Salgo de mi casa directamente al campo, bañado a esta hora por un sol que ya calienta más de lo que se podría esperar, esta mañana de finales de octubre. Contemplo, estupefacto, una colonia de cigüeñas que han tomado un barbecho al asalto y se sirven a sus anchas de los manjares que les ofrece la tierra, condescendientes con algunas gaviotas o un par de urracas, que osan deambular entre estos pájaros gigantes. Voy pensando en mi entrada de ayer, y en que prometí seguir hoy contando cosas de Andorra. Tengo que ir rebobinando pensamientos hasta llegar al 1990 y ese mes de febrero en que llegué al principado.
Todo había empezado un par de años antes, cuando entré en contacto con la fundación Jaume Bofill de Barcelona y con su director Jordi Porta, que desgraciadamente falleció el año pasado. Buscaba yo, como bien le dije, profundizar en el corazón del catalanismo para, al ser posible, llegar a comprenderlo. Nadie como este insigne catalán habría podido guiarme tan bien como él lo hizo y a él le debo en gran medida todo lo que he aprendido, sobre la formación de un espíritu democrático de lucha identitaria. En la fundación abundaban los sociólogos y uno de ellos, hombre jovial e inteligentísimo, con el cual yo solía pasar horas discutiendo sobre temas muy varios, tenía una novia andorrana. Cuando me pidieron desde Suecia que organizase un viaje de estudios para la institución de historia por Cataluña, se me ocurrió preguntarle si él me podría introducir a las autoridades del principado, para organizar una visita allí. En menos de una semana me contestó que no habría inconveniente y yo me puse a producir un programa para una visita de diez días, incluidos dos días en Andorra.
Se llega a Andorra casi sin darse cuenta. Las montañas parecen escondidas al norte de La Seu de Urgel. Muy diferente es la entrada por Francia, más escarpada, formando una barrera reconocible e imponente. En un periquete nos pusimos en Andorra la Vella, con su calle principal repleta de tiendas y bazares y llegamos a la Casa de la Vall, edificio que ha sido la sede del parlamento y del el Consejo General de Andorra desde 1702. Allí nos estaba esperando una joven estudiante, morena y lozana, que irradiaba ganas de vivir y alegría natural. Marta, que así se llamaba fue nuestra cicerone y también nuestra traductora, pues hablaba inglés y francés y mis compañeros suecos no hablaban ni catalán ni español. De la Casa de la Vall me llevo el recuerdo de esa magnifica, aunque muy sencilla cocina, lugar donde los consejeros se reunían alrededor de la chimenea, compartían comida y discutían asuntos políticos. La cocina simbolizaba un ambiente más íntimo y cercano para la toma de decisiones, en contraste con las sesiones más formales que se celebraban en otras partes del edificio. Me los imagino moviendo la olla a la lumbre, conteniendo una escudella o un trinxat de montanya, acompañados de una buena secallona, regado todo con un buen vino francés o catalán. Me parecía ver a los 24 consejeros cocinando y comiendo juntos, discutiendo sus asuntos hasta muy entrada la noche, buscando el necesario consenso. Soy consciente de que idealizo esta imagen, como también llegué a idealizar Andorra como microestado, hasta el punto de pensar en irme a vivir allí.
La Enciclopedia Nacional Sueca, en la que muchos de nosotros habíamos escrito o participado de alguna manera, y cuyo director y redactor de historia Sten Skansjö nos acompañaba en la expedición, nos invitó a comer en un restaurante muy antiguo y muy genuino, cuyo nombre, desgraciadamente se ha evaporado de mis recuerdos. Allí surgieron todas las preguntas sobre la historia de Andorra que Dick y yo nos apresuramos a intentar responder y que nos ocupó mucho tiempo y costó mucha energía, hasta tener una imagen medianamente completa de la misma. Yo, personalmente, seguí investigando desde la fundación y regresé a Andorra bastantes veces para consultar archivos y hablar con gente interesante. Eran años revolucionarios de alguna manera y la juventud andorrana comenzaba a vislumbrar un futuro inquietante, que prometía y amenazaba. Muchos de los jóvenes con los que yo hable entonces se encontraban en la encrucijada de encerrarse en su identidad andorrana o abrirse a la identidad europea, arrastrados por su entorno francés, catalán y español. Se discutía una posible reforma del sistema para modernizar la organización política del principado. Se debatía entre el conservadurismo férreo de los que querían conservar las instituciones como estaban y como habían estado por los siglos de los siglos, y los que querían modernizar el sistema, para ponerlo al día en cuanto a derechos civiles, garantías democráticas y fluidez económica se trataba. Al fin, triunfaron los que deseaban un cambio y, a principios de la década de 1990, Andorra experimentó un cambio político significativo que transformó la estructura de su gobierno y su estatus internacional. Hasta entonces, Andorra había sido gobernada por un sistema feudal basado en los «copríncipes», que eran el obispo de Urgell y el presidente de Francia. La principal reacción política fue la reforma constitucional de 1993, que marcó un punto de inflexión en la historia del país. En respuesta a la presión interna y externa para modernizar su sistema político, Andorra adoptó su primera constitución escrita, el 14 de marzo de 1993, convirtiéndose en una democracia parlamentaria. Esta constitución redujo el poder de los copríncipes, quienes pasaron a tener roles más simbólicos, y estableció la separación de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial.
Andorra pasó, gracias a la nueva constitución, de ser un territorio gobernado por copríncipes en régimen feudal a un país plenamente soberano con un parlamento democrático. El Consejo General de Andorra se convirtió en el órgano legislativo con mayores facultades, consolidando el sistema democrático. La nueva constitución permitió que Andorra fuera reconocida como un Estado independiente por la comunidad internacional y ese mismo año, Andorra fue admitida como miembro de las Naciones Unidas. Hasta los más acérrimos románticos podían ver que Andorra ya a principios de 1990 estaba, para bien y para mal, engullida en el sistema capitalista reinante, ya era muy tarde para intentar mantener el “esplendido aislamiento”, por emplear un anglicismo, que les había ayudado a mantener su libertad y permanecer en paz en medio de todas las guerras habidas en su entorno.
Las grandes transformaciones, sobre todo las económicas, vinieron tras la nueva constitución. Hasta la década de los 1990, la economía de Andorra se basaba en gran parte en su estatus como paraíso fiscal y en el comercio libre de impuestos, atrayendo a turistas y negocios que se beneficiaban de la baja fiscalidad y la confidencialidad bancaria. Los andorranos podían ganar mucho dinero posicionándose al frente de empresas internacionales con sede en el principado, ya que la antigua legislación les otorgaba el derecho exclusivo de registrar propiedades en el país. Sin embargo, bajo la presión internacional, Andorra comenzó un proceso de reformas para alinear su sistema con los estándares internacionales. En los años que siguieron a mi visita todo fue cambiando, como también estaba cambiando la demografía del país. Las personas con las que yo me relacioné en Andorra, especialmente aquellos de 50 años en adelante, recordaban un principado con una población de no más de 8,000 personas, la mayoría nacidos en Andorra, agricultores, ganaderos y mercaderes, entre los cuales habría que contar a los que se dedicaban al contrabando. Los que en el 1990 tenían 70 años, recordaban que el principado no había tenido una carretera pavimentada que la uniese a Francia hasta 1930. Las comunicaciones con España tardaron aún más, siendo la primera carretera pavimentada que conectó España con Andorra la CG-1, construida a mediados del siglo XX. Esta carretera conecta Andorra la Vella con la frontera española en la localidad de La Farga de Moles, a través del paso fronterizo en el río Runer.
A partir de los años 60, e impulsado por el turismo y las inversiones que se empezaban a hacer en este sentido en el principado, la población fue aumentando exponencialmente y había llegado a 55,000 en 1990. Ya, la mayoría de los habitantes del principado no eran autóctonos, ni siquiera tenían el catalán como primera lengua. Además, ocurría una cosa muy interesante; los hijos de los antiguos andorranos, los que podían contar sus antepasados hasta siglos muy lejanos, salían a estudiar a Barcelona, Montpelier o cualquier otra universidad, eligiendo carreras artísticas o humanistas, casi nunca carreras practicas como ingeniero o médico, que sí eran elegidas por los hijos de la inmigración. Justamente esta particularidad la comenté en mi discurso en la ciudad polaca de Bydgoszcz, a donde asistí en septiembre de 1990 para presentar un trabajo sobre los microestados, enviado por mi facultad a la reunión internacional sobre naciones y nacionalismo que tuvo lugar en esta ciudad del norte de Polonia. Entre los asistentes a esta conferencia estaba el sociólogo Alfonso Pérez Agote, por aquel entonces, catedrático en la universidad de Deusto, que me invitó a dar una conferencia en su universidad al año siguiente. Creo que esto ya lo conté en otra ocasión, en una entrada anterior.
En Andorra había ya en 1990 muchas familias locales que se habían hecho ricas gracias a las coyunturas históricas que les tocó vivir. En la posguerra y hasta bien entrados los años 60, Andorra tenía reputación como un lugar donde se realizaba contrabando de productos como tabaco y alcohol, debido a las ventajas fiscales. Durante la guerra, los caminos del contrabando también se utilizaron para trasladar a personas en riesgo, judíos principalmente, desde Francia a España, donde el gobierno de Franco por lo general hacía la vista gorda y les dejaba pasar a Portugal o a Marruecos. Los andorranos que arriesgaban mucho en estos “viajes” recibieron grandes compensaciones económicas, como también lo hicieron los pescadores daneses que hicieron lo propio, poniendo sus barcos a disposición de judíos, para pasar el estrecho del Sund y refugiarse en Suecia. Este tipo de actividades extralegales generó ingresos que algunos inversores locales pudieron destinar a nuevas iniciativas comerciales o inmobiliarias.
Las grandes fortunas del principado se amasaron también convirtiendo terrenos de labor en solares para la construcción de hoteles e infraestructuras turísticas. Aunque las primeras inversiones en Andorra en los años 60 vinieron principalmente de capital español y francés, motivadas por las ventajas fiscales y la falta de regulaciones estrictas. Estas inversiones se destinaron a sectores como el turismo, el comercio libre de impuestos, el sector inmobiliario y, más tarde, el sector financiero. El crecimiento económico de Andorra en esta época fue impulsado por su estatus de paraíso fiscal y su capacidad para atraer tanto a turistas como a inversores que buscaban un lugar seguro para su dinero. Bueno, pues, quería yo explicar aquí un poco los sentimientos de esos jóvenes andorranos a los que entrevisté en Andorra y en Barcelona y que se encontraban en este momento crucial de elegir entre el pasado y un futuro incierto. Cierto es que, al menos la mitad de estos jóvenes, tenían padres no andorranos; andaluces, catalanes, castellanos, franceses y portugueses, pero todos coincidían en ver un peligro en los intentos de cambiar radicalmente las instituciones del país. Estos jóvenes eran políglotas y muy viajados, pero amaban su singularidad, como miembros de una sociedad diminuta y diferente. El cambio en el sistema de gobierno representó para ellos una transición de un sistema feudal a uno moderno y democrático, implicando no solo un cambio en las instituciones, sino también en la percepción de la identidad andorrana y su lugar en el mundo contemporáneo.
Aunque han cambiado las cosas, Andorra sigue siendo un paraíso fiscal capaz de atraer a muchas fortunas. Un IRPF con una tasa máxima del 10%, atrae a gente como el Rubius, un impuesto sobre sociedades del 10%, un IVA del 4,5%, y 0 de impuestos sobre la riqueza y sobre sucesiones. Esto es lo convierte a Andorra en un destino popular para individuos y empresas que buscan optimizar su carga fiscal en Europa. 841 firmas españolas se han establecido en el principado, lo que supone el 60% de las 1.380 empresas europeas que lo han hecho, entre las que destacan 280 francesas y 140 rusas. Por algo será.
Ayer contaba yo la historia de Boris, el auto aclamado rey de Andorra, y hoy pienso contar brevemente la historia de otro aventurero en otro microestado, bueno, microestado en cuanto a población se refiere, Islandia, con sus 376,000 pobladores para 103,000 km2. Este país, que fue fundado en 874 cuando el vikingo noruego Ingólfur Arnarson, forzado a salir de Noruega al haber perdido su patrimonio por culpa de un duelo, llegó a la isla. Para ser muy breve, contaré que en el siglo XIII, Islandia se unió a Noruega bajo el Pacto de Þingvellir, lo que marcó el inicio de un periodo de dominio noruego, que incluyó la pérdida gradual de autonomía. Noruega pasó a ser dominada por Dinamarca en 1536 hasta el 1814. Islandia era por tanto una colonia danesa. Es durante el ultimo periodo de la ocupación danesa, ya inmersos en las guerras napoleónicas, cortadas las comunicaciones entre Reikiavik y Copenhague, cuando Jørgen Jørgensen, un aventurero danés. En 1809, durante un breve período conocido como la «Revolución de Jørgensen», tomó el control de Islandia. Este Jørgensen llegó a Islandia como parte de una expedición británica y con una buena carga de aguardiente. Con la ayuda de unos pocos seguidores, igualito que Boris en Andorra, depuso al gobernador danés y se autoproclamó «Protector» de Islandia, permitiéndose emitir algunas reformas, como la liberación del comercio de los monopolios daneses. Sin embargo, su gobierno duró solo dos meses, ya que las autoridades danesas y británicas lo arrestaron y lo destituyeron rápidamente.
De este hombre sabemos bastante. Nació en 1780 en Copenhague y creció en Strøget, en la parte que va a dar en Kongens Nytorv. Su padre era fabricante de relojes de la corte, y aunque la familia no era noble, formaba parte de la burguesía acomodada gracias a su conexión con esta.
A Jørgen le iba bastante mal en la escuela. De hecho, le fue tan mal que lo expulsaron. El tiempo libre lo usó para formar una pandilla de niños, donde corría por las calles y golpeaba a los pequeños que se les ponían delante. Era este Jörgen un chico verdaderamente problemático, así que un día, para deshacerse de su hijo, el padre hizo un trato con un capitán de navío inglés y envió a su hijo de 14 años al mundo en un barco de carbón. A continuación, aparece Jørgen trabajando en un barco ballenero y, supuestamente, también como pirata frente a la costa de África, antes de que los ingleses, por razones algo confusas, lo envíen en un barco a Australia, probablemente como prisionero. Allí ayudó a fundar las dos colonias que más tarde se convertirían en Sídney y Melbourne, de donde regresó a Dinamarca convertido en un señor inglés, un problema, porque su familia prefería a los franceses. Por tanto, cuando los ingleses bombardearon Copenhague en 1807 y robaron la flota danesa, Jørgen se puso a saquear y abordar barcos ingleses para que la gente pudiera ver que amaba a su patria y estaba dispuesto a luchar por ella. Sin embargo, todo salió mal, y Jørgen fue capturado como prisionero de guerra y enviado a prisión en Inglaterra, de donde pudo salir casi al momento. Un día, en un bar, Jørgen escuchó a dos islandeses, que estaban molestos porque el conflicto bélico impedía el comercio entre Inglaterra e Islandia, que estaba bajo control danés. No les llegaba a Islandia tabaco, grano, café y alcohol, mientras que ellos tenían cantidades ingentes de lana, pescado seco y sebo, que no podían vender. Esto le dio al avispado danés una idea y, rápidamente, contacta a un fabricante de jabón inglés que necesita desesperadamente sebo para su producción. Tan desesperadamente que está dispuesto a pagar por enviar más barcos.
Al mismo tiempo, Jørgen establece contacto con algunos políticos que están interesados en la idea de hacer un exclusivo acuerdo comercial con Islandia, donde pueden vender todos los productos que Islandia necesita. Jørgen se asegura de que se den cuenta de que él es absolutamente indispensable para tal expedición. Puede actuar como intérprete para los ingleses, ya que el idioma comercial en Islandia es el danés.
Jørgen ha olvidado que, en realidad, es un prisionero de guerra y ha hecho un pacto de no abandonar el país. O simplemente considera conveniente no informar a los políticos o empresarios sobre ello, para poder ir a Islandia y ganar dinero con su idea genial. En 1809, zarparon de Londres para ayudar a los oprimidos isleños, tres barcos, dos cargados con productos comerciales, y el tercero con cañones. Sin embargo, la recepción no fue la esperada. Los islandeses no se aglomeran en el muelle para recibir a sus héroes salvadores. Las miradas que reciben vienen a ser generalmente desconfiadas. Y, a simple vista, no parecían los islandeses estar tan hambrientos como Jørgen había imaginado.
¡Pero esto no puede salir mal! El fabricante de jabón ha invertido mucho dinero en la expedición, y Jørgen ha hecho grandes promesas a los políticos en Inglaterra. Así que cuando llegan al puerto de Reikiavik en Islandia, apuntaron sus cañones hacia la casa del conde Trampe, el jefe de la administración y la máxima autoridad de la isla. Islandia no tiene ejército, así que cuando el conde Trampe vio un par de cañones apuntando hacia él, aceptó rápidamente firmar un acuerdo que permitía a los ingleses comerciar con Islandia. A pesar de que esto está estrictamente en contra de la orden del rey danés, siguiendo el sistema continental de Napoleón, y podía conllevar la pena de muerte al que hiciera semejante cosa. Jørgen Jürgensen y el resto de la tripulación inglesa regresan a sus barcos. Solo tienen que esperar a que las nuevas reglas entren en vigor oficialmente. Pero las horas se convierten en días, y los días en más días. Y nada sucede. Después de diez días, la paciencia de Jørgen se ha agotado y el domingo, 25 de junio de 1809, mientras redoblan las campanas de la iglesia de Reikiavik, doce ingleses armados con Jørgen al frente, empuñando una pistola, se dirigen a la casa del conde Trempe, y le toman como prisionero, ni cortos ni perezosos. Una verdadera revolución se ha consumado, felizmente sin derramar sin una sola gota de sangre. Hasta aquí la historia se parece al caso de Boris en Andorra.
Todo sigue a un paso más que rápido. Antes de partir de Inglaterra, les habían prometido a los políticos que les ayudaron y al mismo rey, que no causarían problemas. Pero, la realidad era que Islandia se encontraba ahora sin un líder y todavía hay guerra entre Inglaterra y Dinamarca. Pronto deciden los doce que Jørgen debe tomar el poder en lugar del Conde Trampe. Él habla tanto danés como inglés. Así que, cuando la misa termina una hora más tarde y los habitantes salen de la iglesia, se encuentran con una nueva Islandia. Ya no forman parte del reino danés, sino de una república libre e independiente.
El propósito del viaje cambió rápidamente para Jørgen, que se tomó su nuevo rol como gobernante autoproclamado de Islandia de manera muy seria y solemne. Insistió en que le dieran las llaves de los edificios oficiales y todas las armas, que resultan ser solo 20 fusiles viejos, algunas espadas oxidadas y un par de cuchillos. A velocidad vertiginosa, introduce nuevas leyes. Hace bajar los precios de los alimentos y también baja los impuestos, y decide unilateralmente que toda la deuda de Islandia con Dinamarca queda anulada.
Jørgen planificó construir hospitales, mejorar las escuelas y conseguir mejores salarios para las comadronas. Y aquí debemos recordar que todo esto sucedió simplemente porque un día conoció a dos islandeses que se quejaban en un bar en Londres. Jørgen solo olvidó una cosa bastante importante; que aún era un prisionero de guerra que había roto la única regla que debía cumplir: quedarse en Inglaterra. Y que probablemente no le gustaría mucho al rey inglés que Jørgen se haya proclamado señor de Islandia mientras Inglaterra estaba en guerra con Dinamarca.
Y llega el día en que un buque de guerra inglés emerge de la neblina. Ha venido a Islandia a verificar cómo iba el acuerdo comercial con Islandia. Emocionado, Jørgen corre hacia el barco mientras este entra en el puerto. Está deseando contarles todo lo que ha logrado en Islandia: todas las reformas, todos los sueños. Pero el capitán del buque de guerra, Alexander Jones, no comparte el entusiasmo de Jørgen. De hecho, se queda conmocionado al enterarse de que han capturado al Conde Trampe como prisionero de guerra y han proclamado a Islandia como un estado independiente. Esto le recuerda a la Revolución Francesa, justo lo que los ingleses han estado combatiendo. Alexander Jones anula de inmediato todo lo que Jørgen Jürgensen ha hecho y dicho durante su tiempo en Islandia, devuelve el país a Dinamarca y restablece el orden. A Jørgen Jørgensen lo meten en un barco como prisionero camino de Inglaterra y, para colmo de desdicha, el sebo que en principio era la principal causa de que la operación se hubiera llevado a cabo, se pierde en un incendio, casi 25,000 libras de sebo, tan necesario en Inglaterra, especialmente para el fabricante de jabones Samuel Phelps, que costeó la operación. El breve reinado de Jørgen Jørgen tuvo lugar entre el 26 de junio y el 25 de agosto de 1809. De aquella aventura Jørgen no sacó nada en limpio y acabó su vida arrastrando deudas, como podemos ver en esta fuente que pego aquí abajo, procedente del museo de Reading. Lo dejo aquí, que mañana será otro día y escribiré algo sobre Malta.
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