Voy paseando por un Lund radiante de sol. Voy pensando en el diálogo que mantuve anteayer con mi estimado amigo Víctor, el filósofo emeritense que, cada semana, nos sirve algún tema interesante para pensar y discutir. Yo disfruto con estas discusiones y trato de encontrar algún ángulo inédito por donde avivar el debate, al poder ser, clarificando aquello que yo puedo encontrar dudoso o posibles perspectivas que me parezcan interesantes exponer. Ayer el tema propuesto por Víctor fue el de “Europa y los nuevos bárbaros”[1]  y la tesis de Víctor, a mí entender, era en pocas palabras: Europa, tras haber sido la principal difusora de valores, ciencia, filosofía e instituciones en los últimos quinientos años, corre el riesgo de convertirse en un «islote perdido» o una «pieza de museo». Aunque sigue siendo un referente en términos de bienestar, libertad y racionalidad crítica, su influencia está en declive y enfrenta amenazas tanto externas como internas. Externamente, líderes como Putin y Trump ven a Europa como un peligroso modelo de estabilidad democrática y económica que desafía sus regímenes autoritarios. Internamente, una parte significativa de los propios europeos ha abrazado la «barbarie» en la forma de la ultraderecha, que rechaza los valores fundamentales del proyecto europeo, como los derechos sociales, la pluralidad y el pensamiento crítico. Víctor advierte que la única forma de contrarrestar esta amenaza es un fuerte «rearme educativo» basado en los principios que han definido a Europa: el diálogo, la argumentación racional y el conocimiento científico. En esta tarea, la educación juega un papel crucial para evitar que Europa se desmorone desde dentro y pueda seguir siendo un modelo de civilización frente a la barbarie.

Completamente de acuerdo, respecto al papel que debe jugar la educación para contrarrestar las amenazas del autoritarismo, discrepo humildemente de alguno de los postulados presentes en el artículo, especialmente en lo que atañe a la pretendida superioridad moral de Europa y su sistema democrático. A continuación, podéis leer mi respuesta, que da cuenta de mi opinión, desde una perspectiva histórica:

“Muy interesante, Víctor. Ya ves que leo casi todos tus artículos y que me sirven de gimnasia mental. Te lo agradezco y, que mejor sello de calidad para tus escritos, que decir que sirven para entablar discusiones. Yo te voy a dar mis argumentos, que no pretenden ser los mejores o más sensatos, pero son los míos y te los presento a continuación. Veo que presentas a Europa como el epicentro de la civilización mundial, y le atribuyes una influencia y una supremacía cultural que se extiende a todas las áreas del conocimiento humano. Este punto de vista es inherentemente eurocéntrico, aunque, naturalmente, tienes todo el derecho del mundo de serlo, para eso eres europeo. Pero Europa no es el único lugar que ha producido ideas filosóficas, científicas y artísticas relevantes, pregúntales a los chinos y verás. Estamos de acuerdo en que Europa ha tenido una enorme influencia en la historia moderna, pero la afirmación de que no ha habido otra cultura en los últimos quinientos años que haya esparcido su simiente de manera similar es una generalización problemática. Filosóficamente, el relativismo cultural, que yo veo fructífero, defiende la idea de que las culturas deben ser comprendidas dentro de su propio contexto, sin imponer una jerarquía entre ellas. Desde esta perspectiva, el valor de otras tradiciones culturales y sus contribuciones al conocimiento y la civilización mundial no debe subestimarse ni ignorarse, creo yo. Puede que tú no estes de acuerdo, claro.

Escribes, y con razón, que muchos de los logros de Europa se han conseguido a través del saqueo de otros países, pero de manera implícita justificas, o pareces justificar, esta acción al afirmar que, en comparación con otros imperios, Europa ha hecho un «buen uso» de lo obtenido. Ahí no sé yo, Víctor. Esta postura es problemática desde una ética filosófica. Hay cantidad de filósofos, como Kant, Rousseau y más recientemente pensadores postcoloniales que han cuestionado la legitimidad de los imperios coloniales, especialmente cuando sus logros se basan en la explotación y el sufrimiento de otros pueblos. Estoy viendo ante mí la estatua del rey Leopoldo de Bélgica y las manos cortadas de niños congoleses, y claro, la barbarie…Estamos de acuerdo en que Europa ha sido un centro de desarrollo y reflexión, pero su historia de colonialismo y explotación no puede ser pasada por alto. El enfoque crítico, que debe ser defendido y promovido, no debe ser exclusivo de las élites europeas, sino de todas las culturas del mundo que han sido sometidas. La idea de que Europa se permitió «criar una estirpe de críticos» también debe ser considerada a la luz de la explotación global que Europa llevó a cabo, y esto cuestiona la superioridad moral de sus logros.

Criticas la decadencia de Europa, porque te parece que se está convirtiendo en una «pieza de museo», pero esto presupone, como comprenderás, una visión lineal y progresiva de la historia, en la que las civilizaciones deben mantenerse en una constante ascensión hacia el futuro. Sin embargo, en la filosofía contemporánea, especialmente en la crítica postmoderna, como en el trabajo de Michel Foucault (por cierto, con una gran actividad en Suecia) o Jacques Derrida, se cuestiona esta visión del progreso. La idea de que Europa debe seguir liderando el mundo en términos de libertad, riqueza y racionalidad es una forma de imposición ideológica. La historia no es necesariamente un proceso de mejora constante; puede ser cíclica, regresiva o multidireccional. La «muerte» de Europa no necesariamente será, si llega o cuando llegué, debido a transformaciones culturales que debe ser entendida en su propio contexto y no necesariamente vista como una pérdida, y además no comparto la idea de “colapso”

Criticas la ultraderecha europea, y la tildas de «bárbara». Sería importante reflexionar sobre qué entendemos por «barbarie». El término ha sido históricamente utilizado para descalificar a aquellos que no comparten una visión cultural hegemónica. A lo largo de la historia, los «bárbaros» han sido aquellos que no se ajustan a los ideales de una cultura dominante. De esta manera, la crítica a la ultraderecha puede correr el riesgo de caer en una simplificación moralista, error en que los demócratas norteamericanos cayeron. Es preciso, creo yo, cuestionar las categorías de «civilización» y «barbarie», pues esas distinciones pueden ser usadas para marginar y excluir. En este sentido, es crucial mantener un enfoque más inclusivo, creo yo, donde las voces y las preocupaciones de todos los grupos sociales sean escuchadas, incluso si sus puntos de vista son percibidos como radicales, en relación con nuestro propio punto de vista.

Defiendes una educación en «valores y ciudadanía europea», enfocada en el «diálogo crítico» y «la reflexión sobre nuestros propios valores». Sabes que estoy de acuerdo en remitir a la educación la tarea de formar ciudadanos en democracia; lo he escrito muchísimas veces y estoy dispuesto a repetirlo a todas horas. Desde un enfoque filosófico debemos preguntarnos: ¿qué significa realmente el «diálogo crítico»? Si este diálogo se limita a los valores y tradiciones europeas, supongo que desde la ilustración hasta ahora, el riesgo es que se reproduzca una visión eurocéntrica del mundo, excluyendo otras formas de conocimiento. La educación debe ser verdaderamente pluralista y fomentar el entendimiento intercultural. Paulo Freire, por poner un ejemplo, ha defendido una educación liberadora que empodere a los estudiantes a cuestionar y transformar la sociedad, no simplemente a adaptarse a una narrativa preexistente. No vivimos en el mejor de los mundos, cómo decía Pangloss, Víctor, no nos engañemos. Espero poder seguir dialogando contigo, es un placer. Un abrazo.” A esto aún no he recibido respuesta, pero estoy seguro que la tendré.

No soy el primero, ni seré el último, que piense de vez en cuando que la caída del imperio romano nos muestra la realidad de que nada puede ser eterno. Lo de “Roma, la ciudad eterna”, tiene mucho de museo, de restos de algo que fue y que, con el tiempo, dejo de ser o se transformó en algo nuevo, diferente, pero manteniendo vestigios transcendentes de su antigua civilización, capaces de, mismamente en ruinas, mantener una cierta atracción. “Panta rhei” decía Heráclito; nada permanece igual eternamente. La idea de eternidad es incompatible con la naturaleza dinámica del universo, ya que todo está en constante transformación y las mismas estructuras que tratan de explicar lo eterno o lo infinito, son, en sí, mutables en el tiempo. Volviendo a la historia, yo soy de los que piensan que la caída del imperio romano, no fue un colapso producido por la acción de “los barbaros” sino un declive a través de los años, desde una posición gloriosa durante los reinados de Augusto a Marco Aurelio, la llamada Pax Romana, a un declive lento pero perceptible, hasta quedar reducido al recuerdo de sus estructuras vitales, la lengua, las leyes, las instituciones y una religión codificada.

Sí, se pueden encontrar, creo yo, similitudes entre la caída del Imperio Romano y la crisis actual de Europa en relación con el mundo exterior, especialmente si utilizamos, como hizo Víctor, el concepto de «bárbaros». El Imperio Romano cayó en parte debido a la corrupción, el debilitamiento de las instituciones y la pérdida de cohesión social. Europa hoy enfrenta problemas similares, con crisis políticas, polarización ideológica y pérdida de confianza en sus propias estructuras democráticas.

Además, en Roma, las invasiones bárbaras fueron una consecuencia de movimientos migratorios forzados por la presión de otros pueblos. En la actualidad, Europa enfrenta flujos migratorios masivos desde regiones en conflicto, y esto, sabemos de sobra, que siempre genera tensiones políticas y sociales. Soy consciente de que se suele pasar de puntillas por estas cuestiones porque se corre el peligro de ser malinterpretado. Lo que yo quiero decir es que hay mecanismos naturales que hacen que las migraciones masivas, a corto plazo, desestabilicen las sociedades que las reciben, de ahí que sean utilizadas políticamente por estados como Bielorrusia o Turquía para ejercer presión sobre otros estados.  Los romanos fueron asimilando progresivamente a los «bárbaros», y su propia cultura y estructuras políticas fueron cambiando, adaptándose a la nueva realidad demográfica. Europa hoy debate sobre su identidad, especialmente en relación con la multiculturalidad y los valores que debe defender. Esto es perfectamente perceptible en nuestras sociedades, la sueca y la española, como en toda Europa.

No ha habido superpotencias que duren eternamente desde Egipto a nuestros días. Roma dejó de ser la superpotencia dominante a medida que otras civilizaciones ganaban protagonismo. Europa, tras siglos de dominio global, enfrenta el ascenso de potencias como China, India y otros actores emergentes que desafían su posición en la economía y la geopolítica. Aunque las circunstancias son diferentes, la comparación nos ayuda a entender la fragilidad de las civilizaciones cuando dejan de adaptarse a los cambios internos y externos.

Este intento de análisis me sirve a mí para aceptar que estamos permanentemente ante cambios que representan el proceso natural del desarrollo de la humanidad. Debemos comprender, creo yo, que Europa no es “el pueblo elegido” y que la misma Europa de hoy no es la Europa de 1945. Me atrevo a decir que no existen los valores eternos. Esto es algo patente en las actitudes de los jóvenes frente a la democracia. A diferencia de sus padres, que crecieron en una época de crecimiento económico y estabilidad, muchos jóvenes europeos han vivido crisis financieras que han limitado sus oportunidades laborales y económicas, lo que ha generado no poco desencanto con el sistema democrático.

Las diferencias entre ricos y pobres han aumentado en muchos países europeos, entre ellos en Suecia y España, y muchos jóvenes perciben que la democracia no garantiza justicia social ni igualdad de oportunidades. Es una realidad, nos guste o no. Conozco jóvenes que están estresados pensando que no conseguirán juntar para una pensión digna, aun trabajando hasta los 75 años. Si añadimos a todo esto la influencia de las redes sociales, de donde los jóvenes mayormente sacan su información, y bastante desinformación, comprenderemos que la democracia está en peligro.

Las redes amplifican discursos populistas, teorías conspiratorias y la polarización, debilita la confianza en las instituciones democráticas. Muchos jóvenes sienten que su voz no cuenta, ya sea por sistemas electorales poco representativos o por la falta de espacios reales de participación más allá del voto. Por tanto, algunos jóvenes consideran que los regímenes autoritarios o sistemas tecnocráticos pueden ofrecer soluciones más rápidas y eficientes a los problemas que enfrentan, aunque esto implique menos libertades. Problemas como la crisis climática, la guerra en Ucrania o las crisis migratorias han mostrado la dificultad de las democracias para responder de manera ágil y efectiva, y eso refuerza sin duda el escepticismo.

Y, hablando de los jóvenes y los menos jóvenes y su disposición a arriesgar sus vidas para defender sus derechos civiles y democráticos, se ha hecho recientemente un estudio por una universidad sueca y un instituto ucraniano que muestra una paradoja bastante interesante: aunque los ucranianos están actualmente en guerra y tienen un fuerte sentido de la identidad nacional, un porcentaje menor de ellos, el 30%, dice estar dispuesto a arriesgar su vida, en defensa de su país. Los suecos, que disfrutamos de paz, por el momento, estamos dispuestos en un 60% a arriesgar nuestras vidas. Claro que, del dicho al hecho hay mucho trecho, como decía mi madre con uno de sus refranes de cabecera. Ya veríamos cuantos suecos estaban realmente dispuestos a ofrecer su vida para defender su democracia, en caso de guerra real.

Para los suecos, la guerra sigue siendo un concepto abstracto, mientras que los ucranianos viven su brutal realidad. La experiencia directa del conflicto puede hacer que las personas sean más cautelosas al responder preguntas sobre sacrificio personal. Suecia ha tenido dos siglos de paz y estabilidad, y esto hace que las respuestas sean más teóricas. Sin embargo, el estudio sugiere que la fuerte adhesión a valores democráticos y liberales motiva el deseo de defensa entre los suecos.

La confianza en las instituciones y en otras personas es significativamente menor en Ucrania, lo que puede influir en la disposición a participar en la defensa del país. Aunque los resultados pueden parecer sorprendentes, reflejan la diferencia entre la percepción teórica y la experiencia vivida de la guerra. Es posible que, en caso de un conflicto real, los suecos reaccionen de manera diferente, al igual que los ucranianos lo han hecho a lo largo de la guerra. Además, la forma en que se formula la pregunta y el contexto social pueden afectar las respuestas. Pero queda la cuestión de si estamos dispuestos a arriesgarnos para defender nuestros derechos.[2]

Yo vivo entre jóvenes y, los que tengo a mi lado y con los que yo trato, conservan su ideología democrática. Sin embargo, soy perfectamente consciente de estos jóvenes que yo conozco no son plenamente representativos de su generación. Sigo pensando que la única solución para conservar el espíritu democrático de nuestros jóvenes es construir una sociedad verdaderamente libre, en la que todas las posiciones políticas se puedan discutir sin ser tachadas de “bárbaras”, siempre y cuando se garantice el respeto a los derechos humanos En una sociedad verdaderamente democrática, el principio de libertad de pensamiento, expresión y organización implica que todas las ideologías deberían poder existir, ser discutidas, defendidas, incluso impugnadas en público. Pero esto no significa que todo deba aceptarse sin límites. Precisamente porque la democracia es frágil, necesita reglas claras para defenderse sin traicionar sus propios valores.

Siguiendo el principio del jurista Karl Popper, la paradoja de la tolerancia[3], una democracia debe tolerar a los intolerantes hasta que su intolerancia se traduzca en acciones que busquen eliminar la libertad misma. Por tanto, se debería permitir toda expresión ideológica, excepto aquella que abogue activamente por suprimir los derechos fundamentales de otros, o por eliminar la democracia por medios no democráticos. Veo a diario como se intenta ridiculizar y demonizar toda ideología que vaya en contra de la propia. Los medios digitales se prestan a ello y esta posición destruye cualquier forma de diálogo.

La censura debe ser el último recurso. Una sociedad madura debe enfrentarse a ideas peligrosas con mejores argumentos, no con silencios. Pero hay excepciones: por ejemplo, discursos que incitan directamente a la violencia o al odio pueden y deben limitarse. Toda ideología debe poder ser debatida, incluso si resulta ofensiva, siempre que no incite a la violencia, la discriminación sistemática o la destrucción de derechos humanos.

No importa cuán popular o impopular sea una ideología, ninguna puede actuar fuera de la ley. La democracia exige que incluso quienes desprecian la democracia deban moverse dentro del marco legal, por tanto, todos los partidos, grupos y movimientos deben aceptar las reglas constitucionales, los derechos fundamentales y los procesos electorales, sin excepción. La ley, ante todo. Aceptando, naturalmente, que las leyes no son eternas y que es legítimo querer cambiarlas y que se deben cambiar con el paso del tiempo, para adaptarlas a la sociedad actual.

Una democracia solo puede permitir el debate libre si sus ciudadanos están preparados para ello. Eso exige enseñar no solo hechos históricos o normas jurídicas, sino habilidades de pensamiento crítico, ética y empatía. El sistema educativo debe formar ciudadanos capaces de debatir, escuchar, argumentar y convivir con ideas distintas. Aquí debemos estar muy atentos con los cambios curriculares que se quieran hacer, por ejemplo, aquí en Suecia, donde la preocupación por el aprendizaje de las habilidades básicas, hace que estas se potencien, dejando a parte las habilidades para el pensamiento crítico.

La democracia no solo se debe defender de ideologías extremas, sino también de los abusos del poder. Una sociedad libre necesita medios libres, instituciones independientes y ciudadanos vigilantes. Toda persona o grupo que ejerza poder debe rendir cuentas públicamente y someterse a la crítica. Lo que para un ciudadano privado puede ser completamente lícito, en cuanto a la libertad de buscar su propio provecho y enriquecerse, para un cargo público, puede ser ilegal o al menos poco ético.

La regla de la mayoría no puede ser excusa para aplastar a las minorías. Las decisiones colectivas deben respetar derechos inalienables. Ningún gobierno, por muy mayoritario que sea, puede suprimir los derechos fundamentales de una persona o grupo.

La democracia no es solo procedimiento, también es ética. Debe garantizar que toda persona, sin importar su origen, identidad o creencias, pueda vivir con dignidad. Porque, la dignidad humana es el principio que ninguna ideología puede cuestionar sin salirse del marco democrático. Porque la existencia de pobreza y personas sin techo en una democracia revela una contradicción profunda entre los ideales que la democracia proclama y la realidad que permite. Una democracia, en su sentido más noble, no es solo un sistema de votaciones o un conjunto de instituciones. Es una promesa, la de que todos los ciudadanos son iguales en dignidad, en derechos, en oportunidades, y que el poder público existe para garantizar el bienestar común. La libertad sin condiciones mínimas de vida se convierte en un privilegio, no en un derecho universal.

Entonces, ¿cómo se puede justificar que, en una sociedad donde cada persona tiene voz y voto, donde se habla de libertad, igualdad y fraternidad, haya seres humanos que no tienen un lugar donde dormir, que no pueden alimentarse dignamente, que viven en la marginación más extrema?

La narrativa liberal, no la social-liberal a la que yo pertenezco, sea dicho de paso, a veces culpa al individuo por su situación diciendo que no se esfuerza, o que eligió ese camino, pero en la inmensa mayoría de los casos la pobreza es el resultado de factores estructurales como desempleo, desprotección social, salud mental no atendida, alquileres imposibles, rupturas familiares, migración forzada. Una democracia auténtica debe cuidar de los más vulnerables, no responsabilizarlos de su sufrimiento. Cuando una sociedad acepta la pobreza como un “mal necesario” o un “costo inevitable”, pierde su sensibilidad ética. No se trata solo de políticas públicas, sino de compasión, de justicia moral. La pregunta de por qué permitimos que existan sin techo en medio de ciudades ricas no es económica, es profundamente humana. Sin casa, sin trabajo, sin comida, la libertad es una ficción. Los derechos civiles y políticos se vuelven letra muerta si no van acompañados de derechos económicos y sociales reales.

En un mundo donde los algoritmos saben más de nosotros que nuestros amigos, donde las ciudades brillan por fuera y duelen por dentro, donde algunos viajan al espacio y otros duermen bajo puentes, no es extraño que muchos jóvenes miren la palabra democracia con escepticismo, o incluso con desprecio. ¿De qué sirve votar si los poderosos siguen mandando? ¿Para qué participar, si nada cambia? ¿Por qué confiar, si hay pobreza en las calles y discursos vacíos en los parlamentos? Son preguntas justas. Preguntas urgentes. Y también, preguntas peligrosas si no encuentran respuestas.

Pero la respuesta no es renunciar a la democracia. Es reclamarla. Es tomarla en serio, en serio de verdad. Porque la democracia no es una estatua vieja que hay que respetar sin preguntar. No es una fórmula mágica ni una máquina que se arregla sola. Es una tarea inacabada, una promesa traicionada muchas veces, pero aún posible. Y es ahí donde los jóvenes tienen un papel que nadie más puede cumplir. La democracia no viene dada, no está garantizada. Cada derecho fue ganado por alguien que luchó antes, mujeres, trabajadores, estudiantes, minorías. Y esos derechos pueden perderse. La democracia exige memoria, vigilancia, rebeldía. Hay que apropiársela, discutirla, mejorarla. Como dijo Platonov con amargura, sus personajes no entendían cómo organizar una sociedad justa. Pues bien; la tarea es comprenderlo ahora.

Confiar en la democracia no significa ignorar sus fallas, sino comprometerse con su sentido profundo; el poder en manos del pueblo, del demos, de todos, no de unos pocos. El gobierno de la mayoría, sin aplastar a las minorías. La libertad de disentir, sin dejar de convivir. La posibilidad de que las reglas se discutan, pero también se cumplan. La dignidad como punto de partida, no como privilegio. Y para eso, hace falta juventud. No solo como edad biológica, que muchos como yo ya la hemos pasado con creces, sino como energía vital, coraje moral y deseo de cambiar lo que parece inevitable. Y eso, todavía, puede ser hermoso.


[1] https://filosofiacavernicolas.blogspot.com/2025/04/europa-y-los-nuevos-barbaros.html

[2] https://www.dn.se/varlden/enkat-svenskar-mer-villiga-an-ukrainare-riskera-livet-i-krig/

[3] https://archive.org/details/popper-la-sociedad-abierta-y-sus-enemigos-en-2-volumenes