En la cabeza de un gato negro

Cada mañana, cuando el escritor se aleja en su bicicleta roja, el gato negro se sienta frente a la ventana, observando. Sus ojos amarillos siguen el movimiento torpe y un poco tambaleante de su dueño mientras pedalea por el camino empedrado. “¿Adónde irá hoy?”, se pregunta el gato, su cola enroscándose lentamente alrededor de sus patas. «Quizá vaya al mercado a buscar ese pescado fresco que tanto me gusta», reflexiona, lamiéndose el hocico en un gesto anticipado de placer. El olor del pescado siempre llenaba la casa con una promesa deliciosa, pero otras veces su dueño volvía con una bolsa llena de papeles, de libros, de cosas que a él no le interesaban. “No debería ir a esos lugares aburridos, debería pensar más en mí”, se decía con un bufido suave.

Pero había algo más que le inquietaba. El gato sabía que su dueño, aunque amable, era frágil. Lo veía perder el equilibrio con frecuencia, tropezar en su propia casa. «Es un poco torpe», pensaba el gato. “¿Y si hoy se cae de la bicicleta? ¿Y si se pierde por uno de esos caminos extraños? Yo no estoy ahí para cuidarlo…” El gato miraba cómo la figura del escritor desaparecía entre los árboles, y sus pensamientos se volvían cada vez más oscuros. Se imaginaba a su dueño enfrentándose a peligros invisibles: una piedra mal colocada, una ráfaga de viento inesperada, o incluso algún coche que se acercara demasiado. Sabía que el mundo allá afuera era un lugar lleno de amenazas para alguien tan frágil como su humano. “Si solo fuera un poco más ágil, como yo”, se decía, “no tendría que preocuparme tanto.”

Con un suspiro profundo, el gato bajaba de la ventana y se dirigía al jardín. Sabía que podía salir por la gatera, y aunque prefería quedarse dentro, últimamente el otoño le había llenado de una extraña melancolía. Las hojas caían como un manto dorado sobre el césped, y el aire era fresco, casi frío. Afuera, estaba el gato pardo. El gato pardo era grande, con un pelaje espeso y desordenado que lo hacía parecer aún más voluminoso de lo que era. No hablaban mucho, pero el gato negro lo veía como una especie de compañía. A veces, el pardo lo miraba desde el otro lado del jardín, sus ojos claros y serenos, como si supiera algo que el gato negro aún no había descubierto.

«¿Debería acercarme a él hoy?», se preguntaba. No estaba seguro de querer una conversación, pero el silencio en casa se sentía más pesado que de costumbre. El escritor no volvería hasta dentro de unas horas, y en ese tiempo, el gato negro estaba solo. Era una soledad a la que nunca se había acostumbrado del todo, especialmente en estos días más cortos y fríos. El gato pardo le vio salir y le lanzó un par de miradas de reojo, sin moverse de su sitio. El gato negro dudaba. No es que le cayera mal, pero tampoco tenía claro si quería que el otro gato se convirtiera en algo más que una presencia distante. Finalmente, decidió quedarse en el borde del jardín, mirando el viento mover las hojas y escuchando el eco lejano de los pasos del escritor en su mente. Mientras esperaba el regreso de su dueño, el gato negro pensaba en todas esas cosas que nunca sabría sobre su día. Quizás había salido a buscar más inspiración para esas páginas interminables que llenaba. O tal vez, solo tal vez, hoy volvería con ese pescado fresco.

Y cuando el sol empezaba a bajar, y la sombra del escritor se dibujaba de nuevo en el sendero, el gato negro regresaba a la ventana. Se tranquilizaba al verlo intacto, un poco más cansado, pero seguro. Regresaba a casa, y todo volvía a estar bien, al menos por otro día. El gato negro sintió el leve crujido de la puerta antes de que se abriera del todo, y enseguida supo que su dueño había regresado. Los sonidos familiares de bolsas entrechocando y paquetes dejados sobre la mesa llenaban la casa, y el gato, con paso elegante, bajó las escaleras para recibirlo. Se restregó suavemente contra las piernas del escritor, su pelaje oscuro contrastando con los pantalones desgastados de su dueño, pidiendo la atención que sabía que merecía.

Mientras ronroneaba y se enredaba en los tobillos del escritor, el gato alzaba la mirada, observando con atención cada movimiento. Era como si sus ojos penetrantes trataran de descifrar las emociones del humano, indagando en qué pensamientos le habían acompañado mientras estaba fuera. ¿Había sido un día difícil? ¿O tal vez había encontrado inspiración en alguno de esos lugares que el gato jamás conocería? Cada gesto del escritor, cada suspiro mientras vaciaba las bolsas, parecía llevar una historia oculta que solo el gato intentaba desvelar.

El escritor comenzó a colocar cuidadosamente los alimentos en la nevera y en los armarios, mientras el gato negro seguía cada movimiento con creciente emoción. Las arrugadas manos del humano sacaban frascos, verduras y pan, pero lo que más importaba estaba aún por llegar. De repente, el escritor se detuvo frente al fregadero, tomó el platito del gato y lo fregó con cuidado, una señal inconfundible de lo que venía después. El gato negro se acercó aún más, sus bigotes temblando de anticipación. El sonido inconfundible de una lata de atún abriéndose hizo que el gato no pudiera contener un suave maullido de agradecimiento. Sus ojos se agrandaron, observando cómo el escritor vertía despacio el contenido en su plato, sin perder ni una pizca del jugoso y delicioso atún. Todo el proceso se hacía de manera lenta y meticulosa, como si fuera un ritual sagrado que ambos compartían. Cuando finalmente el platito quedó lleno, el gato se lanzó con entusiasmo a disfrutar de su manjar. Cada bocado era un festín, y el gato negro comía con la misma concentración con la que había observado antes a su dueño. Mientras devoraba el atún, podía sentir la cálida presencia del escritor cerca, moviéndose por la cocina.

El escritor, mientras tanto, se había detenido a observarlo. Una sonrisa apenas perceptible, casi invisible, se formó en sus labios, mientras se preparaba un café con movimientos pausados. Parecía que ambos, en su silencio compartido, entendían algo esencial el uno del otro. Aunque no había palabras, había una conexión, una rutina que les daba consuelo y seguridad. El gato negro, con el estómago satisfecho y los sentidos alertas, levantó la cabeza un momento y miró al escritor. Tal vez no sabía a dónde había ido, qué había hecho o pensado, pero estaba seguro de una cosa: ahora estaba en casa. Y, por un rato, eso era todo lo que importaba.

El gato, con el estómago lleno y el corazón en calma, se dirigió lentamente hacia su rincón favorito en la casa: la cama grande en la habitación del escritor, esa que siempre estaba cubierta por una suave colcha azul. Era el lugar perfecto para descansar, cálido y tranquilo. Con pasos lentos y pausados, el gato se subió a la cama, dio varias vueltas sobre sí mismo, y finalmente se enroscó en un pequeño círculo, cerrando los ojos con satisfacción.

No pasó mucho tiempo antes de que el gato se adentrara en el mundo de los sueños. En su mente, las imágenes se fueron formando poco a poco, transportándolo a otros tiempos, tiempos que habían quedado grabados en su memoria felina. En el sueño, veía al escritor sentado en la mesa del comedor, rodeado de personas. No eran desconocidos, el gato los conocía bien. Eran las personas queridas que solían visitarlos, esas que siempre traían risas y conversaciones animadas a la casa.

El gato, en su sueño, acechaba desde un rincón de la habitación, observando la escena con atención. El olor de los manjares llenaba el aire, una mezcla de aromas que despertaban su instinto cazador. Recordaba aquellos días en los que, siendo más joven y ágil, solía intentar subir a la mesa, buscando una oportunidad para robar un bocado cuando nadie miraba. A veces lo lograba, y el escritor, aunque intentaba ser firme, casi siempre cedía ante el encanto del felino, compartiendo un pequeño trozo de comida.

En el sueño, el gato sentía la alegría que irradiaba el escritor cuando estaba rodeado de esas personas. Lo veía sonreír, reírse con ellos, hablar con pasión. Aunque en la vida real el escritor se movía ahora más despacio y con algo de torpeza, en ese recuerdo onírico era como si el tiempo no hubiera pasado. El escritor era fuerte y vivaz, y sus manos ágiles gesticulaban mientras hablaba. El gato sabía que esas reuniones, esas conversaciones con las personas queridas, siempre llenaban de felicidad al escritor. Y, de alguna manera, esa felicidad también se transmitía a él. En su mundo felino, el gato había aprendido a leer el estado de ánimo de su dueño, a sentir cuando estaba bien o cuando algo lo preocupaba. Y esos momentos, los de las risas compartidas, siempre eran especiales.

Mientras soñaba, el gato ronroneaba suavemente, como si ese ronquido sutil pudiera conectar el sueño con la realidad, como si de algún modo supiera que esos tiempos felices todavía vivían dentro de su dueño, aunque los años hubieran pasado. Y así, envuelto en esos recuerdos y en la cálida seguridad de su rincón preferido, el gato negro continuó soñando, en paz, sabiendo que todo estaba bien mientras su escritor estuviera cerca, aunque fuera solo en sus sueños.

En su estudio improvisado, instalado en la espaciosa cocina junto a la ventana, el escritor contemplaba el paisaje otoñal mientras mesuraba su barba cana con gesto pensativo. Las hojas amarillas, rojas y ocres caían lentamente de los árboles, mecidas por la suave brisa, cubriendo el jardín como una alfombra natural. El escritor, absorto en la belleza del momento, dejaba que sus pensamientos fluyeran libremente. Durante un buen rato, permaneció inmóvil, observando cómo la estación teñía el mundo de tonos dorados y marrones. Era un hombre que siempre había encontrado consuelo en los pequeños detalles de la vida, y esa tarde, la calma otoñal parecía hablarle en un idioma que solo él entendía. Pero entonces, como si una idea repentina se hubiera encendido en su mente, primero muy despacio, y luego con más rapidez, sus manos empezaron a moverse sobre el teclado de su portátil.

Cada tecla que pulsaba parecía resonar en la cocina, como si el sonido de la escritura misma tuviera el poder de llenar el aire con nuevas ideas, nuevos mundos. La chispa en sus ojos, casi imperceptible al principio, fue creciendo mientras las palabras tomaban forma en la pantalla. Era una pequeña llama de felicidad, de esa satisfacción profunda que solo un escritor conoce cuando las ideas fluyen sin esfuerzo, cuando la página en blanco comienza a llenarse de vida. El gato, desde su lugar en la cama azul, entreabrió los ojos, despertado por el tenue sonido de las teclas. Desde donde estaba, podía ver al escritor inclinado sobre su portátil, tecleando con creciente entusiasmo. El gato lo observó con curiosidad, como si intentara adivinar qué historias estaban naciendo en ese momento, qué pensamientos estaban cobrando forma.

El escritor seguía absorto en su labor. Sus dedos volaban ahora sobre el teclado, más ágiles de lo que se podía esperar de este hombre tan pausado. Era como si, al escribir, el peso de los años desapareciera, y en su mente aún estuviera ese hombre joven y lleno de energía de los recuerdos del gato. Mientras las hojas seguían cayendo al otro lado de la ventana, el escritor dejaba que su imaginación vagara libremente. Los personajes que había creado, las historias que estaba tejiendo, le hablaban con claridad. Eran antiguos compañeros, algunos conocidos, otros nuevos. Y en ese preciso instante, mientras tecleaba, no existía nada más en el mundo. Ni el paso del tiempo, ni las preocupaciones diarias. Solo él y las palabras que fluían como un río.

En la cocina, el aroma del café que se había preparado hacía poco aún flotaba en el aire, mezclándose con el perfume del otoño que se filtraba por la ventana entreabierta. El escritor respiraba profundamente, sintiendo el fresco aire otoñal. Para el gato, esa escena era un reflejo de la normalidad que tanto apreciaba: el sonido de las teclas, el aroma del café, la presencia reconfortante de su dueño escribiendo. Aunque los años habían pasado, y aunque ahora se sentía más solo cuando el escritor salía, en esos momentos en los que el hombre estaba en casa, escribiendo, el mundo del gato también estaba en orden. Y así, el gato cerró nuevamente los ojos, sintiendo la suave colcha azul bajo su cuerpo, mientras el sonido del tecleo llenaba la casa de promesas de nuevas historias.

Cada noche, cuando las lámpara de las ventanas se encendían y el silencio envolvía la casa, el escritor tenía un ritual que había mantenido durante años: se sentaba en su sillón favorito, con el gato negro a sus pies, y le leía en voz baja lo que había escrito ese día. No importaba si eran párrafos completos o tan solo unas pocas frases. Las palabras, suaves y pausadas, salían de su boca casi como un susurro, llenando la habitación con un aire de complicidad. El gato, aunque no entendía exactamente lo que significaban esas palabras, sentía la familiaridad de la voz de su dueño y el ritmo tranquilizador de su lectura.

El escritor le hablaba como si el gato fuera el único ser capaz de comprender los laberintos de sus pensamientos, la única compañía silenciosa en sus horas de creación. Tras terminar, solía dejar el manuscrito sobre alguna de las muchas superficies cubiertas de libros que había en la casa, como si el acto de escribir fuera solo una parte de su vida, pero la lectura, la comunión entre las palabras y los pensamientos, fuera la culminación. Luego de la lectura, el escritor se levantaba y, casi como por inercia, caminaba entre libros apilados en las estanterías, en las mesas, en las sillas y, en algunos rincones, incluso en el suelo. Allí, entre tanto desorden literario, escogía algún volumen que le había llamado la atención ese día o que había traído de alguna biblioteca de la ciudad. Era en esas horas, muy tarde ya, cuando el escritor se instalaba en su sillón, y el gato se acomodaba a sus pies, envolviéndose en la calidez del espacio.

El tiempo pasaba con lentitud, las páginas giraban, y a veces se escapaba un pequeño suspiro del escritor, como si hubiera encontrado algo profundo en las páginas, o una leve risa, fruto de alguna ironía bien escrita. Cada uno de esos sonidos era suficiente para que el gato negro, en un gesto casi mecánico, abriera los ojos, estirara las patas y se acurrucara nuevamente, más cerca, más a gusto.

Cuando la noche ya estaba muy avanzada y las sombras danzaban en la penumbra, el escritor cerraba el libro que había estado leyendo, dejando un marcador entre las páginas. Lentamente, se levantaba de su sillón con movimientos pausados y seguros, aunque algo torpes por el cansancio. El gato negro, siempre atento, seguía sus pasos con la mirada, consciente de que la jornada estaba por terminar. El escritor se dirigía a la cocina, a veces a preparar una taza de té, otras simplemente a beber un poco de agua. Luego, entraba al baño con la misma calma, como quien sigue una rutina sin prisas. Al volver al salón, pasaba junto a su compañero felino y se detenía un momento para darle una suave caricia, un gesto de afecto silencioso que el gato siempre agradecía con un leve ronroneo.

Antes de irse a la cama, el escritor quitaba cuidadosamente la colcha azul que cubría su cama y la doblaba con esmero, dejándola sobre el sillón donde había pasado las últimas horas. Se deslizaba entre las sábanas con lentitud, apagaba la lámpara de su mesilla de noche y, con un susurro que parecía envolver la oscuridad, decía: «Buenas noches, amigo». El gato negro, en su sitio habitual a los pies de la cama, escuchaba esas palabras con los ojos entrecerrados, satisfecho y en paz, sabiendo que su mundo, aunque sencillo, era perfecto en su compañía y en la constancia de las pequeñas rutinas que compartían. Y así, mientras el escritor se sumía en el sueño, el gato también se dejaba llevar por el suave abrazo de la noche.

y le pasó la mano por todo el lomo, desde el cuello al rabo, sonriendo.

Y llegó el amanecer. El escritor, mientras acariciaba al gato negro, sonreía con una ternura casi imperceptible. Era un gesto que se había vuelto rutina a lo largo de los años, pero esa mañana tenía algo distinto. Había algo en el aire, una especie de determinación tranquila que se podía ver en sus ojos. El gato, siempre atento a los cambios en su dueño, lo notaba. Aunque no entendía exactamente qué era, sentía que el día traería algo fuera de lo común.

El escritor terminó su desayuno lentamente, disfrutando cada sorbo de café y cada bocado de la tostada, como si saboreara no solo la comida, sino también el momento en sí. Mientras tanto, el gato seguía cerca, dando vueltas a su alrededor, rozando sus piernas, observando cada uno de sus movimientos. No dejaba de pensar en lo inusual que era que su dueño se preparara tan temprano. “¿A dónde irá hoy?”, se preguntaba el gato. “¿Será un día como los otros, o tal vez algo más… importante?”

El escritor se levantó de la mesa, llevó los platos al fregadero y los enjuagó con calma, mientras el gato negro lo seguía con la mirada, sentado junto a la puerta de la cocina. Lo observaba con una mezcla de curiosidad y cierta preocupación. Sabía que su dueño, aunque siempre le mostraba una imagen serena, era frágil. El gato conocía cada uno de sus pasos torpes, los pequeños tropiezos y las veces que había vuelto a casa con un raspón o un golpe leve.

Después de ordenar todo, el escritor se dirigió a su estudio. El gato lo siguió a corta distancia, aunque se detuvo en el umbral de la puerta. Desde allí, lo vio recoger una mochila que había preparado la noche anterior. El gato entrecerró los ojos, como si eso le ayudara a desvelar el misterio de aquel día. ¿Un viaje? No era algo inusual, pero algo en el ambiente le hacía pensar que este no sería un día cualquiera.

El escritor se colgó la mochila al hombro, se puso una chaqueta ligera y finalmente, antes de salir, se detuvo en la puerta y miró al gato negro, quien ya estaba sentado junto a su gatera, listo para salir a despedirlo como siempre hacía. Se agachó con cierta dificultad y, acariciando su cabeza una vez más, le susurró con suavidad: «Hoy será un buen día, amigo. Cuida la casa mientras no estoy». El escritor sonrió levemente mientras se miraba en el espejo del recibidor. Aunque las arrugas en su rostro y la barba canosa reflejaban el paso de los años, aún quedaba en él una chispa de vitalidad que lo hacía sentirse vivo. La idea de organizar una fiesta como las de antes le llenaba de una energía que hacía tiempo no sentía. «Sí, hoy será diferente», murmuró para sí, ajustándose el gorro de lana negro y echando un último vistazo a su reflejo. La bicicleta le esperaba apoyada contra la cerca del jardín, y mientras la montaba, no podía dejar de pensar en las reuniones que solían llenar su hogar de risas y conversaciones. Recordaba las voces de aquellos que habían sido parte de su vida, amigos que compartían historias, debates apasionados, y esa bella mujer que lo miraba con una calidez que aún le ardía en el corazón. Hoy, quería sentir todo eso de nuevo. Quería revivir esos momentos, aunque fuera por una tarde.

El gato ronroneó como en respuesta, como si quisiera darle su aprobación. Pero en su interior, no podía dejar de preocuparse. El escritor era importante para él, no solo porque le daba comida y lo acariciaba, sino porque había una conexión profunda que había crecido con los años. Aunque el gato no podía expresar con palabras, sabía que su vida estaba entrelazada con la de aquel hombre, y cualquier cosa que le ocurriera al escritor lo afectaría a él también. El gato negro, fiel como siempre, estaba a sus pies, mirándolo con sus ojos penetrantes, como si pudiera leer los pensamientos de su dueño. El escritor se agachó una vez más para acariciar al gato, y el felino, en respuesta, se restregó contra sus piernas, emitiendo un suave ronroneo. «Cuida la casa, compañero», le repitió el escritor, antes de abrir la puerta y salir al fresco aire matutino. El gato negro lo siguió hasta la puerta del jardín y se quedó allí, observando cómo se alejaba en su bicicleta, balanceándose un poco con su estilo algo torpe pero decidido. La brisa fresca agitaba suavemente las hojas del jardín, y el gato, sentado en silencio, miraba cómo su figura se perdía por el camino, aún desierto.

Una vez más, como todas las mañanas, se quedó allí, contemplando el horizonte, preguntándose qué aventuras viviría su dueño mientras él, el pequeño guardián de la casa, se quedaba esperando su regreso. Esta vez, sin embargo, no solo era la rutina lo que lo inquietaba. Algo dentro de él lo hacía sentir que el día que comenzaba no sería como los demás. Algo cambiaría. Con un suave maullido, como si expresara esa inquietud, el gato negro regresó lentamente a la casa, sabiendo que no le quedaba más que esperar.

Pedaleaba con determinación, recorriendo las calles que aún despertaban con la primera luz del día. Sabía exactamente a dónde iba. Primero haría unas llamadas, luego iría a la tienda a comprar todo lo necesario: vino, algunos quesos, pan recién horneado, y tal vez, si tenía suerte, ese pastel de manzana que siempre había sido el favorito de todos. Mientras pedaleaba, imaginaba cómo sería la tarde, cómo llenaría su casa de nuevo con las voces y las risas que tanto extrañaba.

Después de un rato, el gato negro se dirigió al salón, donde la luz suave de la mañana comenzaba a filtrarse por las ventanas. Subió a su lugar favorito, junto a la gran ventana, y desde allí observó el mundo exterior, mientras sus pensamientos vagaban entre la tranquilidad del presente y las memorias del pasado. Sabía que pronto su dueño regresaría, y quizás esa tarde la casa se llenaría nuevamente de las voces que ambos extrañaban. Con un largo estiramiento y un suave ronroneo, el gato se acomodó, dispuesto a esperar.

Llegando al mediodía, el escritor salía de la tienda de licores con dos bolsas en su mano izquierda y un paquete de cartón blanco en la derecha, sujeto por un lacito verde, era la tarta. Caminaba en dirección a la plaza, donde había dejado aparcada su querida vieja bicicleta roja. Circulaba mucha gente, camino de algún restaurante cercano para almorzar, gente que trabajaba en el centro de la ciudad, que iba con prisa y en grupo. El escritor se encontró con un grupo que se había parado en medio de la acera y ocupaba casi todo el espacio. En la calzada, el tráfico era denso, pero bastante rápido, el semáforo lucía verde para los automóviles. Llegando hasta el grupo, el escritor trató de pasarles, estaba impaciente por llegar a casa y empezar con los preparativos. Tenía que limpiar todo bien, recoger los libros que estaban por todos lados, en fin, tenía mucho que hacer para pararse en medio de la acera esperando a estos pesados.

El escritor intentó pasar al grupo, esquivando los cuerpos aglomerados que charlaban sin prisa, ajenos a su urgencia. Sujetó con fuerza las bolsas de licor y el paquete con la tarta, tratando de no tropezar ni desequilibrarse. «Disculpen», murmuró, aunque su voz apenas se oyó entre el bullicio. Dio un paso hacia la calzada para evitar la multitud, consciente de lo denso que estaba el tráfico. Un auto pasó rozándole y decidió no tentar más la suerte. Finalmente logró rebasar al grupo, acelerando el paso hacia su bicicleta, que seguía aparcada donde la había dejado en la plaza. Sentía un ligero sudor formarse bajo el jersey negro mientras el sol de mediodía iluminaba la ciudad con una luz más fuerte de lo esperado para el otoño. No importaba. Todo parecía ir bien. La tarta estaba intacta, y las botellas seguían seguras en sus bolsas. Solo faltaba regresar a casa y comenzar los preparativos para la gran reunión.

Mientras caminaba con pasos rápidos, su mente estaba ocupada en la lista mental de tareas que le aguardaban. Limpiar la casa, recoger los libros esparcidos, barrer el suelo donde el polvo se acumulaba, preparar la mesa del comedor con su viejo mantel color crema, el que siempre usaba en las grandes ocasiones. No solo quería revivir las fiestas de antaño, sino recrear esa calidez que tanto extrañaba, esa sensación de pertenencia y de vida que, poco a poco, se había esfumado de su hogar.

Llegó a su bicicleta, colocó cuidadosamente las bolsas y el paquete en el canasto delantero y montó, ajustándose el gorro de lana antes de empezar a pedalear de regreso. Al hacerlo, una sensación de satisfacción y anticipación crecía en su interior. Iba a ser un buen día, como los de antes. Ya podía imaginarse a sus hijos entrando por la puerta, riendo, conversando, compartiendo una copa de vino y una porción de tarta.

Mientras pedaleaba hacia su hogar, el viento fresco en su rostro le traía recuerdos de viajes pasados y personas queridas. La nostalgia le envolvía, pero no de una manera amarga, sino como una promesa de que, por unas horas al menos, todo volvería a ser como solía ser. Incluso pensaba en lo bien que se lo pasaría el gato, merodeando por la casa llena de voces y risas, tal como lo había hecho cuando era un gatito juguetón.

Con el corazón lleno de esperanza y una sonrisa apenas perceptible en su rostro, el escritor avanzaba decidido, imaginando el bullicio y la vida que pronto llenarían nuevamente su hogar silencioso. Iba bien ajustado a su derecha, circulando bastante rápido para lo que solía hacer habitualmente. En su cerebro se alternaban las imágenes añoradas, las conversaciones, las risas, las canciones, que con toda seguridad cantarían, acompañados por su guitarra. ¡Oh, esos antiguos y queridos instrumentos que ahora yacían mudos, sin las manos de los que en otro tiempo les hacían vibrar! De pronto, una señora mayor, da un paso hacia la calzada para eludir uno de esos grupos patosos que acaparaban toda la acera y el escritor, sorprendido, trata de evitar una colisión girando levemente a la izquierda, en el momento en que el autobús 3 ha iniciado el adelantamiento del anciano en la bicicleta roja. El golpe fue brutal. Un golpe seco que hizo que los que estaban en el corrillo girasen sus cabezas en dirección al fatal sonido. Un silencio total cubrió la escena. el escritor yacía entre los restos de su bicicleta, con las bolsas y su contenido desparramado, la caja de la tarta aplastada. Del gorro negro manaba lentamente un hilo de sangre que iba formando una mancha roja, densa, humeante. La última imagen grabada en la mente del escritor, era el rostro de su amada, sonriendo, como siempre hacía cuando estaban todos juntos. Profunda oscuridad, Nada.

En su soledad, el gato negro vio como el día avanzaba y la mancha soleada de la mesa del escritor palidecía. Cayo la noche y el gato negro emitía a veces un pequeño maullido de inquietud, repetido y con mayor intensidad, según avanzaba la noche. Sintió la puerta, sabía que no era el escritor, porque conocía todos los sonidos tan peculiares de su amigo. Bajó las escaleras para ver quien era y vio a la mujer bella, que se agachó a acariciarle, sintió una gota templada en su hocico, una lágrima derramada por ella. Subió con ella los doce escalones que separaban el recibidor de la cocina. Sabía de sobra que su antigua vida había terminado. Lo había presentido en el mismo momento que el escritor, sonriente, cerró la puerta tras de sí. Pero, el gato negro, en el fondo de su pequeña alma de gato, conservaba la esperanza de que, algún día, cuando él estuviese mirando por la ventana como se mecían las ramas de los árboles, su amigo el escritor, aparecería de nuevo por el caminito, en su bicicleta roja.