Días terribles, estos primeros días de febrero. Podían haber sido días felices, de espera e ilusión, capullos que se abren al débil sol de finales del invierno, promesas de la acechante primavera. Los acontecimientos de Örebro me han afectado mucho, no puedo negarlo. Me cuesta dedicarme por completo a cualquier tarea sin pensar en ello. Cuando la maldad muestra su rostro, deja desolación y tristeza a su paso. Mi forma de escapar de estos pensamientos es, simplemente, escaparme al campo para darme un baño de bosque.
Eso del baño de bosque no me lo he inventado yo, aunque siempre he sido un amante y admirador de la naturaleza. La Shinrin-yoku, que en japonés significa literalmente «baño de bosque», es una práctica nacida en Japón en la década de los 80 como respuesta al estrés urbano y al agotamiento laboral. No es que yo haya empezado a sentirme atraído por el bosque, su tranquilidad y belleza, inspirado por esa “moda” japonesa, no. Yo, siempre que he tenido la posibilidad de andar por el bosque, lo he hecho, en España, en Francia, en Alemania, y en todos los lugares que he visitado, que tienen bosques. Aquí, en Suecia, tengo el bosque muy cerca y lo aprovecho siempre que puedo porque, la verdad, lo necesito, sobre todo en ocasiones como esta, que estamos viviendo, cuando el odio se muestra tan crudo y frío.
Desde mis estudios del budismo, la meditación zen ha sido para mí una atracción natural, una evolución de mi exploración intelectual hacia una práctica más vivencial. El budismo, con su profundidad filosófica y su énfasis en la interdependencia, me ofreció una base sólida para comprender el sufrimiento, la impermanencia y el vacío. En especial, el zen me llamó por su enfoque directo, despojado de adornos conceptuales, donde la experiencia es el núcleo de la enseñanza.
Lo que me ha cautivado de la meditación zen es su simplicidad radical: sentarse, respirar, observar. En un mundo lleno de distracciones y abstracciones, preocupaciones y deberes, el zen me ofrece un retorno a lo esencial, a la presencia pura sin necesidad de explicaciones. La postura de zazen, con su quietud disciplinada, no busca «lograr» algo, sino permitir que la mente se revele tal como es, sin resistencias ni apegos. Además, el énfasis en la experiencia directa y en la intuición es algo que va con mi forma de ser. He pasado mi vida entre libros, y aunque el estudio sigue siendo una pasión, he encontrado en el zen un conocimiento que no puede capturarse en palabras. La idea de que la verdad última no se alcanza mediante el intelecto, sino mediante la vivencia, hace que esta práctica tenga para mí un valor único.
En cierto modo, el zen ha sido para mí un puente entre mi amor por la historia y la literatura y una forma de conocimiento más allá de las palabras. Es un camino donde no hay certezas absolutas, pero sí una profunda conexión con el momento presente, algo que quizás, en última instancia, también es una forma de amor por la vida misma.
También en los 80 encontré el tai chi y, con estas prácticas, logré encontrar equilibrio en mi vida. El zen, con su énfasis en el vacío y la aceptación de la realidad sin resistencia, encuentra un paralelo en el tai chi, donde los movimientos fluyen sin interrupción, sin forzar ni bloquear la energía. En la meditación zen, uno aprende a soltar pensamientos y expectativas; en el tai chi, se aprende a moverse sin rigidez, siguiendo la corriente natural del cuerpo y la energía. Mientras el zen se asocia a la quietud y el tai chi al movimiento, ambos buscan la misma integración del cuerpo y la mente. La postura en zazen y los movimientos en tai chi requieren relajación sin colapso y tensión sin rigidez, un equilibrio que permite la estabilidad y la fluidez simultáneamente.
El zen es una rama del budismo, pero ha recibido fuertes influencias del taoísmo, especialmente en su énfasis en la naturaleza y la espontaneidad. El tai chi, aunque surge como un arte marcial interno, también se fundamenta en principios taoístas como el Wu Wei, la acción sin esfuerzo. Ambos comparten la idea de que la verdadera maestría surge cuando se deja de forzar y se permite que las cosas sucedan naturalmente. El control de la respiración es crucial en ambas disciplinas. En el zen, la respiración es un ancla para la mente. En el tai chi, la respiración coordina los movimientos y permite la circulación de la energía vital, el “qi”. En ambas prácticas, la respiración no es solo un acto físico, sino un vehículo de transformación interna.
Volviendo a la práctica de Shinrin-yoku, y su anclaje sintoísta, los espíritus divinos, los “kami” habitan en los árboles, las montañas, los ríos y el viento. Practicar Shinrin-yoku en un bosque es, en cierto sentido, adentrarse en un santuario vivo, donde cada árbol es un ser con su propia energía. Esta concepción recuerda también al concepto budista de interconexión; la idea de que todos los seres y elementos estamos vinculados en una red de existencia mutua. El taoísmo ha enfatizado durante siglos la necesidad de alinearse con el flujo natural del Dao, la fuerza universal que impregna toda la existencia. En este contexto, sumergirse en el bosque sin prisas, dejando que los sentidos capten los sonidos, aromas y texturas del entorno, es una manera de armonizar con ese flujo y permitir que la mente y el cuerpo se recalibren o se recarguen, como yo suelo decir, cuando me preguntan que por qué voy al bosque tan a menudo.
No se trata simplemente de caminar por el bosque, no. Para que funcione, hay que hacerlo con plena atención y receptividad. Como ahora mismo, que voy caminando y algunos copos de nieve caen a mi alrededor y sobre mi rostro. siento cómo la nieve toca mi rostro con suavidad, un frío ligero que no molesta, sino que refresca. La nieve cae con una delicadeza casi irreal, flotando en el aire antes de posarse sobre las ramas, el suelo y mi ropa. Cada copo es un pequeño instante de efímera belleza. El sonido del bosque cambia. Se vuelve más apagado, como si la nieve amortiguara cada ruido, y envuelve el paisaje en un silencio casi sagrado. Mis pasos crujen levemente sobre la fina capa de nieve reciente, mientras el aire frío llena mis pulmones con una pureza que despierta todos mis sentidos. Observo cómo los copos se acumulan en las agujas de los pinos, cómo el viento los lleva en pequeños remolinos antes de dejarlos caer de nuevo. Todo parece ralentizarse. No hay prisa. Solo el bosque, la nieve y yo, compartiendo un momento de quietud absoluta. Es una sensación de plenitud, de calma profunda, como si el mundo entero estuviera respirando conmigo al mismo ritmo, envuelto en la belleza silenciosa del invierno. Una sensación que está al alcance de todos. Y, aunque parece mentira, en este mundo tan comercializado, no cuesta nada, es completamente gratis.
La práctica del Shinrin-yoku tiene efectos perfectamente perceptibles en el cuerpo y la mente, además de su dimensión espiritual. Trabajos científicos[1] ha demostrado que el Shinrin-yoku tiene efectos terapéuticos reales: reduce el cortisol, mejora el sistema inmunológico y fortalece el bienestar emocional. Pero en última instancia, para quienes tienen una sensibilidad hacia la espiritualidad oriental, estos beneficios son solo una manifestación más del equilibrio natural que surge cuando el ser humano deja de resistirse a la naturaleza y se entrega a su flujo. La naturaleza no es un lugar separado del ser humano, sino una extensión de nuestra propia existencia.
Aunque parezca mentira, se ha demostrado que caminar entre árboles mejora la memoria, la atención y la capacidad de resolver problemas.[2] En el bosque, mi mente se despeja. Es como si el ruido del mundo se disipara y quedara solo la esencia de las cosas. No pienso en problemas, no hago planes; simplemente estoy. Y en esa simple presencia, encuentro una paz difícil de describir, pero profundamente real. Si tú, querido lector, quieres experimentar algo parecido, no tienes más que buscar un bosque, lo más alejado que puedas de la civilización, donde no puedan llegar vehículos a motor, y simplemente existe allí, acompañado de la naturaleza, hasta que no distingas entre tu yo y lo que te rodea.
En el bosque no hay distracciones, no hay urgencias. Solo yo y la naturaleza, en una comunión silenciosa. Me gusta observar los detalles: el musgo cubriendo las piedras, la danza de la luz entre las hojas, la huella de algún animal que pasó antes que yo. Todo tiene su lugar, todo sigue su curso sin interferencias. Cuando camino por el bosque, siento que el tiempo adquiere otro ritmo, uno más pausado, más acorde con la vida misma. El suelo cruje bajo mis pasos, el aire es fresco y limpio, y cada respiración parece llenarme de algo más que oxígeno; es una sensación de renovación, de calma profunda. Las penas, las preocupaciones se diluyen como los copos de nieve en la palma de mi mano.
Los árboles me recuerdan la paciencia de la naturaleza, su manera de existir sin prisas ni exigencias. A veces me detengo simplemente a escuchar el susurro del viento entre las ramas, el canto de un pájaro solitario o el murmullo de un arroyo escondido. Son sonidos que, sin decir una palabra, me hablan de equilibrio y armonía. Un baño de bosque me devuelve la fuerza que voy perdiendo en luchas infructuosas contra todo lo que me obliga a tomar decisiones, todo lo que me angustia, obligándome a elegir qué camino tomar, en la encrucijada permanente, que es la vida.
Querría dedicar un poema a este bosque. Si pudiera, describiría en palabras mis sentimientos, pero no encuentro la voz que busco. Construyo estrofas que no se sostienen, imagino ritmos que no se mantienen, las metáforas me suenan cursis, falsas; la métrica no me cuadra. Es difícil concentrar en palabras la sensación que siento en el bosque. Creo que no debo ni siquiera intentarlo, porque el bosque no precisa de mis apologías. Me conformo con estos “baños” rituales, en silencio, sin palabras.

[1] https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/19568835/
[2] https://lsa.umich.edu/psych/news-events/all-news/archived-news/2014/08/6-surprising-ways-nature-improves-your-memory-and-productivity.html
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