Hoy nieva. No es una gran noticia, porque aquí en Lund, es bastante normal que nieve por estas fechas, pero a mí personalmente, la nieve me levanta la moral. Me apresuro a salir a la calle, porque quiero ver como este fenómeno atmosférico deja todo cubierto con una capa blanca, como una hoja en blanco, por donde yo puedo ir grabando mis huellas, a lo largo de mi paseo. Es una sensación de virginidad parecido, supongo, al que pueden haber sentido los exploradores y los que lograron pisar por vez primera las nieves eternas del Sagarmatha. Sé que puede sonar exagerado, pero es así como siento yo cuando salgo a caminar por la nieve aún no pisoteada ni surcada por ruedas de toda clase o esquís.
Cuando voy paseando ensimismado por este níveo escenario, ocurre a veces que me encuentro a alguien paseando en sentido contrario. Como es un terreno llano, nos vemos de lejos, primero como puntitos oscuros sobre la nieve, más tarde como siluetas caminantes, de las que vamos distinguiendo facciones y detalles; el aparente género, la edad y, sobre todo, los ojos. Al poder distinguir el blanco de los ojos, ya sabemos mucho sobre el desconocido. Constatamos rápidamente si es alguien a quien conocemos, aunque sea superficialmente, porque entonces se espera de nosotros alguna reacción; un ¡hola! O simplemente un movimiento de cabeza, como asintiendo, diciendo – sí, ya te conozco- o un -¡hola!- acompañado de una sonrisa, si el que viene es más conocido. Si fuera un compañero de trabajo o colega, añadiría su nombre y preguntaría sin pararme – ¡qué tal-. Siendo un amigo, el parar es obligatorio, si no hay motivo para apresurase y se grita a la carrera – ¡me cierran el banco! – o – ¡ya te contaré! Y si paramos, hay muchas formas de saludar. Algunos nos ofrecen la mano rápidamente, otros nos abrazan y en ocasiones hasta nos besan. Pero, ¿y si la silueta es de un desconocido y nos encontramos en tierra de nadie, en medio de un paisaje nevado? Hemos constatado que nos hemos visto, estamos solos y somos los únicos humanos en medio de una planicie siberiana. ¿Qué hacemos?
Aquí recurro a la historia. Vamos, intento explicarme por qué esta situación, aparentemente cotidiana y fácil, puede resultar algo embarazosa. Remontémonos a los tiempos remotos sus y allí encontraremos los orígenes del saludo que pudo ser un gesto de supervivencia: la mano abierta mostraba que no se empuñaba un arma, mientras que una inclinación o reverencia reconocía la posición del otro en la jerarquía social. Sin embargo, más allá de la mera utilidad, el saludo encarnaba una intención: la de ofrecer confianza en un mundo de incertidumbres. Es, por ello, un acto filosófico en sí mismo, una afirmación de que el otro no era una amenaza, sino un compañero en el viaje de la existencia. Con el tiempo, los saludos fueron adquiriendo una carga cultural y simbólica: desde el apretón de manos en Occidente, símbolo de igualdad y acuerdo, hasta el saludo con las palmas juntas en culturas orientales, que evoca reverencia y espiritualidad. Estos gestos, aunque simples, llevan en sí la huella del pasado, la suma de los miedos, los sueños y las esperanzas que han moldeado a la humanidad.
Desde una perspectiva existencial, el saludo es también un recordatorio de nuestra condición finita. Cada encuentro, por breve que sea, implica el reconocimiento mutuo en un universo vasto y silencioso. Saludar es afirmar: «Estoy aquí, tú estás aquí, y por un instante compartimos este espacio en el tiempo.» Primero es la mirada, que busca los ojos del otro, y ocurre a veces, que en el momento del encuentro uno de los dos esboza una sonrisa y también ocurre que esa sonrisa parece reflejar una complicidad instantánea. Es un acto simple pero lleno de significado, que refleja cortesía, empatía o simplemente la alegría de compartir un instante humano sin palabras.
Estos encuentros solo se dan en lugares desiertos o muy poco frecuentados. Recuerdo, cuando yo era niño, que, en los pueblos, todos se saludaban. Por saludar se saludaba hasta a los forasteros. En las grandes ciudades no es posible y, si alguien se atreve a saludar a un desconocido en una calle desierta, se puede interpretar muy mal, sobre todo cuando es un hombre mayor que saluda a una mujer joven, pero aún entre varones o hembras, puede resultar raro saludar en una gran ciudad a alguien que no se conoce de nada. En las poblaciones intermedias, ni tan grandes como las ciudades pero tampoco tan pequeñas como los pueblos, el saludo es una seña de identidad. El que es saludado forma parte del grupo y el que no lo es está fuera. Esto parece que los políticos de la población barcelonesa de Manlleu, con algo más de 20 000 habitantes, han descubierto que, una buena forma de alcanzar cohesión entre los habitantes, los de dentro y los de fuera, es empezar a saludarse y, por tanto, han ideado una campaña bajo el lema. “Bon dia. A Manlleu ens saludem!”.
Bonita campaña, pienso yo, que sé lo importante que es el sentirse visto por los demás. Todo el mundo quiere sentirse visto y notado. Algunos lo consiguen con esfuerzos en la vestimenta y el peinado, otros atraen las miradas por su gracia o belleza singular. Mirar a otro ser humano es, en esencia, un intento de descifrar lo que nos es familiar y, al mismo tiempo, misterioso. En el rostro del otro buscamos signos de intención, emoción y reconocimiento, porque nuestra identidad no se construye en el aislamiento, sino en el encuentro. Como señaló el filósofo Emmanuel Levinas, el rostro del otro nos interpela, nos llama a la responsabilidad, nos recuerda que existe algo más allá de nuestro yo. Cuando miramos a otra persona, no solo la observamos; también buscamos nuestro reflejo. La mirada del otro confirma nuestra existencia, tal como Sartre lo expresó en su obra sobre el «ser para otros». En el encuentro de miradas, el mundo se hace tangible, porque el otro no solo ve lo que somos, sino lo que podríamos ser. Es un acto de mutua creación: yo te miro, y al hacerlo, te reconozco; tú me miras, y al hacerlo, me defines. Si me sonríes, soy feliz.
Mirar al otro también nos confronta con lo que no entendemos, con la otredad radical. Cada ser humano que encontramos es un universo único, inaccesible en su totalidad. Al mirar, reconocemos tanto la posibilidad de comprender como los límites de nuestro entendimiento. Esa tensión entre lo conocido y lo desconocido es profundamente filosófica, pues nos invita a contemplar nuestra humanidad común y, al mismo tiempo, a respetar la singularidad de cada vida. Hermosa campaña la de Manlleu. Yo la recomendaría a todas las comunidades en todo el mundo. ¡En el mundo nos saludamos!
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