La dialéctica hegeliana explica cómo avanzan el pensamiento y la historia a través de un proceso de contradicción y resolución, que suele ser representado por los términos tesis, antítesis y síntesis, aunque Hegel nunca los formuló exactamente así. Este proceso no es simplemente una lucha entre dos ideas, sino una transformación en la que la síntesis supera y conserva aspectos de la tesis y la antítesis, lo que genera un desarrollo progresivo del pensamiento o de la historia, entendida como un progreso necesario hacia una meta final: la autoconciencia de la libertad en el espíritu humano. Hegel no comprende la historia como un proceso lineal en el sentido tradicional, sino que esta sigue un proceso dialéctico, en el que las sociedades y las ideas evolucionan a través de contradicciones y superaciones.

Karl Marx aceptó la dialéctica como método, pero rechazó su base idealista. Para él, no es la conciencia la que determina la realidad, sino que es la realidad material la que determina la conciencia. «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, su ser social es lo que determina su conciencia.»[1]Marx introduce así el materialismo histórico, donde la historia ya no es el despliegue del Espíritu, sino el resultado de la contradicción entre fuerzas económicas.

El problema de las teorías que quieren predecir el futuro es que lo único que sabemos es la historia, y eso únicamente hasta cierto punto, es la historia. El futuro es impredecible, desgraciadamente. Karl Marx desarrolló su teoría en el siglo XIX basándose en un análisis de las estructuras económicas y sociales de su tiempo. Sin embargo, no pudo prever ciertos eventos clave del siglo XX y XXI, como la caída del comunismo o la llegada de líderes populistas como Donald Trump.

En la escatología de Karl Marx “el final de la historia” es el advenimiento del comunismo, que él vio como la síntesis final, que eliminaría la lucha de clases y establecería una sociedad sin explotación. Marx asumió, por tanto, que el comunismo, una vez instaurado, sería un estado final y estable, ya que eliminaría las contradicciones de clase. No contempló que los regímenes comunistas podrían generar sus propias contradicciones internas. Cayo en la misma trampa que un siglo más tarde, caería Fukuyama al proclamar “el fin de la historia” justamente basándose en la entonces reciente caída de los regímenes comunistas y la “victoria” final de las democracias liberales.

La dinámica dialéctica existe sin duda, pero el fin de la historia es completamente impredecible. Marx no previó que el capitalismo sería capaz de adaptarse y sobrevivir, implementando reformas como el estado de bienestar, el sindicalismo y la socialdemocracia. El colapsó de la Unión Soviética en 1991, sobrevino no porque el capitalismo la derrocara, sino porque su propia estructura no pudo sostenerse. Tampoco pudo prever que las democracias liberales se fueran desmoronando debido justamente a su éxito, cosa que estamos viendo en estos días.

Aunque no puedo discutir con Hegel o Marx sobre sus teorías, por razones obvias, me atrevo a lanzar una contrateoría basada en mi creencia de que la historia es más cíclica que lineal, cíclica en cuanto se refiere a la conciencia, lineal en lo material. Me explico: en lo material hemos ido avanzando como animales racionales, desde las cuevas hasta hoy, metidos de lleno en la segunda década del tercer milenio de nuestra era. Lo hemos hecho a costa de otras especies y de la propia naturaleza, dominando en el antropoceno.

Hay muchas razones por las que se puede argumentar que la humanidad nunca ha vivido una época mejor que la actual. La calidad de vida ha mejorado significativamente en comparación con cualquier otro momento de la historia. En cuanto a la esperanza de vida, en la mayoría de los países, la gente vive más años que nunca. Hace solo 200 años, la esperanza de vida global era de alrededor de 30 años; hoy es más de 70 años y sigue aumentando, debido entre otras cosas, a los avances en la medicina, la nutrición y la reducción de enfermedades infecciosas. Se han erradicado enfermedades como la viruela. Se han reducido drásticamente otras, como la polio y el sarampión. Disponemos de antibióticos, vacunas y tratamientos que antes eran impensables.[2]

A pesar de la desigualdad, la pobreza extrema ha disminuido drásticamente. En 1820, más del 90% de la población mundial vivía en pobreza extrema. Hoy, es menos del 10%, según datos del Banco Mundial.[3]

Aunque todavía existen conflictos, el número de guerras a gran escala ha disminuido en comparación con siglos pasados. En términos relativos, el siglo XXI es menos violento que épocas como la Edad Media o los siglos XX y XIX, que estuvieron marcados por guerras mundiales y coloniales.

Hoy, más personas que nunca saben leer y escribir. La tasa de alfabetización mundial supera el 85%. Internet ha democratizado el acceso al conocimiento, permitiendo que cualquier persona con conexión pueda aprender casi cualquier cosa. Ya hace más de veinte años, los teléfonos móviles habían logrado hacer penetrar el progreso en toda África. Yo pude ver como los masáis de Kenia y Tanzania lo utilizaban para comunicación, negocios, educación, pagos etc. cargándolos con energía solar.

La esclavitud, que era una práctica común en la mayoría de las sociedades antiguas, ha sido abolida en prácticamente todo el mundo, aunque desgraciadamente esta lacra sigue existiendo, bajo el radar, en todo el mundo, incluido Europa. La democracia y los derechos civiles han avanzado enormemente en comparación con épocas anteriores, aunque más adelante explicaré los recientes retrocesos, o si se quiere, recesos, en este desarrollo político. Hay sin duda más libertad individual y tenemos más opciones sobre cómo vivir nuestras vidas, más libertad para elegir el trabajo, la pareja, el estilo de vida y la identidad. Las mujeres y las minorías disfrutan hoy más derechos que antaño, aunque hay mucho que mejorar.

La electricidad, el agua potable, el saneamiento y los electrodomésticos han mejorado la calidad de vida en formas que nuestros antepasados ni soñaban. Los avances en transporte y comunicación nos permiten viajar y conectarnos con otras personas de forma más fácil y accesible que nunca.

La producción agrícola ha aumentado de manera impresionante gracias a la tecnología y la ciencia, permitiendo alimentar a una población mundial mucho mayor con menos recursos. Aunque también aquí tenemos nuevos problemas derivados del dramático aumento de la población mundial, debido en parte a los beneficios de la ciencia.

Tenemos en general mayor conciencia ambiental, aunque el cambio climático es un desafío enorme. Nunca antes habíamos tenido tanta conciencia sobre la importancia de cuidar el planeta, ni tantas herramientas tecnológicas para hacerlo. Pero, ¡ay, ese maldito pero! Parece que hemos llegado a un punto de obligado retorno. En muchos países de nuestro entorno, en Estados Unidos, en Asia y en África, hay fuerzas potentes que quieren dar marcha atrás en casi todos los aspectos del progreso.  

¿Por qué hay gente que ve el progreso con escepticismo? ¿Por qué quieren algunos dar marcha atrás en cuanto se refiere a democracia y a derechos humanos? La respuesta fácil es que no todos perciben estas mejoras como algo positivo, además, en muchos casos, la mejora respecto a otros grupos, se concibe como menor en comparación. Entre los grupos que se sienten perjudicados por el progreso, se encuentran los trabajadores de sectores tradicionales, porque la automatización, la digitalización y la globalización han hecho que ciertos trabajos desaparezcan o se transformen drásticamente, afectando a quienes dependen de ellos. Recordemos las reconversiones industriales en el norte de España o el llamado “Rust Belt” el cinturón del óxido, que fue el centro de la industria pesada y manufacturera de los Estados Unidos, especialmente en sectores como el acero, la automoción y la maquinaria, pero sufrió un declive industrial a partir de mediados del siglo XX, con estados como Pensilvania, Ohio, Indiana, Illinois, Míchigan y Nueva York. El cierre de fábricas o la deslocalización de industrias a países con mano de obra más barata afecta directamente a quienes dependen de estos empleos.

Avances en la ciencia, tecnología o legislación entran a menudo en conflicto con creencias religiosas tradicionales, cuestiones de igualdad de género, libre elección de identidad sexual, aborto etc. A veces la identidad religiosa puede más que otras identidades y se refleja en la intención de voto. Solo a si se comprende que la mayoría de la comunidad latinoamericana en EEUU, católica, pero con creciente presencia iglesias evangélicas y pentecostales, se han decantado por Trump en las elecciones presidenciales.

El tirón para atrás es perceptible en todo el mundo desarrollado. El liberalismo “glorioso” con su sello democrático, no logra atraer a los jóvenes, que, al contrario, se sienten más seducidos por los que prometen privilegios de raza o nacionalidad, protección en lugar de igualdad. Lo curioso del caso, es que, los paladines de estos damnificados no son líderes obreros, a la Lech Walesa, sino magnates industriales y multimillonarios, como Trump y Musk. La revuelta presente lleva signos medievales que intentaré explicar a continuación, partiendo del entorno de Donald Trump.

La palabra «hird”, que proviene del nórdico antiguo, se usaba para referirse a la guardia personal de un rey o noble escandinavo durante la era vikinga y la edad media. Eso de la conexión escandinava es algo que el mismo Trump ha afirmado tener, erróneamente, lo que se puede leer en su libro “The Art of the Deal”[4], publicado ese año ascendencia sueca al menos hasta 1987. En realidad, su padre, Fred Trump, inventó la ascendencia sueca después de la Segunda Guerra Mundial para no tener problemas al vender apartamentos a compradores judíos debido a su herencia alemana. El abuelo, Friedrich Trump, emigró a Nueva York desde Alemania en 1885. Aunque Donald Trump no es ni rey ni escandinavo, parece ser que ha llegado a la Casa Blanca rodeado de un grupo de incondicionales, que muy bien podrían entrar en la definición de hird. Podemos empezar con Elon Musk que desempeña un papel destacado en la administración del presidente Donald Trump como líder del recién creado Departamento de Eficiencia Gubernamental. Este departamento tiene como objetivo modernizar la tecnología gubernamental y reducir el gasto público, buscando eliminar regulaciones innecesarias y optimizar la estructura de las agencias federales.

Musk, uno de los más ricos del mundo, ha sido designado como empleado especial del gobierno, lo que le permite colaborar con diversas agencias federales, o más bien, manipularlas a su antojo. Su equipo ha obtenido acceso a sistemas clave, incluyendo el sistema de pagos del Departamento del Tesoro, con el propósito de identificar y eliminar ineficiencias en el gasto gubernamental. A mi me recuerda el papel de Sir Hiss[5], consejero del príncipe Juan sin Tierra en la película “Robin Hood” de dibujos animados de Disney, de los años 70.

En el hird de Trump tiene plaza también Susie Wiles, nombrada jefa de gabinete, una estratega política fundamental en las campañas presidenciales, que ahora desempeña un papel crucial en la gestión de la Casa Blanca. Otro miembro destacado de ese hird es Stephen Miller, designado como subjefe de personal para políticas, que influye en todo lo relacionado con inmigración y otros temas clave, y mantiene su posición como uno de los asesores más influyentes de Trump. A otro de los componentes de la hird, Marco Rubio, secretario de Estado, le hemos visto ya en acción. Rubio es responsable de dirigir la política exterior de Estados Unidos bajo la administración Trump y por tanto será una pieza clave para la deseada expansión territorial proclamada por Trump, que también cuenta con un veterano de la Guardia Nacional del Ejército y comentarista de Fox News, como secretario de defensa, Pete Hegseth. Otra pieza importante, o peón, si pensamos en la política como un juego de ajedrez es John Ratcliffe, en el cargo de director de la CIA. Rodeado de un fiel equipo, Trump se dispone a dejar huella en la política internacional. Pero, todo hay que decirlo, otros presidentes americanos han tenido un hird comparable. Si nos remontamos a los años 30 del pasado siglo, casi 100 años atrás, otro equipo de “aristócratas” se dispuso a solucionar los problemas de los trabajadores y desheredados.

Franklin Delano Roosevelt, un auténtico aristócrata americano[6], tenía un equipo sumamente leal y coordinado, especialmente durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Su Brain Trust estaba formado por economistas y asesores que ayudaron a diseñar el New Deal. Durante la guerra, su equipo, incluyendo al general George Marshall[7] y al secretario de Estado Cordell Hull, trabajó con gran cohesión. Podemos decir que la política de Roosevelt fue considerada revolucionaria durante su tiempo en la Casa Blanca (1933-1945). Su enfoque transformador, especialmente a través del New Deal, cambió la relación entre el gobierno federal y la economía, expandiendo significativamente el papel del Estado en la vida de los ciudadanos. Roosevelt expandió enormemente el poder ejecutivo y la influencia de la Casa Blanca en la formulación de políticas, y estableció un precedente para futuros presidentes, como Trump. Su estilo de liderazgo carismático, se dirigía directamente a los ciudadanos con los famosos «Fireside Chats», que revolucionó la comunicación política, utilizando la radio como medio directo. Muchos empresarios y figuras conservadoras lo consideraron un «traidor a su clase», ya que, perteneciendo a la élite, impulsó regulaciones y políticas que limitaban el poder de las grandes corporaciones y redistribuían riqueza, un Robin Hood moderno, vamos.

Roosevelt fue ampliamente respaldado por las clases trabajadoras, los sindicatos y las minorías, quienes vieron sus políticas como un salvavidas en medio de la Gran Depresión, mientras los republicanos y algunos demócratas conservadores lo acusaron de llevar a EE.UU. hacia el socialismo. La Corte Suprema incluso declaró inconstitucionales varias de sus primeras reformas, lo que llevó a Roosevelt a su controvertido intento de expandir la Corte en 1937, para así, agregando jueces afines, lograr que sus políticas no fueran bloqueadas. No lo consiguió, porque ni siquiera encontró apoyos suficientes en su propio partido, pero logró que la corte le dejase de bloquear sus propuestas de ley.

Creo que es relevante comparar a estos dos presidentes porque, apoyados por equipos cohesionados, planificaron y en el caso de Roosevelt, lograron, imponer sus políticas revolucionarias, rompiendo con tradiciones anteriores. De alguna manera, Trump es la antítesis de Roosevelt. Mientras este último quería un estado fuerte para contrarrestar los efectos negativos del capitalismo, Trump intenta diluir el estado, para fortalecer, según él, al individuó. Con ciertas variaciones, la política de Roosevelt, su New Deal, ha marcado el desarrollo de las sociedades occidentales desde los años 30. Con Trump, comienza una era de retroceso hacia la esencia del capitalismo clásico. La historia no es lineal, señores. Se lo digo yo, aunque Hegel y Marx hayan dicho otra cosa.


[1] https://pensaryhacer.wordpress.com/wp-content/uploads/2008/06/contribucion_a_la_critica_de_la_economia_politica.pdf

[2] Para mi análisis me baso en el gran trabajo del ya fallecido científico sueco Hans Rosling https://www.gapminder.org/

[3] https://datos.bancomundial.org/tema/11

[4] “Fred Trump was born in New Jersey in 1905. His father, who came here from Sweden as a child, owned a moderately successful restaurant, but he was also a hard liver and a hard drinker, and he died when my father was eleven years old.” https://archive.org/details/TrumpTheArtOfTheDeal/page/n77/mode/2up

[5] https://disney.fandom.com/wiki/Sir_Hiss?file=Sir_Hiss_Disney.jpg

[6] Aunque los Estados Unidos no tienen una nobleza formal ni títulos de nobleza heredados, se ha utilizado el termino “aristocracia” para referirse a una élite social, económica y política que, aunque no poseía títulos nobiliarios, tenía un acceso privilegiado al poder y a los recursos.

[7] Famoso por el Plan Marshall, que contribuyó a la recuperación de la devastada Europa, después de la guerra. aunque ya bajo el presidente Truman, que asumió la presidencia tras la muerte de Roosevelt.