Antes de salir de paseo, tomo mi café y abro los periódicos; es mi rutina habitual. Hoy, al abrir el primero, que fue La Vanguaridia, encuentro la noticia en primera página: «Ha muerto Vargas Llosa», leo. Y esta noticia me alcanzó de lleno, porque lo que ha sucumbido al destino que nos espera a todos, no es solo un hombre, ni siquiera un escritor: ha caído una de las columnas que sostenían mi biblioteca interior.

Yo tenía apenas quince años cuando leí La ciudad y los perros, aquel puñetazo narrativo que me arrojó, de golpe, al corazón de una literatura que no se parecía en nada a lo que había leído antes. Fue como si alguien hubiese abierto una ventana en una casa en la que solo había espejos opacos. De pronto, el aire entró, sucio y violento, con olor a pólvora, a adolescencia y a rabia contenida. Nunca había visto el lenguaje moverse con ese filo, ni la vida, la mía y la de otros, ser contada con tanta urgencia.

Desde entonces, Vargas Llosa me acompañó. No como un amigo, sino como un referente inevitable. Cada nuevo libro suyo era un regreso a esa primera revelación. A veces lo admiré con devoción, otras lo miré con escepticismo o desconcierto, pero nunca me fue indiferente. Me enseñó que el escritor es, ante todo, un ser inquieto: un animal de pensamiento y palabra, alguien que cruza el mundo con la pluma en alto, como si con ella pudiera entenderlo o al menos provocarlo.

Yo tengo 73 años. He vivido casi la misma historia, pero en otro escenario. Mientras él recorría los caminos de la política y los salones del Nobel, yo recorría aulas, bibliotecas, ciudades, libros y también algunas derrotas. Pero siempre, en mi sombra, caminaban Cela, García Márquez y Vargas Llosa. Trío extraño, conflictivo incluso, pero para mí, santos tutelares. Con ellos aprendí que la literatura puede ser barro y gloria, testimonio y delirio.

Vargas Llosa fue, para mí, el que desató el deseo. No solo de leer, sino de escribir. El que me mostró que detrás de cada frase hay un mundo posible. Que la novela no es un género, sino una forma de vida.

Hoy, con su muerte, no cierro una página. Más bien, vuelvo a la primera. Abro de nuevo La ciudad y los perros, y me encuentro con aquel adolescente que fui, con los ojos abiertos por la sorpresa, el miedo y la fascinación. Y entonces entiendo: no ha muerto Vargas Llosa. Se ha convertido, por fin, en literatura pura. En esa rara sustancia que ni el tiempo, ni la muerte, pueden tocar. Como recuerdo de Mario Vargas Llosa dejo el discurso que pronunció al recoger su premio Nobel el 7 de diciembre de 2010. https://www.nobelprize.org/prizes/literature/2010/vargas_llosa/25185-mario-vargas-llosa-discurso-nobel/