El viernes pasado di una conferencia sobre la historia de España ante un público compuesto por personas mayores, en Folkhögskolan (la Universidad del Pueblo). Esta conferencia formaba parte de un curso sobre la historia de España y se notaba que los señores y señoras que formaban la audiencia habían hecho sus tareas. El título de mi conferencia “Spanien: storhet, kris och förnyelse” (España: grandeza, crisis y renovación) avanzaba que yo pensaba concentrarme en la dinámica de transformación política de la entidad territorial llamada España. Trataré aquí de dar un resumen del contenido de mi conferencia, concentrándome en la visión teórica del proceso de construcción de la entidad territorial y la identidad nacional.

En la formación de cualquier entidad territorial concurren dos procesos, a saber: fuerzas centrípetas, que atraen el poder hacia un centro especifico, contra el cual actúan fuerzas centrifugas que ejercen su ímpetu vaciando el centro (de poder) llevándolo hacia la periferia. Estos procesos son perfectamente distinguibles a través de toda la historia de España.

Las primeras formaciones territoriales de la Península Ibérica surgieron en la Antigüedad, con la interacción de diferentes pueblos y civilizaciones. Tartessos[1] es la primera civilización documentada en la península, alrededor de los siglos IX-VI anteriores a nuestra era, ubicada en el suroeste, en la actual Andalucía y tenía una cultura avanzada, basada en la minería y el comercio con fenicios y griegos. Colonias fenicias, griegas y cartaginesas, que se instalaron durante los siglos IX-III anteriores a nuestra era y que fundaron ciudades como Gadir (Cádiz)[2], Malaka (Málaga) y Emporion (Ampurias), influyendo en el desarrollo cultural y comercial, y dejando profundas huellas culturales.

Los pueblos íberos se asentaron en el este y sur durante los siglos VI-I[3] anteriores a nuestra era, mientras que los celtas ocuparon el noroeste y el interior, aunque aquí hay exageraciones y malentendidos que ya se discutían en la antigüedad.[4] También hubo pueblos celtíberos[5] en la Meseta. ¿Podemos hablar de una identidad celtibera? En parte, sí, porque los pueblos limítrofes los consideraban como pertenecientes a una etnia, como podemos apreciar en lo que Estrabón cuenta de ellos.[6]

Con la conquista romana, la península quedó integrada en el Imperio como Hispania durante seis siglos y medio desde 218 anterior a nuestra era hasta el 476, dividida en provincias como Hispania Citerior y Ulterior, y luego en otras como Bética, Tarraconense y Lusitania. El Imperio Romano logró una integración efectiva de Hispania mediante diversos elementos que aseguraron su control político, económico y cultural. Hispania se organizó en provincias (Bética, Lusitania, Tarraconense, luego Gallaecia y Cartaginense). Se impuso un sistema legal unificado, con instituciones como los municipios y colonias, regulando la vida cotidiana y las relaciones comerciales. A lo largo del tiempo, los hispanos fueron accediendo a la ciudadanía romana, culminando con el Edicto de Caracalla del año 212, que otorgó la ciudadanía a todos los habitantes libres del imperio. La extensa red de calzadas, permitió el comercio, la movilidad militar y la integración de la población. Como ejemplos, tenemos la Vía Augusta y la Vía de la Plata. También se fundaron y desarrollaron centros urbanos como Tarraco, Emerita Augusta y Corduba, que actuaron como núcleos administrativos y económicos. Acueductos, teatros, puentes, foros y templos consolidaron la romanización.

Durante la era romana, la producción de trigo, aceite de oliva y vino, abastecía las necesidades del imperio en un mercado que podíamos llamar común si no global, con la perspectiva de aquellos tiempos, un mercado mediterráneo. Participaba también en ese gran mercado romano, la producción de oro, plata, cobre y plomo para su exportación.

El latín se convirtió en la lengua común, desplazando lenguas indígenas y dando origen a las lenguas romances. El culto a los dioses romanos y al emperador reforzó la unidad, y posteriormente el cristianismo se expandió, haciendo de Hispania un importante foco cristiano en el imperio.

Las legiones romanas establecidas en Hispania no solo garantizaban el control, sino que muchos hispanos se incorporaron al ejército, favoreciendo la integración, permitiendo que hispanos alcanzaran altos cargos en el imperio, como entre muchos otros los emperadores Adriano, Trajano y Teodosio y filósofos e intelectuales como Marco Valerio Marcial, Moderato de Gades, Calcidio, Quintiliano, Lucano, Prisciliano y, sobre todo, Séneca.

Pero, en realidad, la unificación del territorio llamado Hispania no llegó hasta el establecimiento del reino visigodo, a partir del siglo V. Tras la caída de Roma, los visigodos establecieron un reino unificado con capital en Toledo, creando la primera entidad política unificada en la península. Los visigodos llegaron a la península como federados del Imperio Romano, establecidos en la Galia (Tolosa) con la misión de contener a otros pueblos germánicos. Sin embargo, tras la derrota frente a los francos en la batalla de Vouillé en el 507, se replegaron hacia Hispania, donde consolidaron su dominio, aunque tardaron hasta el 624 para lograr reunificar territorialmente la Hispania romana. El primer paso de los visigodos para reunificar el territorio fue derrotar a los suevos en 585 , que habían establecido un reino en el noroeste peninsular. El segundo paso fue expulsar a los bizantinos que habían ocupado en suroeste, algo que ocurrió el año 624 de nuestra era. Quedaba así consolidada la unificación territorial visigoda, con un centro permanente establecido por Atanagildo durante su reinado 554-567 en Toledo. Anteriormente, los visigodos se habían visto obligados a gobernar desde diferentes ciudades, como Barcelona o Sevilla y una corte parcialmente itinerante. Leovigildo fortaleció el reino durante su reinado (568-586) y reforzó Toledo como el núcleo político y administrativo del reino visigodo. Me viene a la cabeza la lista de los reyes godos, aprendida a memoria como las tablas de multiplicar. Mi primer profesor de historia en la universidad de Lund, Lars-Arne Norborg, me contaba, que él también había sido obligado a aprender de memoria esa lista, porque esa lista de 33, 34[7] si contamos a Rodrigo, que perdió el reino sin apenas llegar a reinar.  reyes visigodos era un tópico de la pedagogía reinante en Suecia en los años 30 y 40 y en España hasta mucho más tarde, que premiaba la capacidad memorística de los estudiantes. Hay que decir también que el interés sueco en la lista de reyes visigodos se debe a que sus orígenes se consideran haber estado aquí, en el sur de Escandinavia. Algo que puede considerarse altamente unificador es el Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo de 654, promulgado bajo el rey Recesvinto, un código de leyes que unificó el derecho visigodo e hispanorromano. Antes de su promulgación, cada grupo tenía su propio sistema legal, lo que dificultaba la integración.

En realidad, esta unidad duró poco, ya que, tras la invasión musulmana, se estableció una nueva entidad política, cultural y religiosa que conocemos como el Al-Andalus, emirato dependiente de Damasco (711-756), luego un emirato independiente (756-929) y finalmente el Califato de Córdoba (929-1031). Posteriormente, el territorio se fragmentó en los reinos de taifas. Durante casi 800 años, la península quedó fragmentada en múltiples entidades territoriales, cristianas o musulmanas, pero con un tejido social muy parecido. Los cristianos de la península ibérica que, tras la conquista musulmana, continuaron practicando su religión, y por tanto, pagaban impuestos, adoptaron muchos aspectos de la cultura islámica, como la lengua árabe, la vestimenta y las costumbres. Los cristianos que decidieron adoptar la religión musulmana como propia quedaron exentos de impuestos, excepto el Zakat, que es uno de los cinco pilares del islam y consiste en una contribución obligatoria que los musulmanes con suficiente riqueza deben dar a los necesitados. Generalmente, se calcula como el 2.5% de los ahorros anuales y se destina a ayudar a los pobres, huérfanos, personas endeudadas y otras causas benéficas establecidas en el Corán. Los musulmanes pagaban menos impuestos que los cristianos, pero estos eran libres de seguir practicando su religión viviendo bajo dominio musulmán y tenían un estatus especial como dhimmíes (no musulmanes protegidos), lo que les permitía seguir con su fe a cambio del pago de un impuesto especial, la yizia que equivalía aproximadamente a un dinar de oro que representa 4,25 g de oro al año para personas de ingresos medios, y hasta cuatro dinares para los más acomodados. Con el tiempo, algunos mozárabes emigraron a los reinos cristianos del norte, llevando consigo influencias culturales andalusíes.

Bajo el dominio musulmán, los judíos, igual que los cristianos, fueron considerados dhimmíes, es decir, no musulmanes protegidos, a cambio de pagar la yizia. Durante los periodos de tolerancia, especialmente bajo los omeyas (siglo X), los judíos prosperaron en lo que se conoce como la Edad de Oro del judaísmo en España. Destacando figuras como Maimónides, conocido filósofo y médico. Los judíos participaron en la traducción de textos grecolatinos y árabes al hebreo y al latín y contribuyeron de esa manera a la transmisión del saber en Europa. Tambien fueron banqueros y artesanos.

De esta amalgama de culturas surgió la base de lo que más tarde constituiría la etnia española. Al menos para mí, está muy claro que el primer foco de esa etnia naciente fue la ciudad de Toledo. Tras la conquista de Toledo en 1085 por Alfonso VI, la ciudad se convirtió en un centro de convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos. Gracias a esto, se conservaban y producían en Toledo numerosos textos en árabe y hebreo que contenían conocimientos griegos, persas e indios sobre medicina, astronomía, matemáticas, filosofía y teología, que desde allí pasaban a las universidades de toda Europa. Es en Toledo donde el termino mozárabe se utilizaba para referirse a la lengua mozárabe, un conjunto de dialectos románicos con influencias árabes, y al rito mozárabe, una forma de liturgia cristiana que se conservó en algunas regiones, especialmente en Toledo.

La escuela de traductores de Toledo pasó por distintas etapas. En la primera, impulsada por el arzobispo Raimundo de Toledo, entre los años 1125-1152, era el latín la lengua de traducción. En esa primera etapa, se traducían textos árabes al latín con la ayuda de judíos y mozárabes, que los interpretaban en romance. Entre los más destacados traductores se encontraban Domingo Gundisalvo y el judío Juan Hispano, que tradujeron a Aristóteles, Avicena y Averroes. Gerardo de Cremona, el más prolífico, tradujo más de 70 obras, incluyendo el Almagesto de Ptolomeo.

En la segunda etapa se empieza a usar el castellano como lengua de traducción y lengua científica, sobre todo bajo el reinado de Alfonso X el Sabio 1252-1284, se tradujeron textos directamente del árabe al castellano y luego al latín, haciendo accesible el conocimiento a un público más amplio. Libros de astronomía, como las Tablas Alfonsíes, textos de medicina de Hipócrates y Galeno, traducciones de textos jurídicos y filosóficos de la tradición grecoárabe. Este crisol cultural transmitió el conocimiento grecolatino y árabe a Europa y fue clave en el Renacimiento del siglo XII y en la Revolución Científica, cosa que los historiadores europeos suelen olvidar, porque sin las traducciones de Toledo, las universidades medievales como las de París, Bolonia y Oxford serían impensables. La escuela de traductores de Toledo fue, por tanto, un puente entre civilizaciones y una de las mayores empresas culturales de la edad media en Europa y, naturalmente, contribuyó a la consolidación del castellano como lengua culta y científica.

En reductos norteños, donde los godos sobrevivientes de la arrolladora invasión árabe buscaron refugio, junto a la población iberorromana, surgió, según conciben muchos historiadores, el espíritu de reconquista que hace referencia a la mentalidad y los valores que motivaron y guiaron el largo proceso de recuperación de la Península Ibérica por parte de los reinos cristianos frente al dominio musulmán, que duró desde el siglo VIII hasta 1492, con la toma de Granada. Un proceso tan dilatado en el tiempo y tan complejo tiene, por necesidad, muchas causas y, por necesidad, se va formando según las diferentes coyunturas políticas y económicas van aconteciendo.

La Reconquista fue vista por muchos como una lucha religiosa, en la que los cristianos consideraban que tenían el deber divino de recuperar los territorios ocupados por los musulmanes, al-Ándalus, y restablecer el reino de Dios en la Península Ibérica. Este sentimiento de «guerra santa» estuvo impulsado por la idea de que la cristianización del territorio que ellos consideraban suyo era una misión divina. A lo largo de la reconquista, los cristianos consideraban que estaban restaurando un orden natural que había sido alterado por la invasión musulmana, un proceso que les otorgaba no solo legitimidad sino también un sentido de justicia histórica. Aunque los reinos cristianos de la península no siempre estuvieron unidos en su lucha, el espíritu de la reconquista también se vinculó con un sentimiento de unidad entre los distintos reinos cristianos, como el Reino de León, Castilla, Aragón y Navarra, especialmente en momentos clave, como las victorias decisivas en las batallas cruciales. La Reconquista también fue una lucha contra el «otro», es decir, contra los musulmanes, pero también contra judíos y otras culturas consideradas ajenas al cristianismo. Esta idea de lucha contra las culturas «infieles» se mantuvo presente a lo largo de los siglos. Además de la religión, la reconquista también estuvo impulsada por intereses políticos y territoriales, ya que los reinos cristianos querían expandir sus dominios y obtener recursos. Las conquistas territoriales que los reinos lograban durante la reconquista también ayudaban a consolidar el poder de la nobleza local.

Durante la reconquista, los territorios recuperados por los cristianos experimentaron simultáneamente movimientos centrípetos y centrífugos, es decir, fuerzas que promovían la unidad y cohesión del territorio, y otras que tendían a la fragmentación y separación. A medida de que iba avanzando la reconquista, los reinos cristianos ampliaban su territorio, y apartir del siglo XIII, los monarcas fortalecieron su autoridad sobre la nobleza y el clero controlando el territorio por medio de la administración real. Los reyes otorgaban fueros y cartas de población a las ciudades conquistadas para atraer repobladores cristianos, consolidando la estructura política y administrativa del reino. Las unificaciones dinásticas entre casas reales promovieron la integración de reinos, como la unión de Castilla y León en el siglo XIII y, finalmente, la de Castilla y Aragón con los Reyes Católicos en 1469.

La iglesia católica actuó como unificador ideológico, proporcionando legitimidad a los reyes y fomentando una identidad cristiana común. Órdenes militares como los templarios, hospitalarios y las órdenes hispánicas (Santiago, Calatrava, Alcántara) fueron también clave en la conquista y organización de los nuevos territorios.

Sin embargo, y en paralelo, también existieron fuerzas centrifugas que favorecieron la división y fragmentación territorial. Principalmente, toda ocupación territorial, tenía como fin asegurar los recursos económicos de la nobleza, al menos hasta el momento en que los soberanos dejaron de depender de esta para la organización de su defensa. Los diferentes reinos cristianos concurrían entre sí por el territorio, aunque compartían el objetivo común de la reconquista, los reinos cristianos Castilla, León, Aragón, Navarra y Portugal entraron en numerosos conflictos entre sí por la posesión de tierras conquistadas, que no pocas veces, les llevaba a formar alianzas con reinos musulmanes de taifas. La reconquista no fue, por tanto, un proceso lineal de expansión cristiana, sino un fenómeno complejo donde coexistieron tendencias hacia la unidad y centralización (movimientos centrípetos) y fuerzas que promovían la fragmentación y la autonomía (movimientos centrífugos). Finalmente, los Reyes Católicos lograron unificar políticamente la península en 1492, algo que se completó en 1512 con la conquista de Navarra, aunque persistieron elementos de descentralización, como los fueros en los distintos reinos.

A partir de 1512, dejando aparte la anexión de Portugal en la Unión Ibérica 1580-1640, y la definitiva perdida del norte de Cataluña, el Rosellón y parte de la Cerdaña, tras el tratado de los Pirineos en 1659, y la pérdida de Gibraltar y Menorca (esta última recuperada en 1802) por el tratado de Utrecht en 1713, el territorio la España peninsular quedaba consolidado. Y es importante constatar que, esta entidad territorial es única en Europa y en el mundo, por su antigüedad, aún si la comparamos con Francia o Suecia, cuya centralización, bajo una monarquía quedó sellada, al menos en un núcleo central más o menos al mismo tiempo que España.[8]Pero esta unidad territorial bajo una monarquía no ha dejado de estar expuesta a movimientos centrífugos, que de continuo han querido apartar porciones de esta unidad territorial, por distintas razones y con gran variedad de actores, movidos, claro está, por intereses propios. Si vemos el territorio peninsular de España como un mosaico en el que encajan diferentes piezas, ha habido una de esas piezas que no ha llegado a encajar perfectamente. Esa pieza es Cataluña.

Para comprender ese desajuste, debemos en primer lugar constatar que es lo que llamamos Cataluña. Remontándonos a la era romana, el territorio que hoy se denomina como Cataluña, se hallaba inserto dentro la provincia romana de Tarraconensis. la más extensa de las tres provincias en las que el emperador Augusto dividió Hispania a finales del siglo I anterior a nuestra era. Su territorio abarcaba más de dos tercios de la península ibérica, desde el norte hasta el centro y el este, con toda la actual Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y gran parte de Castilla y León en el norte, toda la franja mediterránea desde los Pirineos hasta el río Júcar, incluyendo Cataluña, Comunidad Valenciana y parte de Murcia en el este, y gran parte de la Meseta Norte y Meseta Sur, la mayor parte de Castilla y León, Madrid y Castilla-La Mancha en el centro.

Los historiadores catalanes suelen exponer que, aunque Cataluña estaba inmersa en ese gran territorio llamado Tarraconensis, existía un poso étnico anterior a la romanización, que constituía la base de una cierta diferenciación. Estos pueblos eran parte de la cultura ibérica que se desarrolló en la costa oriental de la península ibérica entre los siglos VI y I anteriores a nuestra era. Entre estos pueblos se distinguían los indigetes que habitaban la actual provincia de Girona, especialmente en la costa. Sus principales asentamientos eran Ullastret y Castell de Palamós. Los laietanos ocupaban la zona de la actual Barcelona y su entorno, entre los ríos Llobregat y Tordera. Su ciudad más importante fue Barkeno la futura Barcino y actual Barcelona. Los ceretanos se establecían en el Pirineo catalán, en la zona de la Cerdanya, mientras los ausetanos se ubicaban en el interior, en la actual provincia de Barcelona, especialmente en la zona de Vic, siendo su principal ciudad fortificada Ausona. Los bergistanos vivían en las montañas del Berguedà, al norte de la provincia de Barcelona y, finalmente los ilergetes, que tenían su principal territorio en Lleida y Aragón, también controlaban parte de la Cataluña occidental. Hasta aquí, la historia de Cataluña es comparable a la historia de cualquier trozo de ese mosaico de pueblos en diversas capas que muestra toda la península. Pueblo sobre pueblo, cultura sobre cultura.

En el año 415, los visigodos, liderados por el rey Walia, entraron en la península ibérica enviados por el imperio romano para luchar contra los vándalos, suevos y alanos. Se establecieron temporalmente en la Tarraconense, incluyendo la actual Cataluña.Tras cumplir su misión, se trasladaron a la Galia, donde fundaron el Reino de Tolosa (Toulouse) en el sur de Francia. En 507, tras la derrota de los visigodos ante los francos en la batalla de Vouillé, el Reino Visigodo perdió la Galia y trasladó su capital a Hispania. Cataluña se convirtió en una región clave del Reino Visigodo con Tarraco como uno de sus principales centros políticos y religiosos.

A partir de la invasión musulmana de la península, godos y francos, unidos en el esfuerzo de resistir en sus territorios peninsulares, se afianzan en la defensa de las regiones montañosas del norte. Godos en el norte de la península y francos en el este. Desde el 732, cuando Carlos Martell paró el avance musulmán por la Galia, nobles godos comienzan a hacerse fuertes en sus regiones. En el este de la península, en el año 801, el ejército franco, dirigido por Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, conquistó Barcelona, consolidando la Marca Hispánica, con el rio Llobregat como frontera sur, lo que no fue obstáculo para que el caudillo musulmán Almanzor saqueara Barcelona el 985. Para asegurar la defensa de la Marca se formaron los condados de Barcelona, Gerona, Urgel, Rosellón y Cerdeña. Inicialmente, los condes eran designados por los francos, pero con el tiempo, las familias locales tomaron el control. En 988, el conde Borrell II de Barcelona, según una tradición discutible, dejó de prestar vasallaje a los reyes francos, lo que en principio marcaría el inicio de la independencia de los condados catalanes. A partir de este momento, el Condado de Barcelona emergió como la entidad más poderosa y la base de la futura Cataluña medieval.

Pero esa unidad territorial, supuestamente independiente, tuvo una vida muy corta, pues en 1137, la unión del Condado de Barcelona con el Reino de Aragón dio origen a la Corona de Aragón, marcando el fin definitivo de la Marca Hispánica como entidad política. Aquí comienza un relato histórico que nos sirve a unos para demostrar que Cataluña formó parte integral de la dinámica de construcción de una identidad española, formando parte del reino de Aragón, uno de los pilares de la identidad hispana, mientras que otros apuntan, con idéntica razón que Cataluña se concentra en una expansión mediterránea, que la lleva a conquistar tierras tan lejanas como Cerdeña o Atenas.

Y es en un texto italiano, un poema, Liber maiolichinus de gestis pisanorum illustribus[9] que el propio topónimo como tal se encuentra por primera vez en forma escrita hacia 1117​. El texto describe las gestas que los pisanos realizan junto con los catalanes para conquistar Mallorca. En este texto se nombra al conde Ramón Berenguer III como Dux Catalanensis, Rector Catalanicus hostes, Catalanicus heros, Christicolas Catalanensesque y se nombra Catalania. En catalán no aparece el topónimo hasta la primera mitad del siglo XIV (1343) en el Llibre dels fets o feyts[10] de Jaime I el Conquistador.

Participaban sin duda los habitantes de los condados catalanes en la reconquista. Por su parte, participaban en la reconquista de las Baleares y el litoral levantino, pero también en operaciones conjuntas en la meseta. En el siglo XIX, con el surgimiento del nacionalismo catalán o catalanismo, se consideraron las peculiaridades de la región como un hecho diferenciador (fet diferencial) que en sí justificaría el derecho a formar una nación con unas estructuras de estado aparte de las demás regiones de España. En realidad, hasta el siglo XVII, Cataluña pasaría por las mismas vicisitudes que el resto de las regiones Españolas. La catalanidad de la dinastía aragonés quedó extinguida con la muerte de Martí el humano.

La Casa de Barcelona, de origen catalán, había gobernado el Reino de Aragón desde el siglo XII. El último rey de esta dinastía fue Martín I el Humano, que reinó entre 1396 y1410 y murió sin descendencia legítima. La falta de un heredero provocó una crisis sucesoria que se resolvió con el Compromiso de Caspe en 1412, donde se eligió como rey a Fernando de Antequera, de la Casa de Trastámara. Jaime de Urgel, de la dinastía barcelonesa Berenguer, que había gobernado Catalunya durante siete siglos y Aragón durante tres, se sublevó en la primavera de 1413, con apoyo en Lérida y Balaguer, se levantó contra Fernando I, pero no pudo conseguir su propósito y se rendíó el 31 de octubre de 1413 a las tropas de Fernando de Trastámara, el nuevo rey de la corona catalano-aragonesa surgido de la asamblea compromisaria de Caspe en 1412. Jaime de Urgel y sus partidarios se habían sublevado contra lo que consideraban la imposición de la dinastía Trastamara, sublevación que no tuvo éxito porque el resto de Cataluña y los aliados ingleses no respondieron a la llamada de Urgell. Aragón siguió siendo independiente, pero la corona pasó a una dinastía castellana, que al fin resultó en una unión dinástica con Castilla en 1479, con los Reyes Católicos Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla.

Estas uniones dinásticas estaban en la línea de la política general europea de aquellos tiempos y las podemos contemplar en toda Europa. Castilla fue la región que aglutinó los reinos de la península ibérica en el siglo XIV debido a una combinación de factores geopolíticos, económicos, militares y dinásticos. Castilla era el reino más extenso de la península desde el siglo XIII, tras la conquista de la mayor parte de Al-Ándalus en las campañas de Fernando III y Alfonso X, cuyos largos reinados se extendieron 54 años desde 1230 hasta 1284. Castilla tenía una población más numerosa que los otros reinos peninsulares y contaba con ciudades florecientes como Burgos, Valladolid, Toledo y Sevilla, que eran centros comerciales y administrativos clave.

Además, contaba yo en mi conferencia, que su bienestar se debía en gran parte a la oveja merina. Se cree que la oveja merina tiene su origen en Al-Ándalus, fruto de cruces entre ovejas norteafricanas y razas locales peninsulares. Durante el dominio musulmán, la ganadería ovina se perfeccionó con técnicas avanzadas de cría y pastoreo y la lana merina comenzó a destacar por su finura y calidad, superior a la de otras razas europeas. La corona de Castilla heredó el conocimiento andalusí sobre la cría de merinas y con la Mesta, una poderosa organización de pastores fundada por Alfonso X en 1273, se reguló el traslado estacional de los rebaños, la trashumancia, lo que permitió la manutención y mejora genética de la raza. Durante los siglos XIV y XV, Castilla se convirtió en el principal productor de lana de Europa, con mercados clave en Flandes, Inglaterra e Italia.

La lana merina se convirtió en un recurso estratégico para la economía castellana y su protección era tan estricta que la exportación de ovejas merinas vivas estaba prohibida bajo pena de muerte, para mantener el monopolio. Los Reyes Católicos y Carlos I protegieron la industria lanera, que generaba enormes ingresos para la Corona. No fue hasta el reinado de Carlos III (1759-1788), cuando se permitió la exportación controlada de merinas, y su establecimiento en Francia, Alemania y Suecia.

A partir de1808, las tropas de Napoleón invadieron España. En el caos de la guerra, muchos rebaños merinos fueron saqueados y vendidos en el extranjero. Francia se llevó un gran número de ovejas a sus territorios, y a través de ellos, Inglaterra también logró algunas. Mas tarde, la oveja merina llegó a Australia, Sudamérica y Estados Unidos, donde se adaptó con éxito y se convirtió en la base de la industria lanera global. En España, la importancia de la lana merina decayó con la industrialización textil y la competencia de otras economías.

Coinciden la decadencia de la industria lanera y la debilitación del proceso centrípeto ejercido por Castilla. La capitalidad de Madrid, surgida de una orden real de Felipe II, que convirtió un insignificante pueblo mesetario en el centro del imperio, no logró del todo revertir la ralentización, aunque consiguió debilitar los procesos centrífugos que comenzaban a surgir y que competían con Madrid. Cuando Felipe II convirtió Madrid en la capital de su imperio en 1561, rompió con la tradición de las cortes itinerantes y eligió una ciudad teniendo en cuenta varios factores estratégicos, geográficos, políticos y administrativos. Su posición alejada del mar y de las fronteras, en un cruce de caminos, con acceso rápido a Castilla, Aragón y Andalucía, convertía a Madrid, a los ojos de Felipe II, en el lugar más apropiado.

No pertenecía a ningún señorío ni arzobispado importante, y esto garantizaba que la autoridad del monarca fuera absoluta. En Toledo, la capital fundada por los godos, dominaba una aristocracia poderosa y la Iglesia, pudiendo dificultar el control del rey. Felipe II quería un centro de gobierno eficiente para administrar su vasto imperio que permitiera la centralización del poder en un solo lugar, reduciendo la burocracia dispersa de las cortes itinerantes.

Esta centralización venía precedida de movimientos centrífugos en Castilla, con la guerra de las Comunidades (1520-1522) y en Valencia y Mallorca, donde sectores populares se rebelaron contra la nobleza y el poder real en las llamadas revueltas de las Germanías (1519-1523), durante los primeros años del gobierno de Carlos I.

Los procesos centrípetos y centrífugos se hacen patentes de una forma muy clara durante la guerra de los treinta años, en la que con la ayuda de Francia, principal competidor europeo en la lucha por la hegemonía, primero Portugal y luego Cataluña en 1640, se alzaron contra Madrid. Portugal, con una nobleza mayormente interesada en sus propias colonias, consiguió cortar los lazos que la unían a España desde 1580 y ganó su independencia, a la vez que la Generalitat de Cataluña se lanzaba a una lucha menos cierta que la portuguesa, en parte por carecer de una defensa monolítica y unificada. En lugar de ganar su independencia, Cataluña perdió sus territorios al norte de los pirineos, entre otros, su segunda ciudad, Perpiñán, que pasó a ser francesa.

Mientras que el estado francés aprendió la lección tras el conjunto de revueltas que ocurrieron en Francia durante la minoría de edad de Luis XIV (1648-1653), y que llevan el nombre de la Fronda, centralizando el estado a expensas de las instituciones regionales, España siguió descentralizada aún después de la pérdida de Portugal y la pacificación de Cataluña. Carente de un centro hegemónico, España se vio de nuevo sumida en el caos durante la guerra de sucesión 1701-1713, cuando una buena parte de la sociedad catalana, con Barcelona como centro, decidió presentar batalla a la dinastía borbónica, alentada por Inglaterra. Con promesas de, llegado el archiduque al poder, ser premiados con la capitalidad de España. La guerra terminó en 1713 cuando el archiduque Carlos de Austria renunció a la corona española, algo que la Generalitat no quiso asumir, continuando la guerra hasta el 11 de septiembre de 1714, fecha que se sigue señalando como la conmemoración de una derrota. Felipe V impuso los Decretos de Nueva Planta, eliminando las instituciones propias de la Corona de Aragón y centralizando el poder en Madrid. Esto acabó con muchos movimientos centrífugos, pero también generó un resentimiento en Cataluña, Valencia y Baleares, que habían apoyado al pretendiente austriaco.

En el siglo XVIII la política de los borbones facilita un proceso centrípeto que hace pensar en una centralización del estado español al estilo francés. La revolución francesa, en sí centralizadora para Francia, resultó altamente fragmentadora para España, sobre todo tras la era napoleónica, tan traumática para España. La Constitución de 1812, la famosa Pepa, intentó crear un Estado centralizado, que se vio abortado por la reacción absolutista y por la nueva corriente política, nacida de las luchas napoleónicas, que conocemos como el nacionalismo.

Las conquistas napoleónicas habían despertado el deseo de las múltiples nacionalidades europeas de formar estados independientes, inspirados en la revolución francesa y las revoluciones burguesas que la siguieron. Inspirados por la Revolución de Julio en Francia (1830), los belgas comenzaron a protestar y exigir autonomía y el 25 de agosto de 1830 durante la ópera «La Muette de Portici» en Bruselas, estalló un motín que rápidamente se convirtió en una insurrección general. Los rebeldes belgas expulsaron al ejército holandés de Bruselas en septiembre y el 4 de octubre de 1830 se proclamó la independencia de Bélgica y se estableció un gobierno provisional. Guillermo I intentó recuperar el control enviando tropas, pero fue derrotado.

El ejemplo belga, se sumaba al movimiento de liberación nacional griego que se desarrolló entre 1821 y 1830, con el objetivo de liberar a Grecia del dominio del Imperio Otomano, que controlaba la región desde el siglo XV. Ambos movimientos inspirarían en España movimientos nacionalistas y foralistas, como el carlismo en el País Vasco, Navarra y Cataluña, el catalanismo y el galleguismo y, más tarde el regionalismo andaluz.

Paradójicamente, estos dos ejemplos de revueltas nacionalistas sucedieron durante el reinado en España de Fernando VII, un lapsus absolutista impuesto por Francia que sumió a España en la más paródica vuelta al obscurantismo medieval.  Tras la derrota de los franceses y la firma del Tratado de Valençay en diciembre de 1813, Napoleón reconoció a Fernando VII como rey legítimo de España. En marzo de 1814, Fernando cruzó la frontera y llegó a Valencia, donde recibió el Manifiesto de los Persas, un documento en el que un grupo de absolutistas le pedía restaurar el Antiguo Régimen, dando marcha atrás en un proceso modernizador iniciado por las cortes de Cádiz. Un golpe militar del coronel Riego en 1820, obligó a Fernando VII a restablecer la Constitución de 1812 limitando el poder del rey, aboliendo privilegios feudales y la Inquisición y se intentó modernizar la economía y la administración, perdidas ya las colonias americanas. En 1823 un ejército francés, denominado los cien mil hijos de San Luis devolvió el poder a Fernando VII, pero, durante el resto de su reinado, finalizado a su muerte en 1833, los movimientos políticos y sociales que formaron el siglo, siguieron su curso, formando el fenómeno que ahora conocemos de las dos Españas.

“Ya hay un español que quiere

vivir y a vivir empieza,

entre una España que muere

y otra España que bosteza.

Españolito que vienes

al mundo, te guarde Dios,

una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.»

Decía Antonio Machado, consciente de la brecha insalvable que dividía su país y que llegó a ser aún más profunda, y lo sigue siendo en nuestros días. Por un lado, estaba la España liberal y progresista, que defendía cambios políticos, derechos individuales y el fin de los privilegios. Enfrente estaba la España tradicionalista y conservadora, que buscaba mantener la monarquía absoluta, la Iglesia y el orden tradicional. La línea divisoria era físicamente perceptible en el País Vasco y Cataluña, que quedaron divididas en dos mitades. Los mayores centros urbanos, apoyando a los liberales y por tanto a Isabel II y la monarquía constitucional. En las pequeñas urbes y en el campo, donde la iglesia y la tradición estaban más arraigados, se apoyaba al infante Carlos María Isidro, y su modelo absolutista, que garantizaba la continuidad de las antiguas instituciones, privilegios y fueros. Carlistas y liberales lucharían durante casi medio siglo por controlar España y su lucha perdura aún.

Las guerras carlistas fueron una serie de conflictos civiles en España durante el siglo XIX, originados por la disputa sucesoria entre los partidarios de Isabel II, niña de tres años a la muerte de su padre, y los defensores de su tío, Carlos María Isidro de Borbón, entre los que encontramos la alta nobleza, la Iglesia y las instituciones regionales  Más allá de una simple guerra dinástica, estos enfrentamientos representaron un choque ideológico entre absolutismo y liberalismo, entre oscurantismo y modernidad, marcando profundamente la historia de España. El carlismo contaba con el apoyo del clero medio y bajo, que percibía el liberalismo como el gran enemigo de la religión y de la Iglesia. También encontraba apoyo en una parte del campesinado, que veía amenazadas sus tradiciones y su situación económica por las reformas liberales, más encaminadas hacia el fortalecimiento de la burguesía, mediana y gran propiedad y hacia el fin de las tierras comunales.[11] También fue importante el apoyo de la media y baja nobleza del norte peninsular, que estaba vinculada al Antiguo Régimen, ostentando poderes locales y privilegios forales, frente a la alta nobleza que, con algunas excepciones, se integró sin mayores dificultades en el naciente Estado liberal. Por último, también tuvo el apoyo de los trabajadores manuales y artesanos residentes en pequeños pueblos y núcleos urbanos, afectados por el desmantelamiento gremial.[12]

La primera guerra carlista se escenificó principalmente en el País Vasco y Navarra, y en parte en Cataluña, con isabelinos (liberales) liderados por la regente María Cristina, madre de la pequeña Isabel, y el general Espartero. Los carlistas, comandados por Zumalacárregui en el País Vasco y Navarra. Tras la muerte de Zumalacárregui en el sitio de Bilbao y muchas vicisitudes, que terminaron con la derrota carlista, se llegó a un acuerdo entre Espartero y el general carlista Maroto en 1839, que mandaba a Carlos María Isidro al exilio. Para poner fin a la guerra, Espartero y Maroto aceptaron mantener los fueros e integrar a los oficiales y jefes del ejército carlista en la estructura del español, aunque Espartero, una vez en el poder, incumplirá el pacto. Se calcula que en la primera guerra carlista pudieron morir unas doscientas mil personas, aproximadamente. La brutalidad y crueldad de esta contienda, provocó la intervención británica para que se firmara un convenio que regulase la guerra, conocido como el Convenio de Lord Eliot, en honor al diplomático Sir Edward Eliot que lo impulsó. Este acuerdo pretendía el respeto de la vida e integridad de los prisioneros y regulaba el intercambio de los mismos, pero, aun así, la primera guerra carlista fue una guerra muy cruel y muy costosa[13] para toda España, que vio su desarrollo económico paralizado, quedando atrás en un momento en que los países europeos desarrollaban y modernizaban sus economías. Además, miles de personas[14] fueron ejecutadas o murieron en exilio y represión tras la guerra. Fue un conflicto devastador que dejó a España debilitada y dividida. En España, no fueron los ingenieros, los inventores y los capitalistas los héroes, sino los militares, que en continuos pronunciamientos se elevaron como garantes de las políticas de gobierno.

La segunda guerra carlista 1846-1849, que tuvo lugar exclusivamente en Cataluña, y esporádicamente en algunas zonas del Maestrazgo y Navarra, fue más breve y menos costosa que la primera, pero dejó huellas perenes en Cataluña, donde se la conoce como la Guerra dels Matiners (Guerra de los Madrugadores), debido a la rapidez con la que se iniciaban los ataques guerrilleros por la mañana. Las causas de esta segunda guerra carlista hay que buscarlas en la sensación que el campesinado catalán tenía de sufrir lo que ellos consideraban como gran presión fiscal y un aumento del liberalismo centralista. Se consideraba que el sistema foral había sido desmantelado parcialmente tras la primera guerra carlista y el anticlericalismo del gobierno liberal enfurecía a sectores religiosos y conservadores. Aunque la segunda guerra carlista fue un conflicto limitado y regional en comparación con la primera, reflejó el malestar rural y tradicionalista en Cataluña frente a las políticas liberales del gobierno central.

Fuerzas centrifugas y centrípetas siguieron actuando sobre España. Si las guerras carlistas debilitaban el poder del centro, la política internacional trataba de fortalecerlo. En este contexto hay que ver por ejemplo la llamada Guerra de África[15] 1859-1860 y la Guerra del Pacífico 1864-1866. La primera fue exitosa y, al menos dentro de España, se consideraron como un gran logro nacional. La Guerra de Marruecos fue un conflicto entre España y el Sultanato de Marruecos que tuvo lugar entre octubre de 1859 y abril de 1860. Las posesiones de España en el norte de África, Ceuta y Melilla, eran continuamente atacadas por grupos armados marroquíes. En 1859 el gobierno de la Unión Liberal, presidido por su líder el general Leopoldo O’Donnell, presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra, bajo el reinado de Isabel II, firmó un acuerdo diplomático con el sultán de Marruecos que afectaba a las plazas de soberanía española de Melilla, Alhucemas ,Vélez de la Gomera y Ceuta. El Gobierno español decidió realizar obras de fortificación en torno a esta última ciudad, lo que fue considerado por Marruecos como una provocación.

Cuando en agosto de 1859 un grupo de rifeños atacó a un destacamento español que custodiaba las reparaciones en diversos fortines de Ceuta, O’Donnell exigió sin respuesta, al sultán de Marruecos, un castigo ejemplar para los agresores. Se presentaba una oportunidad para España de seguir el ejemplo de otras potencias europeas como Francia y Gran Bretaña, que expandían su poder por África. Esta campaña resultó contar la completa aprobación popular y un buen respaldo político. La guerra contó como era de esperar con el apoyo de Isabel II y de amplios sectores de la sociedad española, que la veían como una oportunidad para demostrar el poderío militar del país.

No hubo problemas para reclutar soldados en Cataluña y Navarra y el general Leopoldo O’Donnell, se puso al mando de un ejército de 38.000 soldados, para personalmente dirigir la ofensiva contra Marruecos. Las fuerzas españolas incluían tropas regulares, voluntarios catalanes y tropas procedentes de Cuba y Filipinas.

En la batalla de Castillejos, bajo el mando del general Prim, las tropas españolas avanzaron con éxito, derrotando a los marroquíes y el 23 de marzo de 1860 en la batalla de Wad-Ras, se aseguró la victoria definitiva de España. Llegando las tropas hasta Tetuán y finalmente a Tánger. Marruecos reconoció la victoria española y firmó la paz. Como compensación, España obtuvo el Sidi Ifni, además de una indemnización de 20 millones de duros, aunque el conflicto costó mucho dinero y la indemnización marroquí no compensó los gastos.

La guerra alimentó el patriotismo español, que nunca, ni antes ni después, estuvo tan al alza. A este efecto centrípeto hay que añadir tres acciones pensadas para vertebrar el estado español y permitir el surgimiento de una nación española. Estas fueron en este orden:

La Guardia Civil, que fue creada el 13 de mayo de 1844 por orden del gobierno del Regente Baldomero Espartero, aunque su desarrollo y consolidación fueron impulsados por el ministro de la Guerra, Ramón María Narváez, durante el reinado de Isabel II. La creación de la Guardia Civil se debía a que, a principios del siglo XIX, España sufría inseguridad y bandolerismo, especialmente en las zonas rurales y en los caminos. Hasta entonces, el orden público dependía de milicias locales y del ejército, lo que era ineficaz. Por ello, se decidió crear un cuerpo de seguridad de ámbito nacional.

Con la Ley General de Ferrocarriles de 1855 el gobierno de Isabel II trató de impulsar la red de ferrocarriles en España que, habiendo comenzado con la línea Mataró-Barcelona, en 1848, solo había llegado a construirse 300 kilómetros hasta la aprobación de la ley, pero que en 1866 pasó a tener una extensión de 5000 kilómetros. Ya en 1844, España había adoptado un ancho de vía de 1.668 mm, distinto del estándar europeo de 1.435 mm., queriendo así asegurar la defensa y seguridad del país.

La primera escuela nacional obligatoria en España se estableció con la Ley Moyano de 1857, que fue la primera gran ley educativa en el país. Antes de la Ley Moyano, la educación en España era muy limitada, con escuelas locales sin una regulación clara y gestionadas principalmente por la Iglesia. La necesidad de modernizar la enseñanza llevó al gobierno de Isabel II a impulsar esta ley.

la peseta, que fue creada como la moneda oficial de España el 19 de octubre de 1868, durante el gobierno provisional que surgió tras la Revolución de 1868, que derrocó a Isabel II. España necesitaba un sistema monetario unificado y moderno, ya que hasta entonces coexistían diversas monedas como reales, escudos y maravedíes.

La Guardia Civil, el ferrocarril, la escuela obligatoria y la peseta, quedaba España preparada para pasar de ser una entidad territorial fragmentada a una unidad nacional de corte francés o sueco. Pero no se contó con un, en sus comienzos, débil movimiento cultural que, llegado el día, se transformaría en movimientos políticos que actuarían con una inusitada fuerza centrífuga, y todo comenzó en Madrid.

Acaba aquí la primera parte de mis elucubraciones sobre la historia de España desde la perspectiva de fuerzas de unión y desunión. Continuará.


[1] https://construyendotarteso.com/en/cancho-roano

[2] https://historia.nationalgeographic.com.es/a/fundacion-cadiz-por-fenicios-primera-ciudad-occidente_6853

[3] Los habitantes de un área comprendiendo la Cataluña francesa (el Rosellón), Cataluña al

sur del Pirineo, una franja de Aragón, más o menos cerrada por el meridiano de Zaragoza, todo el País Valenciano y la región de Murcia (comprendiendo el extremo de la Mancha, que hoy corresponde a la provincia de Albacete. Ver M. Tarradell: «Primeras Culturas». Historia de España. Barcelona , 1980.

[4] «Se llaman celtas a los pueblos que habitan cerca de Massalia, en el interior del país, cerca de los Alpes y a este lado de los Pirineos. A los que están establecidos encima de la Céltica en las partes que se extienden hacia el norte, por toda la costa del Océano bordeando los montes Hercinianos, y a todos los pueblos que se extienden desde allí hasta la Escitia, se les conoce como galos. Sin embargo, los romanos, que incluyen a todos los pueblos bajo una denominación común, los llaman a todos ellos galos. […]» «Habiendo hablado con detenimiento suficiente de los celtas, cambiaremos nuestra narración a los celtíberos, sus vecinos. En otros tiempos estos dos pueblos, los iberos y los celtas, guerreaban entre sí por la posesión de la tierra, pero cuando más tarde arreglaron sus diferencias y se asentaron conjuntamente en la misma, y acordaron matrimonios mixtos entre sí, recibieron la apelación mencionada.» (Diodoro Sículo: Biblioteca Histórica V, 32, 1 y V, 33, 1)

[5] «En efecto, de acuerdo con la opinión de los antiguos griegos, afirmo que, de la misma manera que a los pueblos conocidos de la parte septentrional se les llamaba con una denominación única, escitas –o nómadas, como hace Homero–, y después, al ser también conocidos los de la parte occidental se les llamaba celtas e iberos, o bien, combinadamente celtíberos y celtoescitas, con lo que por ignorancia se agrupaban las diferentes tribus bajo una única denominación, así también todas las regiones meridionales del lado del Océano se llamaban Etiopía.» (Estrabón: Geografía I, 2, 27)

[6] «No muy lejos de Castalon está también la montaña donde dicen que nace el Betis, que llaman Argéntea por las minas de plata que en ella se encuentran. Polibio sostiene que tanto el Anas como aquél nacen en Celtiberia, aunque distan entre sí unos novecientos estadios; porque los celtíberos, que habían acrecentado su territorio, dieron su propio nombre a todo el país vecino.» (Estrabón: Geografía III, 2, 11)

[7] https://www.cervantesvirtual.com/bib/historia/monarquia/visigodos.shtml

[8] Aunque podríamos decir que el territorio que ahora ocupa Francia quedó formado a partir del fin de la guerra de los cien años en 1453, no es hasta el siglo XVII que una dinastía tendría el control absoluto sobre el territorio. Aun así, las fronteras con los territorios alemanes quedaron permeables hasta 1945. En el caso de Suecia, en 1523 se formó la unidad territorial que llamamos Suecia, bajo una dinastía y una ley, aumentada en 1658 a costa de Dinamarca. pero esa unidad territorial quedo rota en 1809, con la perdida de una tercera parte del territorio, la actual Finlandia, que pasó a pertenecer a Rusia.

[9] https://archive.org/details/libermaiolichin00enrigoog/page/n5/mode/2up

[10] https://www.cervantesvirtual.com/obra/cronica-del-rei-en-jacme-manuscrit–0/

[11] El problema de la abolición de las tierras comunales fue también causa de revueltas en Suecia, aunque no llegaron a tener la magnitud que tuvieron en España. Las tierras comunales ofrecían la posibilidad de mantener una agricultura de subsistencia a familias que disponían de poco terreno cultivable y que podían llevar a su ganado a pastar al común y recoger leña etc. La abolición de las tierras comunales y su reparto entre los grandes propietarios obligó a miles de personas a abandonar el campo y nutrir las ciudades con mano de obra barata, una condición para el desarrollo de la revolución industrial.

[12] La liberalización de los oficios es otra de las bases del desarrollo de la revolución industrial, pero, inicialmente, significaba la perdida del monopolio de los gremios y, como consecuencia, la ruina de pequeños artesanos, que se veían a si mismos como víctimas de la competencia desleal de las fábricas.

[13] El estado se vio obligado a aumentar sus ingresos con reformas tributarias y territoriales, como la desamortización de Mendizábal, recursos que se tragaba la guerra y que no mejoraban la vida de los ciudadanos.

[14] Entre 150 000 y 200 000 personas murieron en el campo de batalla, fusilados o de resultas de heridas o enfermedades, y miles salieron al exilio.

[15]