Tras mi paseo cotidiano, me pongo a leer los periódicos. Todos están llenos de artículos y noticias referentes a Trump, Musk y los aranceles. Ya, casi no aguanto más artículos sobre lo tontos y lo irracionales que el presidente y sus seguidores parecen ser. Siento que algo ha ocurrido en el mundo, en cuanto al desarrollo de las ideas, o más bien el cambio de las ideas. Estoy seguro de que en estos momentos vivimos momentos cruciales para el mundo en general, no solo para las sociedades occidentales. Me preocupa, porque veo que casi todos los comentarios se concentran en atacar a Trump y a su entorno, sin hacer un análisis profundo de lo que está ocurriendo.
Encuentro un artículo sobre un Curtis Yarvin, también conocido por su seudónimo Mencius Moldbug. Este hombre de 52 años parece ser una figura provocadora en el panorama intelectual contemporáneo. Su pensamiento, profundamente crítico con la democracia liberal moderna, ha ganado adeptos y detractores en igual medida. Parece que entre sus seguidores se encuentran tanto Trump como Musk y otro de los poderosos en la sombra, Peter Thiel, con Yarvin como el visionario.
Lo que Yarvin propone es una inversión radical de la narrativa histórica dominante, pues el ve la historia como una serie de errores acumulativos, un declive continuo desde formas de orden tradicional hacia el caos del progresismo moderno, el enemigo a vencer. Su visión ha sido tildada, con razón, de reaccionaria, pero quizá sea más preciso llamarla «historia al revés».
Para Yarvin, lo que la historiografía oficial describe como progreso; la Ilustración, la democracia, los derechos civiles, el estado del bienestar, la secularización, es en realidad un proceso de decadencia. A su juicio, la civilización occidental estaba en su punto más alto bajo estructuras jerárquicas, autoritarias y tradicionales, en las décadas precedentes a la ilustración. Lo que ha seguido desde entonces es, según Yarvin, una caída impulsada por una fe ciega en el igualitarismo, la democracia y el pensamiento progresista.
Yarvin llama a la estructura del poder moderno «la Catedral», que, según él, es una alianza informal entre universidades, medios de comunicación y burocracias estatales que impone una visión moral y política progresista, sin necesidad de censura formal. En este sistema, el control no se ejerce por la fuerza, sino por la conformidad cultural. Lo que parece libertad es, para Yarvin, simplemente una ilusión mantenida por el consenso de una élite progresista que no necesita rendir cuentas.
La Ilustración, para muchos, representa el nacimiento de la razón moderna, la libertad y los derechos humanos. Para Yarvin, representa el comienzo del fin. Al poner en duda la soberanía de los reyes, al desmantelar religiones tradicionales, y al celebrar al individuo como fuente última de valor moral, la Ilustración habría roto los lazos que mantenían la cohesión social y la estabilidad política. El resultado, según él, no es una humanidad más libre, sino una sociedad desarraigada, fragmentada y manipulada por ideologías. Yo me pregunto: ¿qué clase de historia ha estudiado este señor? ¿Cuáles son sus fuentes? Parece que la lectura que Yarvin hizo de Thomas Carlyle[1] lo convenció de que el libertarismo era un proyecto condenado al fracaso sin la inclusión del autoritarismo, y el libro de Hans-Hermann Hoppe de 2001, Democracy: The God That Failed[2], marcó su primera ruptura con la democracia. Otra de sus influencias fue James Burnham[3], quien sostenía que la política «real» ocurría a través de las acciones y la manipulación del poder por parte de las élites, tras de lo que él llamaba una retórica democrática o socialista aparente. En la década de 2000, los fracasos de la construcción nacional liderada por Estados Unidos en Irak y Afganistán reforzaron las posturas antidemocráticas de Yarvin. La respuesta federal a la crisis financiera de 2008 fortaleció sus convicciones libertarias y la elección de Barack Obama como presidente de EE. UU. consolidó su creencia de que la historia avanza inevitablemente hacia sociedades de tendencia izquierdista.
Curiosamente, Yarvin no propone volver simplemente al pasado. Su propuesta es más tecnocrática que tradicionalista. Él aboga por gobiernos administrados como empresas privadas, eficientes, jerárquicos, no democráticos. Imagina ciudades-estado gobernadas por CEOs vitalicios, seleccionados no por sufragio sino por mérito y resultados, meritocracia pues. El ciudadano se convierte en cliente, cosa que ya está ocurriendo en muchos países, Suecia por ejemplo[4], y el gobierno en proveedor de servicios. Una visión inquietante, que fusiona el autoritarismo con el mercado.
En este modelo, la historia como evolución política pierde todo sentido. No hay teleología, no hay destino universal hacia el bien común. Hay, en cambio, eficiencia, orden, y la supresión del conflicto político como motor de la vida pública. Lo más perturbador de la visión de Yarvin es que, aunque se presenta como realista y racional, sus implicaciones recuerdan las distopías clásicas. En lugar de «1984»[5] de Orwell o «Un mundo feliz»[6] de Huxley, donde el poder se impone por la fuerza o el placer, Yarvin propone una distopía de la eficiencia, sin debates, sin oposición, sin participación ciudadana. Una tecnocracia estética, fría, que considera la política un error de diseño. Sus ideas, influyentes en ciertos círculos de derecha alternativa y tecno-libertarios, suscitan preguntas éticas profundas. ¿Es deseable una sociedad sin conflicto político? ¿Es sostenible un sistema que elimina la voz pública en nombre del orden? ¿Y si la historia, con todos sus errores, es también el campo de aprendizaje que nos hace humanos?
Curiosamente, aunque se sitúan en extremos ideológicos opuestos, Curtis Yarvin y el escritor soviético Andréi Platónov comparten una intuición fundamental: el desencanto ante el curso de la historia moderna. Platonov, profundamente marcado por el fracaso de la utopía comunista, narró con dolor la deshumanización que puede surgir cuando una ideología pretende rediseñar al ser humano. En obras como La excavación o Chevengur[7], la esperanza revolucionaria se convierte en ruina, y el lenguaje mismo parece quebrarse bajo el peso del absurdo histórico.
Yarvin, desde el otro lado del espectro, ve en el liberalismo moderno una utopía fracasada, con promesas de libertad que generan esclavitudes invisibles, promesas de igualdad que desembocan en tiranías burocráticas. Ambos, a su modo, son heraldos de una distopía. Platonov la vivió desde dentro del aparato soviético; Yarvin la diagnostica en la democracia contemporánea.
La gran diferencia es que Platonov escribe con una compasión trágica, casi cristiana, hacia el ser humano roto. Yarvin, en cambio, escribe con frialdad ingenieril, como si el dolor humano fuera un bug que puede corregirse con mejor código y liderazgo competente. Ambos, sin embargo, nos advierten: cuando la historia se pone al revés, ya sea en nombre del futuro o del pasado, el resultado puede ser el mismo; el olvido del presente humano, del dolor real, de la vida vivida.
Tal vez la lección más profunda sea esta: las distopías no siempre llegan con tanques. A veces, llegan vestidas de eficiencia, de buenas intenciones o de teorías elegantes. Por eso, como lectores y ciudadanos, debemos mirar con sospecha no solo las pesadillas, sino también los sueños demasiado pulcros.
Están ocurriendo muchas cosas remarcables en el mundo tecnológico, y no tiene que ver con avances en inteligencia artificial ni nuevas aplicaciones. Se trata del poder, de quién lo tiene, y quién no, y se discute si la democracia debería seguir existiendo. En el centro de este giro están Elon Musk, Peter Thiel y Curtis Yarvin, tres figuras influyentes que impulsan un futuro con menos controles y contrapesos, y más control centralizado en manos de unos pocos. No abogan abiertamente por el fin de las elecciones, pero a través de sus acciones, ideas e inversiones políticas, están orientando el sistema en esa dirección.
Peter Thiel no solo es escéptico sobre la democracia, sino que está abiertamente en contra de ella. Una vez escribió: «Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles»[8]. A diferencia de muchos que comparten esa creencia, Thiel tiene el dinero y la influencia para actuar en consecuencia. Durante años, ha utilizado su enorme riqueza para financiar candidatos que comparten su visión de un sistema más centralizado y menos dependiente de los votantes. Una de sus mayores inversiones ha sido J.D. Vance, quien comenzó como crítico de Trump, pero desde entonces ha adoptado una postura mucho más favorable al autoritarismo.
La influencia de Thiel va más allá de los políticos individuales. Muchos de los candidatos que respalda no solo quieren ganar elecciones, sino que desean cambiar la forma en que funciona el gobierno, eliminando los controles y equilibrios destinados a prevenir el abuso de poder. En lugar de pedir el fin absoluto de la democracia, enmarcan sus esfuerzos como una corrección necesaria para un sistema roto. Sin embargo, el resultado es el mismo: un paisaje político en el que los multimillonarios deciden quién tiene derecho a participar en el gobierno.
Musk es sin duda el más visible, conocido por sus coches eléctricos y sus cohetes, pero también por actuar como un presidente oficioso, algo parecido al CEO que propone Yarvin. Thiel opera en las sombras, financiando candidatos afines a su visión. Yarvin, lleva años argumentando que la democracia está obsoleta y que debe reemplazarse por un sistema donde un líder poderoso tome las decisiones sin rendir cuentas. Sus esfuerzos unidos están empujando la sociedad americana hacia una realidad donde los multimillonarios y sus aliados tienen más poder, y cada vez menos personas pueden influir en cómo se gobierna. Es una toma de poder silenciosa, lenta, y mucho más difícil de detener. Thiel financia a los políticos, Yarvin provee la ideología, Musk controla la narrativa.
Argumentan que el gobierno debería funcionar como una empresa emergente, ágil, centralizado, dirigido por quienes «saben hacer las cosas», es decir, los más ricos. Lo que no dicen es que ese modelo elimina la participación pública y entrega el poder de decisión a unos pocos, que además no representan la diversidad del país. Muchos de ellos expresan sin tapujos actitudes discriminatorias hacia los grupos marginados.
Este cambio sucede mientras el poder político se ata cada vez más a la riqueza. Ya no basta con influir en las elecciones: ahora se trata de hacer que los funcionarios electos dependan directamente de sus patrocinadores. Esto no solo afecta las campañas, sino también qué voces se amplifican, qué políticas se promueven y quién puede participar en el sistema. Se presentan como anti-establishment, pero en realidad están construyendo un nuevo establishment, una oligarquía donde unos pocos ultraricos ponen las reglas, y los votantes apenas tienen voz, perdidos entre la desinformación y la propaganda.
La amenaza no es dramática ni evidente. No hay un solo momento en el que la democracia deje de existir. Es una lenta reestructuración del poder, donde las elecciones siguen existiendo, pero el control real está cada vez en menos manos. Y lo más preocupante es que se presenta como progreso, no como una toma de poder. La gran pregunta es si suficientes personas lo reconoceremos antes de que sea demasiado tarde para revertirlo.
Curtis Yarvin, Peter Thiel y Elon Musk impulsan una visión del futuro donde la democracia es reemplazada por un sistema centralizado, sin controles ni contrapesos. Yarvin critica la democracia moderna, proponiendo un gobierno tecnocrático dirigido por líderes no elegidos, mientras que Thiel financia a políticos que apoyan esta agenda. Musk, con su enorme influencia, también aboga por un modelo autoritario de gobierno empresarial. Juntos, están redefiniendo el poder político, concentrándolo en las manos de unos pocos ultrarricos, mientras la participación ciudadana disminuye. Este cambio silencioso, que se presenta como progreso, pone en riesgo la esencia de la democracia. Nos queda, a los defensores de la democracia de todo el mundo, una baza importante: el poder que tenemos como consumidores, y parece que está funcionando. Será interesante seguir el proceso.
[1] https://www.gutenberg.org/cache/epub/1091/pg1091-images.html
[2] https://dn721606.ca.archive.org/0/items/911-material/Pdfs/Democracy%20The%20God%20That%20Failed.pdf
[3] https://archive.org/details/the-managerial-revolution
[4] La educación, la sanidad y otros servicios públicos empezaron a ser gestionados como si fueran productos ofrecidos por proveedores, ya sean estatales o privados, a consumidores con capacidad de elección. Esto ocurrió a partir de la década de los 80. La eficiencia y la «satisfacción del cliente» pasaron a ser indicadores centrales de calidad, en detrimento de principios como la igualdad o la justicia social. La participación ciudadana se redujo a mecanismos de retroalimentación y encuestas, más cercanas al marketing que al debate político. Esto ocurre también en España, aunque quizás todavía de forma menos perceptible.
[5] https://archive.org/details/1984-george-orwell-espanol
[6] https://dn790005.ca.archive.org/0/items/un-mundo-feliz-aldous-huxley/Un%20Mundo%20Feliz%20-%20Aldous%20Huxley.pdf
[7] https://www.scribd.com/document/374754770/Platonov-Chevengur-pdf
[8] https://www.cato-unbound.org/2009/04/13/peter-thiel/education-libertarian/
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