Los pensamientos son libres, si uno se los calla, claro está.

El viento lleva hoy una fragancia invernal. Enfundado en mi ropa de abrigo, con el gorro de lana bien calado y las manos bien resguardadas en los guantes, siento un frío bienvenido en las mejillas, la parte de mi cuerpo que está en contacto con el gélido viento. Es el último día de noviembre y voy caminando por la Plaza Mayor de Lund. En la parte norte de la plaza han instalado un gran árbol de navidad con bolas de colores y todos los adornos que normalmente acompañan. Familias con niños bien abrigados, contemplan el árbol y se acercan a las casitas de madera que, a modo de pequeño pueblo, forman lo que es el mercadillo navideño. Se nota que el ayuntamiento se ha esforzado en crear un buen ambiente navideño; hasta un coro de jóvenes interpreta clásicas canciones navideñas, que todos conocen.

Yo miro todo y disfruto de esa sensación de bienestar que me inunda cada vez que veo regresar la Navidad. Es como regresar a la niñez, es algo muy entrañable. En medio de mis añoranzas navideñas vengo a recordar que, justamente en este lugar, se encontraba el patíbulo durante gran parte de la edad media. Aquí mismo, donde ahora contemplamos este precioso árbol de Navidad, se celebraban los juicios y se ejecutaban las sentencias. Y no puedo dejar de pensar en los juicios, las sentencias y los castigos. Y durante mi paseo voy pensando; claro, que para haber un castigo debería haber un crimen, una acción u omisión que estuviese prohibida y sancionada por la ley porque pudiese afectar negativamente a la sociedad, violar los derechos de las personas o poner en peligro el orden público. Claro que, la conducta que se castiga debe estar descrita en la ley como un delito: nullum crimen, nulla poena sine lege. Por tanto, los pensamientos no pueden constituir nunca un delito, al menos, si uno se los guarda para sí, porque si no…

Se dice que fue Walther von der Vogelweide, el gran trovador austriaco, el que, en una de sus canciones, lanzo la famosa frase de “Die Gedanken sind frei”[1] (El pensamiento es libre) que, a través de los siglos, nos sigue inspirando. En realidad, Cicero se le adelanto con más de mil años. El pensamiento es verdaderamente libre, eso no se puede negar, pero, esa libertad puede costarle muy caro al que osa pasar del pensamiento a la exposición de sus ideas. Eso no solo ocurre en países con regímenes totalitarios, las democracias también son altamente sensibles a lo que se expone en público, especialmente si se aleja de la corriente dominante y convencional. La lógica de la cancelación no es exclusiva de nuestro tiempo, parece algo muy humano que se ha practicado desde siempre. No por eso deja de extrañar a los que, como yo, seguimos creyendo que la libertad de opinión es una de los pilares de la democracia.

Ante el clima de crispación política y mediática que estamos viviendo[2], muchos echan en falta una política de consenso, quizás, creo yo, sin pensar bien lo que esto supone en la práctica. Pues, aun no tratándose de una unanimidad total, el consenso implica que la mayoría de los miembros del grupo, en este caso una sociedad, aceptan una cierta decisión o solución, que una vez decidida, obliga a todos a aceptarla o al menos a no opinar en su contra. Esto trae consecuencias negativas a la libertad de opinión, ya que el pensamiento es libre, pero expresar este pensamiento no lo es. Aunque exista en teoría la libertad de expresión, el “pasillo de opinión” (åsiktskorridor en sueco) señala que hay límites implícitos sobre lo que se considera socialmente adecuado discutir y, los que se salen de este «pasillo» pueden ser, no solo criticados, sino también marginados o, como actualmente se denomina, cancelados. Normas culturales y sociales limitan las opiniones consideradas aceptables y el que se sale del pasillo, es castigado de muchas formas, por el momento, la más utilizada es la cancelación, entendida como la censura, la exclusión social, la pérdida de oportunidades laborales, el boicot público o la estigmatización.

Si el que se sale del pasillo de opinión es un académico, profesor o investigador, que se atreve a criticar, aunque sea de forma parcial, corrientes dominantes, como algunas formas del feminismo radical o las políticas climáticas extremas, se verá marginado de las instituciones y las plataformas digitales amplificarán la cancelación, convirtiendo las opiniones expuestas por él o ella en «delitos sociales» sumadamente visibles. Si los que expresan posturas consideradas controversiales son actores, cantantes o escritores, perderán contratos, audiencias o serán excluidos de eventos culturales. La cancelación es un rodillo que aplasta.  Así, castigando a quienes se desvían del pasillo de opiniones, se va reduciendo el espacio para el debate y la pluralidad de ideas. Por qué será que yo, pensando en este fenómeno de la cancelación, me atrevo a buscar sus raíces hasta la misma inquisición, en el caso de España, y para Suecia a la implementación de la Ley Mosaica a principios del siglo XVII. Tanto la inquisición como la ley mosaica eran reflejos de la religiosidad dominante en tiempos pasados, pero, una religiosidad que al parecer hemos superado. ¿Qué es entonces lo que da razón de ser a los pasillos de opinión actuales?

Vivimos en sociedades altamente secularizadas, en términos legales y culturales, pero, la huella que las confesiones religiosas nos han dejado, tras miles de años de práctica, hace perdurar entre nosotros rasgos identitarios que condicionan nuestras acciones a nivel institucional y privado. Tanto la inquisición como la ley mosaica condenaba al confeso de herejía a la máxima pena y al escarnio público. En España se usaba el sambenito y el escarnio público. En Suecia, al reo se le exhibía públicamente en la plaza mayor o ante la misma iglesia, colocándole atado a un poste llamado “poste de la vergüenza (skampåle) para deshonrar al que se consideraba culpable, dañando su reputación y recordándole las normas sociales y religiosas. Aquí estamos ya tocando lo más esencial de la cancelación, la perdida de la honra, pues tanto en España como en Suecia el concepto de la honra estaba ligado a los valores religiosos, inicialmente católicos, como la castidad, la fidelidad y la obediencia a las normas de la Iglesia.

En las sociedades secularizadas, como son la sueca y la española, existe una concepción de la ética que se supone libre de valores religiosos, aunque en el caso de Suecia se quiere llegar a la secularidad sin dejar a un lado la herencia cristiana. Por tanto, en el plan de estudios vigente se conserva la influencia religiosa:

“La inviolabilidad de la vida humana, la libertad e integridad del individuo, la igualdad de valor entre todas las personas, la igualdad entre mujeres y hombres, así como la solidaridad entre las personas, son los valores que la escuela debe reflejar y transmitir, de acuerdo con la ética heredada de la tradición cristiana y el humanismo occidental. Esto se lleva a cabo a través de la educación del individuo en el sentido de la justicia, la generosidad, la tolerancia y la responsabilidad. La enseñanza en la escuela debe ser no confesional.” [3]

No resulta tan clara ni tan explicita, en la legislación española, la alusión a la tradición cristiana. Aquí se resaltan los principios de la constitución en lugar del peso del evangelio: “El sistema educativo español, configurado de acuerdo con los valores de la Constitución y asentado en el respeto a los derechos y libertades reconocidos en ella…”[4] Y la educación en sí tiene como objeto: “La transmisión y puesta en práctica de valores que favorezcan la libertad personal, la responsabilidad, la ciudadanía democrática, la solidaridad, la tolerancia, la igualdad, el respeto y la justicia, así como que ayuden a superar cualquier tipo de discriminación.”[5]

En países democráticos como Suecia y España, el derecho a la libertad de expresión está garantizado, pero la llamada «cultura de la cancelación» refleja tensiones sociales y culturales y desenmascara la vieja actitud punitiva y vengativa de la ley mesiánica y la inquisición. No hay que buscar mucho para encontrar ejemplos de cancelación. En Suecia encontramos al artista Lars Vilks que creó una caricatura de Mahoma como un perro en 2007, defendiendo su obra como un ejercicio de libertad artística, fue objeto de indignación en muchos y recibió amenazas de muerte que le obligaron a vivir bajo protección policial durante años.[6]

Vilks fue criticado tanto por figuras musulmanas como por sectores que consideraron que su obra era innecesariamente provocativa. Su caso abrió debates sobre los límites de la libertad de expresión en Suecia. En la práctica, Lars Vilks fue aniquilado de la vida pública. Nadie se atrevía a invitarle o a publicar algo sobre él. Durante catorce años tuvo que vivir escondido y, cuando fue invitado a un seminario en Dinamarca, sufrió un ataque a mano armada, que costo la vida a inocentes. Este fue un caso dramático, pero hay cientos de casos, muchos de los cuales surgen en el contexto académico. En la actualidad, el hasta septiembre ministro de educación sueco, Mats Persson, preocupado por el fenómeno, anunció que iniciaba un estudio general sobre la cuestión.

Figuras de gran relieve, reconocidos investigadores y escritores como Francis Fukuyama, Noam Chomsky y Salman Rushdie escribían en una carta abierta sobre cómo el debate libre corre el riesgo de ser silenciado. En la carta, publicada en Harpers´s Magazine el 7 de julio de 2020[7], describen cómo está surgiendo una cultura intolerante que amenaza el libre intercambio de pensamientos e ideas. El movimiento de la política de identidad es más fuerte en los Estados Unidos, pero corre el riesgo de infiltrarse en las instituciones suecas de educación superior.

En España y como apoyo a esta carta en Harpers´s Magazine, un grupo diverso de científicos, académicos, escritores y periodistas españoles escribieron una carta en protesta contra la censura, tanto en este lado como en el otro del Atlántico. Escrita desde un punto de vista progresista y plural e invitando a personas con sensibilidades, posturas y opiniones diferentes, la carta española logró reunir a un grupo heterogéneo para denunciar las derivas reaccionarias y polarizadas que promueven la cancelación y el linchamiento como medios para alcanzar cualquier fin. Entre los firmantes se encontraban representantes del mundo de la cultura como el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, Milena Busquets, Sergi Pàmies, César Antonio Molina, Mercedes Monmany, Ignacio Martínez de Pisón, Loola Pérez, Oscar Tusquets, Jimina Sabadú, Nicole d’Amonville, Alberto Olmos, Nuria Azancot, José Luis López Linares, Karina Sainz Borgo, Eduardo Moga, Carmen Posadas, Carlos Granés, Alexis Ravelo, Eva Serrano, Luis Alberto de Cuenca, José María Merino, María Zaragoza, Pedro Insua, Juan Soto Ivars, Daniel Gascón, María Borrás, Elvira Roca Barea, Fernando Savater, Félix Ovejero, Verónica Puertollano y Amelia Pérez de Villar, entre otros.[8]

En la carta española, los firmantes denuncian las cancelaciones, que amenazan con destruir el diálogo, algo, para la pervivencia de la democracia, altamente necesario:

“Queremos dejar claro que nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos sino globalmente contra lacras de la sociedad como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente. Desafortunadamente, en la última década hemos asistido a la irrupción de unas corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad, y que apela a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que consideramos inaceptables.”

Sin lugar a dudas, estamos viendo como practicas medievales están irrumpiendo en nuestra, supuestamente, avanzada sociedad, con hogueras y todo, pues no se duda en quemar “in efiggie” el retrato de un monarca si este ha “osado” expresar alguna opinión que vaya en contra del corredor de opinión de los que se autodenominan progresistas. Las redes, funcionan a veces como un espacio público donde se ofrece el espectáculo de la flagelación verbal con la consiguiente pérdida de honra de todo aquel que, los que se alzan con la atribución de jueces de ética, juzgan y condenan. En contra de los que sucede en juicios comunes, el acusado no suele contar con defensa alguna. El que osa defender a un cancelado, se arriesga a su vez a correr la misma suerte que afecta al acusado. Pocos tienen la valentía necesaria o la fuerza de defender al que las huestes progresistas han marcado como enemigo.

Combatir la cultura de la cancelación no significa justificar comportamientos ofensivos o dañinos, sino promover un ambiente donde las discrepancias puedan resolverse mediante el diálogo y el entendimiento mutuo, en lugar de recurrir al ostracismo social. Debemos, creo yo, promover una cultura de escucha activa que valore los argumentos en lugar de las descalificaciones personales. Debemos recordar que la libertad de expresión incluye la posibilidad de equivocarse o de expresar opiniones impopulares, estableciendo límites claros entre el discurso que es legal pero controvertido, y aquel que incita al odio o la violencia, que no debe tolerarse. Los pensamientos son libres, como decía Vogelweide, pero es preciso poder expresarlos, solo así conseguiremos un diálogo abierto que nos sirva para mejorar nuestras sociedades, por el bien de la humanidad.

En forma de epílogo pienso y escribo que Cicero, ese gran pensador, anticipaba quizás la victoria de Trump y de otros potentados, a los que solemos acusar de populistas. Lo digo, porque muchos piensan lo que saben que no pueden decir y, en democracia, les queda la posibilidad de elegir al que, al menos, dice que piensa como ellos. No nos extrañe que el “malhablado” el que usa un estilo directo, combativo y populista, con un lenguaje sencillo, emocional y provocador, enfocado en polarizar y captar atención mediática, se lleva los votos de los que piensan diferente y sienten que no pueden expresarse sin arriesgarlo todo. Pienso, porque el pensamiento es libre, que deberíamos escuchar a todos los que tienen algo que decir, que no es lo mismo que aceptar como buenas todas las tonterías que se le puedan ocurrir a cualquier fanático.


[1] Aunque ya Cicero lo decía en su discurso Pro Titus Annius Milo ad iudicem oratio: “Liberae sunt nostrae cogitationes, quae nec imperiis constricti nec metu coacti proferimus, quae saepe in tormentis quoque elicere veritas solet.»

https://la.wikisource.org/wiki/Pro_Milone

[2] En España, la crispación está llegando a un nivel comparable al que se respiraba en los años 30. En Suecia, aunque no se llega al nivel de España, también se percibe un endurecimiento verbal en la política. En el mundo que nos rodea, vemos como la política tiende a dividirse en extremos, con posturas cada vez más irreconciliables entre grupos de izquierda y derecha. Echamos en falta puntos intermedios que faciliten el diálogo.

[3] https://www.skolverket.se/undervisning/grundskolan/laroplan-och-kursplaner-for-grundskolan/laroplan-lgr22-for-grundskolan-samt-for-forskoleklassen-och-fritidshemmet

[4] https://www.boe.es/buscar/pdf/2006/BOE-A-2006-7899-consolidado.pdf

[5] Ibidem

[6] Murió en 2021 como consecuencia de un raro accidente de automobil mientras se trasladaba en carretera en un coche policial, junto a su escolta, que también falleció en el accidente.

[7] https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/

[8] https://apoyoaharpers.wordpress.com/2020/07/19/la-carta/