Yo tengo un ropero milagroso. Lo que una vez entra allí, sobre todo lo que se almacena en cajas al fondo, dónde no llega la luz de la única bombilla, desaparece del mundo por décadas, a veces, eternamente. Los secretos del ropero pueden esconder muchas historias y recuerdos que compiten con los que se ocultan en el desván. La diferencia entre los secretos olvidados del ropero y del desván está en el tamaño, pero guardan igualmente secretos y recuerdos ya olvidados y que pueden avivar el recuerdo con solo aparecer, cuando menos me lo espero.
Hoy se ha despertado el día con los tejados, los árboles y el césped cubiertos por una fina capa de escarcha, que indica que la temperatura ha bajado respecto a ayer. Como pensaba salir a dar mi paseo cotidiano, decidí buscar mi jersey más caliente, que recordaba haber guardado en el guardarropa, hacía un año o dos. Decidido a encontrarlo, abrí la puerta sobre la que tengo pegado un mapa de Suecia, y me dispuse a buscarlo entre las estanterías, cargadas de ropas que posiblemente ya nunca utilizaré, pero que de alguna forma y por distintos motivos me cuesta trabajo deshacerme de ellas, mayormente por pura nostalgia.
Como es de esperar, no encontré el jersey que buscaba, así que seguí hacia adelante por el pequeño pasillo entre cajas de cartón apiladas de tres en tres y, me paré ante una de ellas, que me pareció recordar algo muy difuso, la palpé primero, un poco indeciso, y abrí la tapa. La tenue luz de la bombilla, que mi cuerpo tapaba, proyectando una sombra total sobre la caja, me obligo a ir sacando, poco a poco, pieza a pieza, lo que en la caja se ocultaba y, al girarme hacia la luz, para comprobar lo que las manos sacaban a ciegas, vi que era un álbum y una bolsa de tela. Abrí el álbum y, de repente, inmediatamente, me ví transportado a mi pequeña habitación en Madrid. Sentí los olores, vi la luz del sol entrando entre las persianas y creí hasta escuchar la una radio lejana. ¡Tenía en mi mano, mi colección de sellos!
Yo llegue a Suecia con un macuto de lona y cuero, en el que traía algo de ropa, dos libros y mi colección de sellos. En la España de los años 50, coleccionar sellos era más que un simple pasatiempo; era una ventana mágica hacia un mundo que muchos ni siquiera podían imaginar. En una época marcada por la autarquía y el aislamiento, donde la información sobre el mundo a nuestro alrededor era escasa, cada sello se convertía en un pequeño trozo de un universo lejano, una chispa de color en un país bastante gris.
Para un niño de aquel tiempo, como yo, un sello no era sólo papel adherido a un sobre; era un pasaporte a tierras exóticas, un fragmento de historia encapsulado en miniatura. Podéis imaginarme a mí, con ocho o diez años, sentado junto a la mesa de la cocina, con la luz amarillenta de una bombilla iluminando mi álbum. Cada página crujía al pasar, cada sello adherido con esmero me susurraba historias de emperadores lejanos, de faunas desconocidas, de monumentos que se erguían majestuosos más allá de los Pirineos, por cierto, también desconocidos para mí en aquel entonces.
Había una emoción casi ritual en el acto de coleccionar. Buscar entre las cartas viejas de la familia, negociar con compañeros de colegio en el recreo, o visitar el pequeño quiosco del barrio donde don Cecilio, con ojos cansados, guardaba sobres sorpresa llenos de sellos usados a dos reales el sobre. La sensación de encontrar uno raro, de un país tan exótico como la India o el Brasil, era comparable a descubrir un tesoro escondido. Incluso para mí, los sellos de las colonias españolas, como el Sáhara Español, Guinea Ecuatorial o Ifni, despertaban curiosidad. Aunque eran territorios bajo la administración de España, sus imágenes evocaban paisajes desérticos, selvas misteriosas y culturas vibrantes, tan distintas a la vida cotidiana de mi pequeño barrio.
Cada sello era también un maestro silencioso. Enseñaba geografía sin mapas, historia sin libros, arte sin museos. En un mundo sin Internet ni televisores omnipresentes, la imaginación era el motor que llenaba los vacíos. Y así, yo soñaba con leones que rugían en la sabana africana, con trenes de vapor que atravesaban los Andes, con barcos que surcaban mares infinitos. Coleccionar sellos en la España de los 50 no era sólo un hobby. Era una forma de escapar, de soñar y de aprender. Era un acto de resistencia silenciosa contra la monotonía, un gesto pequeño pero poderoso de curiosidad y esperanza en un mundo mucho más grande de lo que las fronteras querían hacer creer.
Olvidé claro está el jersey y el paseo deberá esperar algunas horas, porque ahora es ese álbum de tapas de cuero marrones el centro de toda mi atención. Me lo llevé a la mesa de la cocina, me hice una taza de café y me puse a viajar en el tiempo. En la primera hoja descubrí cuatro sellos de Tánger, una ciudad que conocí más tarde, cuando ya pertenecía al reino de Marruecos, pero que cuando se expidió el sello, todavía era un enclave libre, la Zona Internacional de Tánger,
Tánger, situada en el extremo norte de Marruecos, ha sido un cruce de caminos entre África, Europa y el Mediterráneo durante siglos. Su historia moderna destaca por su estatus especial como Zona Internacional de Tánger, que existió entre 1923 y 1956. Durante este período, la ciudad fue administrada por un comité internacional compuesto por potencias europeas como Francia, España, el Reino Unido, e Italia, entre otras, y cada una expedía sellos de correo. Mis sellos de Tánger son españoles y británicos. Los británicos son los más antiguos, del 1936, y llevan el perfil de Eduardo VIII. Los españoles llevan la cara de un moro anónimo y son de 1948. Simplemente pensar en todo lo que sucedió en este enclave durante esos años, da para un libro. El estatus de zona libre internacional convirtió a Tánger en un hervidero de diplomacia, espionaje, comercio y contrabando. Allí convivían diplomáticos, artistas, contrabandistas y exiliados, con figuras como Paul Bowles, William S. Burroughs y bastantes espías durante la Segunda Guerra Mundial.
España tuvo un papel destacado en Tánger, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial, cuando ejerció un control temporal sobre la ciudad, aprovechando la debilidad de Francia tras su ocupación por la Alemania nazi. Sin embargo, Tánger recuperó su estatus internacional tras la guerra y permaneció así hasta que Marruecos obtuvo su independencia en 1956, integrando finalmente Tánger en su territorio nacional. Cuando yo llegué a Tánger en diciembre de 1969, se respiraba aún algo de esa fascinante historia.
En la misma hoja encuentro dos sellos de Trieste, uno de la zona A y otro de la zona B. Yo aprendí bastante sobre la historia reciente partiendo de estos sellos. Aprendí que fue fundada por los romanos en el segundo siglo de nuestra era, destrozada por los hunos y dominada por Bizancio, los carolingios, Venecia, Napoleón etc. En 1850, Trieste era el principal puerto del Imperio Austrohúngaro, una joya del Adriático que prosperaba gracias al comercio marítimo. Su crecimiento económico y cultural atrajo a comunidades italianas, eslavas, alemanas y judías, y la convirtieron en un crisol cosmopolita. Era un centro de innovación y modernidad, donde convivían arquitecturas neoclásicas, cafés literarios y un bullicioso puerto.
Tras la Primera Guerra Mundial y la disolución del Imperio Austrohúngaro en 1918, Trieste fue anexionada por Italia en 1920 mediante el Tratado de Rapallo. Este cambio de soberanía generó tensiones étnicas, ya que gran parte de la población eslava se vio marginada por las políticas de italianización del régimen fascista, y después de la Segunda Guerra Mundial, Trieste se convirtió, por tanto, en un foco de conflicto entre Italia y Yugoslavia. En 1947, el Tratado de Paz de París estableció el Territorio Libre de Trieste, dividido en dos zonas: la Zona A, administrada por los aliados, principalmente británicos y estadounidenses, y la Zona B, bajo control yugoslavo. Este estatus peculiar reflejaba la tensión de la Guerra Fría en Europa. Finalmente, en 1954, el Memorándum de Londres resolvió la disputa, haciendo que Italia recuperara la Zona A, incluyendo la ciudad de Trieste, mientras que Yugoslavia se quedó con la Zona B. En 1975, el Tratado de Osimo oficializó esta división, y cerró un capítulo complicado de la historia fronteriza de la región. Hoy en día, Trieste es parte de Italia, pero su herencia multicultural sigue viva en su arquitectura, su gastronomía y su vibrante vida cultural, como pude comprobar en mí visita hace ya muchos años, y es un símbolo de convivencia entre diferentes identidades y un recordatorio de los vaivenes de la historia europea. Conocí aquí en Lund a un chico de Trieste, de etnia eslava, y recuerdo cómo él me miraba incrédulo cuando yo le exponía todo el conocimiento que yo había adquirido, partiendo de esos dos sellos. El sello de la zona A es de 1948, de la zona italiana y es una alegoría a la reconstrucción de la ciudad tras la guerra. El de la zona B, también de 1948, alude a la celebración del 1 de mayo en Yugoslavia.
Junto a los sellos de Trieste, encuentro tres sellos de Danzig. Comprendo que he ordenado la hoja juntando a los sellos de enclaves territoriales de importancia histórica, pero no recuerdo cuando lo hice. Creo que lo hice ya en Madrid a comienzos de los 60. Danzig, situada en la costa del mar Báltico, ha sido durante siglos un punto crucial para el comercio y la política en Europa del Norte. Ya en la Edad Media, fue un importante puerto de la Liga Hanseática, una red comercial que conectaba ciudades del Báltico y el norte de Alemania. Me interesó mucho la historia de esta ciudad, durante mis estudios en la universidad de Lund y la visité ya como Gdansk en muchas ocasiones, la última en 1990.
En 1793, durante la Segunda Partición de Polonia, Danzig fue anexionada por Prusia, integrándose más tarde en el Imperio Alemán. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles en 1919, la ciudad adquirió un estatus especial y se convirtió en la Ciudad Libre de Danzig, una entidad semiautónoma bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones. Aunque estaba separada oficialmente de Alemania, tenía una población mayoritariamente alemana, mientras que Polonia controlaba aspectos clave como la aduana y la política exterior, además de tener acceso privilegiado al puerto, lo que provocaba continuas tensiones entre la población alemana local y el Estado polaco.
La situación se agravó con la llegada de los nazis al poder en Alemania. El deseo de Hitler de reincorporar Danzig al Reich fue uno de los pretextos para la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, un acto que desencadenó la Segunda Guerra Mundial. Danzig fue rápidamente anexada por la Alemania nazi y la poca resistencia que los polacos lograron organizar, fue justamente en la central de correos que, tras 15 horas de fuego intenso fue reducida a cenizas con sus defensores, sus sellos y todo.
Tras la derrota de Alemania en 1945, Danzig fue incorporada a Polonia y su nombre oficial cambió a Gdańsk. La población alemana fue expulsada y reemplazada por polacos, muchos de los cuales habían sido desplazados de territorios orientales anexados por la Unión Soviética. Esta parte de la historia ha sido elocuentemente analizada por mi colega Han Åke Persson, catedrático emérito de historia en la universidad de Roskilde.[1]
En la segunda mitad del siglo XX, Gdańsk volvió a ser protagonista de la historia europea, siendo el lugar de nacimiento del movimiento sindical Solidarność (Solidaridad) en 1980, liderado por Lech Wałęsa. Este movimiento desempeñó un papel crucial en la lucha contra el régimen comunista y en la caída del Telón de Acero y la democratización del este de Europa. Estuve allí en 1982 y la ciudad “cocía” de actividad subversiva, se respiraba por todos lados. Hoy, Gdańsk es una ciudad moderna, símbolo de resistencia y cambio, que refleja su rica herencia multicultural en su arquitectura y su vida cultural, una ciudad alemana, vaciada de su población, pero presente en la arquitectura y hasta en la gastronomía.
Los sellos de Danzig que tengo representan uno de ellos, el más antiguo de 1921, un kogge o caravela de la Hansa. Danzig fue uno de los puertos más importantes del Mar Báltico y un miembro destacado de la Liga Hanseática, con fuertes lazos comerciales con los Países Bajos, Inglaterra, Suecia y Dinamarca, así que la figura de un kogge en el sello es lógica. Más raro es que el sello de 1926 representa un galeón español, porque, que yo sepa, los galeones españoles no visitaron nunca el puerto de Danzig, es más, España no tenía una relación comercial directa muy intensa con este puerto, aunque el comercio de grano, ámbar y madera del Báltico era importante para toda Europa Occidental, y algunos comerciantes españoles, en teoría, podrían haber estado involucrados, al menos, indirectamente. En el puerto sueco de Ystad, sí tenemos noticias de comercio directo con Cádiz, así que, todo es posible.
Recuerdo cuando compraba los sellos en los soportales de la Plaza Mayor, a veces también en El Rastro, en algún puesto que tuviera cartas antiguas y postales. Casi todos mis amigos juntaban sellos y los de las colonias españolas en África eran muy solicitados, cromáticos y verdaderamente interesantes y sugestivas, para una pandilla de pequeños filatélicos como éramos nosotros. Sellos de “Guinea Española”, “Fernado Poo”, todos de los años 40 y 50, con la excepción de uno de “territorios españoles del golfo de Guinea” de la república, de 1931. Cuando yo era niño Guinea Española era una realidad y así lo fue hasta octubre de 1968, cuando obtuvo su independencia. Curiosamente, mi vecino Ángel, tuvo una novia que sacó plaza de profesora en Santa Isabel y estuvo allí hasta 1965. Por cierto, si algo bueno dejó España en Guinea fue la instrucción y alfabetización, la lengua y la cultura española.
Guardo los sellos en su lugar, y los dejo descansar hasta la próxima vez que nos veamos. Ya no soy filatélico, tengo otros intereses, pero ha sido interesante volver a manosear este viejo álbum. Los sellos sueltos de la bolsita se quedan sin ver la luz del día, porque tengo prisa en salir a dar mi paseo antes de que se derrita la escarcha. Me hace mucha ilusión pasear entre los árboles escarchados, el césped blanco, destellando diamantes entre las hojas muertas, el aire diáfano y el cielo azul. Encuentro al fin un jersey lo suficientemente grueso como para resistir el frío de esta mañana de febrero.
[1] Rhetorik und Realpolitik : Grossbritannien, die Oder-Neisse-Grenze und die Vertreibung der Deutschen nach dem Zweiten Weltkrieg / Hans Åke Persson
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