaba todo oscuro y lo único que quedaba en el aparcamiento del aeropuerto era un autobús bastante destartalado. Me acerqué y vi que ponía el nombre del instituto “Pischieda” y un hombre de edad muy avanzada, bajó y me saludó. Me dijo que mi amiga Giuliana estaba muy ocupada hoy y le había enviado a él para recibirnos y llevarnos a nuestro hotel en Bosa, la pequeña y antigua ciudad que alberga el instituto. Comenzo el viaje que transcurría por la costa, los que conocéis la ruta de Barcelona a Sitges, por las costas del Garraf, os podéis hacer una idea, pero esto era más arriesgado, siendo la carretera más estrecha y llena de socavones. El mar se adivinaba en la oscuridad, como furtivos reflejos y los débiles faros del autobús iluminaban murallas de rocas y árboles que llegaban hasta la misma carretera. Mis estudiantes daban pequeños gritos de emoción mezclada con terror y mi colega cerraba los ojos con fuerza, como deseando que todo fuese una pesadilla. Al fin llegamos.
Ya en el pequeño hotel, descubrimos que se celebraba una comunión y todo estaba abarrotado de gente comiendo, bebiendo, cantando y bailando por doquier. Rápidamente nos pusieron una copa en la mano y un plato de manjares exquisitos de la tierra, pero nadie nos preguntó nada, ni tampoco hicieron ver que nos iba a acoger como huéspedes. Allí estábamos nosotros, sin conocer a nadie, y con las maletas ocupando gran parte del espacio de la fiesta, pero eso no parecía molestarle a nadie. De pronto, una radiante Giuliana, se abre paso entre mayores, niños y algún perro, y se acerca a mí diciendo: “ Benvenuti, Martín e compagnia, presto sarete assistiti dal custode. Mangiate, bevete e festeggiate con noi.” Y así lo hicimos. Serían ya las dos de la madrugada cuando nos dieron las llaves y pudimos entrar a nuestra habitación.
A la mañana siguiente, despertamos en un hotel en absoluto silencio. Bajé a dónde yo suponía que estaría el comedor y lo encontré abierto pero vacío y silencioso. En vista de que no había desayuno decidí salir por mi cuenta a ver la ciudad que algunos llamarían pueblo, pero que yo insisto en llamar ciudad. No tuve que dar muchos pasos para darme cuenta de que había llegado a una ciudad preciosa, encantada y encantadora. Por suerte, no había inspeccionado todo lo relativo a la ciudad que se podía encontrar ya en las redes, porque prefería descubrirlo todo a primera vista, como me pasó con Cáceres, la primera vez que fui o con Salamanca. Prefiero la sensación “virgen” del que descubre algo por primera vez. Al llegar al río y ver el castillo en la altura y las pintorescas casas en colores pastel quedé prendado y me fui de vuelta, casi corriendo, para despertar a todo mi grupo. Al llegar ya estaba el desayuno listo y al finalizar, Giuliana nos estaba esperando.
Feliz de poder utilizar mi italiano, me puse a hablar con todo el mundo, al llegar al instituto. Pronto comprendí que mi italiano junto con mi acento me aproximaba mucho a la lengua que hablaban ellos, el sardo, porque yo, cuando no encontraba la palabra deseada en italiano, la decía en español y esto hacía que yo utilizase palabras que existen en el sardo cotidiano o al menos son sinónimos conocidos, aunque menos utilizados, así que los estudiantes y los colegas italianos me decían, medio en serio medio en broma: “Sembra che tu sia sardo.”
La ciudad se llama Bosa y está a unos cuarenta kilómetros de L´Alguer, en la costa oeste de Cerdeña. Bosa tiene una historia rica y fascinante que se remonta a la antigüedad. Fundada por los fenicios en el siglo VIII a.C., ha sido habitada por varias culturas a lo largo de los siglos, incluidos los romanos, bizantinos, árabes y españoles, cada uno dejando su huella en la ciudad y su entorno. Bosa prosperó como un importante centro comercial durante la época romana, gracias a su estratégica ubicación en la desembocadura del río Temo, que permitía el comercio marítimo y fluvial. Durante la Edad Media, la ciudad fue disputada entre varias potencias mediterráneas, incluidos los árabes y los pisanos, antes de caer bajo el dominio de la Corona de Aragón en el siglo XIV. Tuve la suerte de conocer a la directora del archivo de la ciudad y casi me quedo allí de por vida, tantas maravillas y tesoros encierra. Yo no podía despegarme de allí, con todos los pergaminos, algunos de los cuales completamente inéditos, que esperaban ser sacados a la luz y publicados.
Ya en mi primer paseo descubrí que uno de los aspectos más destacados de Bosa es su pintoresco casco antiguo, con estrechas calles empedradas y coloridas casas que se aferran a la ladera de una colina, dominada por el castillo de Malaspina, una imponente fortaleza medieval construida en el siglo XII. El castillo ofrece vistas espectaculares de la ciudad y el mar Mediterráneo, y es un recordatorio de la importancia estratégica de Bosa en el pasado. Llené el teléfono de fotos y tuve que pedir que mis anfitriones tomasen las fotos que yo quería llevarme como recuerdo. Tengo cientos y cientos.
Bosa es conocida por su producción de vino, especialmente el famoso vino Malvasia, que se cultiva en los fértiles viñedos que rodean la ciudad. Casi todos los habitantes de Bosa tienen sus viñedos y hacen el vino en sus casas. Un colega nos llevó a la suya a degustar sus vinos y puedo certificar que eran estupendos. Un buen Malvasía le da a su productor un gran respeto entre sus vecinos. También tienen la costumbre de disponer de sótanos-bodega donde se reúnen para beber y comer con los amigos, como se hace en las bodegas de Zamora, en una de las cuales yo cogí mi primera y no última borrachera. Seguiré contando cosas de Cerdeña en mi próxima entrada. Encontré fácilmente fotos de mi última visita a la isla.
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