¡Cómo son las cosas! Escribía yo en una anterior entrada, en referencia a los juegos olímpicos de Múnich, como nuestro compatriota, el sufrido Mariano Haro, nos había mantenido en vilo, en una carrera inolvidable, en la que acabo venciendo el finlandés Lasse Virén, pero en la que él llevó el peso de la carrera de 10000m que sería la más rápida corrida hasta entonces y en la que él haría una mejor marca española de 27´48,14´´. Ayer, el día después de la inauguración de los juegos de París, leo en El País, el obituario que le dedica Carlos Arribas, pues muere a los 84 años este olvidado héroe español. Como Virén, tras su carrera como atleta, se convirtió en político y fue alcalde de su pueblo durante muchos años. Para muchos amantes del deporte de fondo de todas las categorías, fue una continuación de la herencia del ciclista Federico Bahamontes, que nos dejó hace un año. Haro, como Bahamontes, de una generación anterior (nacido en 1928), pertenecían a esa estirpe de deportistas españoles sufridos, capaces de darlo todo en las peores condiciones.
Mariano Haro era mi referente cuando yo empecé a correr, en mi caso, involuntariamente y por imposición de mi profesor de educación física, que veía en mi un ser negado a todo ejercicio gimnástico o juego alguno, exceptuando una cierta capacidad en la carrera de fondo. Se hablaba poco de atletismo en España en esa época, a comienzos de los 60, pero si se hablaba era de “el León de Becerril”. Haro desarrolló su capacidad de la misma manera que los corredores masái que hoy en día copan el palmarés mundial en el fondo y el maratón lo han hecho, usando sus piernas como medio de transporte. Se cuenta que, cuando Haro iba a Palencia desde su pueblo, Becerril de Campos, iba corriendo los 16 kilómetros que le separaban de la capital y se hacía otros tantos de vuelta. He de confesar que yo, en 1980, corría desde Lund hasta Eslöv, 17 km, para dar clases en un instituto y, algunas pocas veces, hasta corría de vuelta. Ese año quedé campeón universitario de los 10 000, que todo hay que decirlo y, ya puestos, tampoco me voy a avergonzar por ello, logro que yo dediqué especialmente a la memoria de mi profesor de gimnasia, claro está. Descansa en paz Mariano Haro, que nunca te olvidaremos, los que en ti hemos encontrado un modelo y un ejemplo. En especial tu tozuda concentración en la carrera y tu amor por el deporte.
Yo hoy pensaba escribir sobre algo que yo ya anunciaba ayer, mi experiencia con el gran corredor cubano Alberto Juantorena, uno de los reyes de la olimpiada de Montreal el 1976, ganador de los 400 y los 800, una hazaña hasta entonces impensable, porque los 400 son para velocistas y los 800 son para mediofondistas, dos mundos aparte, que requieren cualidades muy distintas, Pero, este corredor con aspecto de boxeador de los pesos pesados, con sus medias blancas hasta las rodillas, como un jugador de fútbol, corría con una zancada impresionante, le llamaban “el Caballo” en Cuba, y aniquilaba toda resistencia de la salida a la meta. Bueno, pues yo le he ganado corriendo en la misma carrera. No en los 400, ni se me hubiese ocurrido intentarlo, ni en los 800, no. Fue de una forma muy original.
Alberto Juantorena dominó los 800 y los 400 hasta que se rompió el pie en los mundiales de 1983, por bajar la velocidad y mirar de soslayo a su derecha, para ver donde estaban los concurrentes. Pisó la cinta metálica que delimita la calle del tartán en las eliminatorias y se acabó la carrera. Cualquier intento de regresar a la élite se vio frustrado. Comenzó entonces Juantorena su carrera federativa y política y llegó a ser viceministro para el deporte. Como tal acompaño a la delegación cubana a Cádiz. Yo estaba de visita en La Tacita de Plata, donde se celebraban unos juegos internacionales para ciegos, con participación de casi todos los países iberoamericanos y donde, naturalmente, también participaba Cuba. El motivo de mi visita era saludar a mi hermana y mi madre, que entonces vivían allí. Mi hermana, una mujer siempre abierta a aprender cosas nuevas, estudio braille y se casó con su profesor, un joven muy inteligente que había perdido la vista de niño y que, en 1985, era ya un alto cargo de la ONCE. Mi cuñado es un gran deportista y hacía mucho deporte, entre otras cosas, jugaba al fútbol para ciegos, una actividad muy violenta y competitiva, en la que los jugadores, cinco en cada equipo, persiguen una pelota con componentes sonoros y se dan unas patadas de mucho cuidado, chocando a veces y rompiéndose las narices, cuando menos, cosa que Paco, que así se llama mi cuñado, sufrió en propias carnes. Bueno, pues, en estos campeonatos, además de fútbol y atletismo en pista, se celebraba una carrera de cinco kilómetros, para la que mi cuñado se preparaba. Me pidió que le acompañase a correr, la vuelta entera a Cádiz, unas cuantas veces, con la intención de que yo le acompañase en la carrera, como guía o lazarillo. Pero, el destino burlón, le jugó una mala pasada, y la noche antes de la carrera, se lastimó la espalda en una caída fortuita. Como espectador, había visitado las competiciones y visto a Juantorena, que reconocí rápidamente, ayudando a un saltador de longitud cubano a ubicarse en la pista.
Llegó el ultimo día de los juegos y la carrera de los cinco kilómetros. Yo no había pensado más en ello, ya que mi cuñado no podía participar, pero, aquí entra la casualidad, siempre presente en mi vida, antes de la carrera, mientras yo esperaba que diesen la salida, vi ante mi la figura inconfundible de Juantorena, que se preparaba para participar como guía en la carrera, llevando a un corredor cubano. De pronto, oigo por los altavoces que se necesita un voluntario para que acompañe al representante hondureño, que se había quedado sin guía por causas que se desconocían. Mi cuñado alzó la voz y dijo – “aquí hay un voluntario” – señalándome a mí y yo, que llevaba zapatillas de correr y pantalones cortos, pero que no estaba preparado a correr, di un paso vacilante hacia adelante, cogí la cuerda reglamentaria que se lleva entre el participante y el guía y me encomendé a los santos que hubiese libres en ese momento. Al comenzar la carrera no habíamos mediado muchas palabras, el corredor y yo. Corría él concentrado, en un trote firme y yo cumplía con mi misión de ver que no nos torciéramos y nos saliéramos de la pista, que era la calle, y nos diéramos con los bordillos o chocáramos con otros corredores. Para mi sorpresa, veo que Juantorena y su corredor se encontraban justo delante de nosotros, a estas alturas, a unos dos kilómetros de la meta, en mitad del pelotón. El duendecillo de la competición me susurró a la oreja que, si apretábamos un poco, podíamos pasar a los cubanos. Yo, con que pasásemos a Juantorena y a su corredor, me conformaba, no importándome en que plaza quedáramos en la general. Y apreté el paso. Tiré, suavemente al principio, y más y más decidido a continuación, de la cuerda que compartíamos. Mi corredor me seguía y trataba de llevarme el paso, jadeaba cada vez más y me dijo con su dulce acento hondureño: -“Hermano, ¿estamos llegando?” y yo, con la vista puesta en la ya incipiente calva de Juantorena, le contesté: -“Sí, ya llegamos. Un último esfuerzo”- y el chico, que se veía tenia madera de velocista tiró de m´, y yo me esforzaba ahora por seguirle. Pasamos a los cubanos, que discutían entre ellos, y perfilamos la meta, aún a unos 500 metros. Mi corredor, fundido ya, por el ácido láctico, perdía fuelle y me repetía: -“Llegamos ya”- y yo, jadeante, le decía: “Ya llegamos, ya llegamos”-“¿Cuándo, hermano, cuándo?” – y yo, ya casi sin voz, le decía – “200 m” – y, en un último esfuerzo, el muchacho, tiró de mí con sus últimas fuerzas y llegamos, dos metros por delante de la pareja cubana, posiblemente en quinto lugar. Posiblemente, porque yo no me quedé a comprobarlo. Me fui a casa, contento, pero un poco avergonzado por haber mentido a mi compañero, que seguro que hizo marca personal en los 5000 metros. Así fue el día que competí con Juantorena y le gané.
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