Hoy, en este día luminoso de abril, sentado en el jardín de mi cabaña, quiero compartir con vosotros mi lo que estoy leyendo, pues me parece tan actual, que vale la pena invitar a su lectura. Estoy leyendo la obra de un autor ruso muy peculiar. Andrej Platonov, que así se llamaba el escritor que he elegido hoy, nació en la ciudad de Vorónezh en 1899, en el corazón de una Rusia que se agitaba entre imperios moribundos y revoluciones nacientes. Platonov, que era hijo de un maquinista de tren, creció con el oído afinado a los ruidos del metal y el alma herida por las promesas incumplidas del progreso. Fue electricista, ingeniero hidráulico, trabajador del campo, poeta y cronista del desencanto.

Como muchos de su generación, abrazó al principio la revolución soviética con fervor, creyendo que otro mundo era posible. Pero lo que encontró fue una realidad plagada de absurdos, hambre y burocracia, donde los ideales se oxidaban tan rápido como las máquinas mal mantenidas. En sus relatos, por partes iguales, tristes, tiernos, filosóficos, hilarantes, captó esa contradicción con una voz única: técnica y lírica, precisa y compasiva. Platonov escribió como quien intenta reparar algo roto: el alma humana, la sociedad, el lenguaje. Sus personajes no hablan, razonan; no viven, buscan sentido. Su estilo mezcla el habla popular con un lirismo seco, casi bíblico. Y sus ficciones, a menudo censuradas, marginadas o silenciadas, fueron demasiado incómodas para el régimen, demasiado extrañas para el realismo socialista, demasiado lúcidas para los tiempos.

Murió en 1951, pobre y casi olvidado, tras haber contraído la tuberculosis que también mató a su hijo. No fue hasta décadas después que sus textos encontraron el lugar que merecían: no como glorias del sistema, sino como voces que lo cuestionaron desde dentro. Hoy, Platonov se alza como uno de los escritores rusos más profundos del siglo XX, un testigo de los sueños y las ruinas del hombre moderno.

En el horizonte del siglo XX, cuando la revolución prometía redimir al ser humano y la máquina anunciaba su era dorada, Andrej Platonov escribía relatos que parecían mirar hacia adelante con telescopios invertidos: veían lejos, pero también veían dentro. Las utopías que imaginaba no eran luminosas ciudades aéreas ni jardines sin pecado; eran campos resecos, fábricas oxidadas, almas extraviadas entre engranajes, y, sobre todo, una humanidad desconcertada por su propio poder. Leyendo a Platonov, no puedo dejar de pensar en este mundo en que vivimos, en la tercera década del segundo milenio, a más de cien años de sus relatos.

Platonov no fue un visionario en el sentido habitual del término. No pretendía predecir, sino entender, poner a prueba la lógica de los sueños colectivos. En su universo literario, donde los hombres dejan la Tierra para colonizar las estrellas o fabrican máquinas para resolver la sexualidad de una vez por todas, lo utópico y lo ridículo se entrelazan como raíces que no saben de qué árbol provienen. Sus personajes hablan como tratados filosóficos con piernas, y caminan entre ruinas con la naturalidad de quien ha nacido en ellas.

En el relato “Los descendientes del sol”, que yo he leído en sueco dentro de la antología “Den tvivlande Makar” (Makar, el escéptico) la humanidad ha vencido a la naturaleza y ha conquistado el cosmos, pero ha perdido algo más esencial: la capacidad de sentir. Se ama la razón, se adora la eficiencia, pero no se echa de menos el amor ni la amistad. “Ya no necesitábamos ni amigos ni amor – teníamos una conciencia correcta y una razón numérica”, escribe Platonov, y en esa frase se revela el precio de la perfección: el vaciamiento de lo humano. Porque, puede muy bien ser que la imperfección sea justamente lo humano y la perfección, siempre buscada pero nunca encontrada, lo contrario.

Aquí la utopía técnica se desliza suavemente hacia la distopía emocional, y es en esa ambigüedad donde Platonov encuentra su tono: no el grito de advertencia, sino el murmullo irónico de quien ha visto ya demasiadas revoluciones fracasar en nombre del bien.

Lo fascinante es que estas fantasías, escritas hace cien años, resuenan con una fuerza inquietante en el presente. El futuro que soñaban los cosmistas rusos —resucitar a los muertos, viajar por la galaxia, vivir eternamente, parece, al menos como discurso, más vivo que nunca. Hoy hablamos de transhumanismo, de inteligencia artificial general, de tecnologías salvadoras como si fueran inevitable destino. Pero Platonov nos recuerda que bajo cada promesa brilla la sombra de una paradoja: cuanto más perfeccionamos al ser humano, más cerca estamos de su deshumanización.

En sus ensayos, como “La fábrica de literatura”, propone que los escritores se conviertan en ensambladores literarios, montadores de palabras prefabricadas. “El autor no debe crear – debe ensamblar. Es más eficiente y más socialista.” La ironía, involuntaria o profética, es escalofriante: en la era de los textos generados por inteligencia artificial, de la literatura sin autor, de los algoritmos que escriben novelas románticas “on demand”, el sueño industrial de Platonov se ha vuelto realidad. Pero no es la productividad lo que se ha elevado, sino la pregunta sobre qué significa aún escribir, crear, imaginar.

Platonov nunca señala con el dedo, nunca sermonea. Su crítica se disfraza de ternura absurda, de personajes como Makar, que cree en la revolución, pero no sabe por dónde empezar, o como Veretennikov, que confunde la miseria con el orden natural de las cosas. “El Estado está aquí, porque aquí hay cuidado”, declara con total inocencia, aun cuando los campesinos no tienen agua potable. Otro personaje, al ver una lombriz, exclama aterrado: “¡Se está comiendo la tierra!” El símbolo perfecto de la fragilidad de todo orden: basta una criatura mínima para provocar el derrumbe del cosmos ideológico. Así, el mundo de Platonov no es ni futuro ni pasado: es el presente mirado desde el margen. Es una advertencia sin alarma, una distopía envuelta en flores, una utopía que se ríe de sí misma antes de desvanecerse. Quizás esa sea la lección más profunda que nos deja: que ningún sueño, por hermoso que sea, puede evitar ensuciarse los pies en el barro.

Mi camino hasta encontrar a este gran escritor, ha sido a partir de un artículo de cultura en Svenska Dagbladet. Encontrado el libro “Las dudas de Makar” 13 ensayos escritos en los años 20, traducidos del ruso al sueco por Kajsa Öberg, bajo el título “Den tvivlande Makar”, se ha abierto ante mí un nuevo camino a la lectura, aunque en realidad, lo que yo necesitaría ahora es encontrar a otro Eduardo Mendoza, para reírme un poco.

 En español se pueden encontrar algunos de los libros de Platonov como, Dzhan, Madrid, Alianza, 1973, La excavación, Madrid, Alfaguara, 1990, Chevengur[1], Madrid, Cátedra, 2003, La patria de la electricidad y otros relatos, Galaxia Gutenberg, 2001, La zanja, Madrid, Armaenia, 2019. En inglés, en Archive[2] se encuentran algunas de sus obras.


[1] https://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/colecciones/BND/00/RC/RC0117230.pdf

[2] https://archive.org/details/portableplatonov0000plat/page/n3/mode/2up