Despierto, como casi siempre, antes de que den las seis. Por los resquicios de las cortinas del balcón penetran los rayos de sol, cortando la oscuridad como cuchillos áureos. Despierta el cuerpo y, al poco, también el alma. Un nuevo día de primavera está ante mí, nada sé de él; me dispongo a vivirlo. Con el primer café de la mañana, repaso los diarios en la red. Antaño esperaba la llegada del repartidor de periódicos, con el cotidiano sonido del buzón al cerrarse, y emprendía la rutina de salir a buscarlo, traerlo a la cocina, extenderlo sobre la mesa, con la taza de café y las tostadas a mi derecha. Ahora ya es solo abrir la tapa del ordenador e ir buscando, uno por uno mis diarios, que al estar disponibles, son muchos; cada día más. Empiezo por lo local: Sydsvenskan, es un periódico regional de Escania con redacción en Lund y otras pequeñas ciudades del sur de Suecia. Ocasionalmente escribo en él algún artículo de opinión. Sigo con Dagens Nyheter, que es el diario más importante en Suecia, dónde se puede leer lo que ocurre en el mundo de la política, la cultura y la ciencia, y con análisis, normalmente bien informados, de lo que acontece fuera de nuestras fronteras. De ahí, paso a El País, para leer sobre la actualidad española. Este diario a pasado a tener un sesgo abiertamente de izquierdas y me obliga a completar con El Diario, ABC y el Mundo, ocasionalmente con el Punt Avui. De ahí me voy a The Guardian, Financial Times y The independent, para ampliar la perspectiva, Le Monde y Le Figaro para conseguir una perspectiva francesa y, ocasionalmente, algún periódico alemán o italiano y, aunque con menos frecuencia, también el órgano de información de la Unión Europea Politico Europe.

El leer tantos periódicos debería darme una perspectiva muy rica de lo que es la situación política pero desgraciadamente, parece que todos eligen la misma perspectiva, aunque con diferentes ángulos. Parece como si todos recibiesen la información de las mismas fuentes y la crítica a esas fuentes es absolutamente imperceptible. Me da la impresión de que nos encontramos ante una información completamente uniforme o uniformizada. Me faltan voces disonantes que se atrevan a analizar los acontecimientos desde perspectivas más personales. Hasta cierto punto, comprendo por qué muchos ciudadanos abandonan los medios tradicionales y se aventuran por el ciberespacio, lleno como está este de todo tipo de análisis de múltiples rasgos y tendencias. Me parece comprender que buscan la afirmación de sus ideas y creo que todos encuentran medios a su medida.

La interpretación de lo que los medios informativos nos ofrecen depende en gran manera del lenguaje que ofrecen y de cómo lo interpretamos, los que leemos las informaciones y los análisis que exponen. El lenguaje es la herramienta esencial de los medios de comunicación. No solo transmite información: configura realidades, establece relaciones de poder y define los marcos desde los cuales se interpreta el mundo. El lenguaje no es neutro; cada palabra elegida, cada giro sintáctico, cada término técnico o coloquial, tiene un peso, una intención, una carga. Y ocurre, o al menos me está ocurriendo a mí, algo curioso y a la vez preocupante: el lector puede sentirse alienado por ese mismo lenguaje, incluso cuando lo domina, este es mi caso ¿Por qué?

Yo creo que los medios muchas veces construyen un lenguaje cerrado sobre sí mismo, cargado de tecnicismos, de jergas profesionales, de giros retóricos que suenan vacíos. No es que yo no entienda las palabras, sino que no encuentro mi vida en ellas. Es como si escuchara hablar de un mundo que no me pertenece, aunque sea el mío.  Eso ocurre sobre todo cuando el lenguaje en los medios está al servicio de agendas políticas, intereses económicos o narrativas ya construidas, los lectores percibimos, aunque sea de manera vaga, que no se nos está diciendo toda la verdad. Nos sentimos tratados como objetos de persuasión y no como sujetos pensantes. Esa desconfianza crea distancia.

En tiempos de titulares veloces, de fragmentos virales, de noticias en cadena, el lenguaje se vuelve rápido, casi ansioso. Se sacrifica la profundidad por la inmediatez. Esto empobrece mi experiencia como lector, que busco comprensión y reflexión, no solo consumo de datos. Y, a veces, el lenguaje de los medios excluye ciertas voces, ciertos modos de hablar, ciertas realidades sociales o culturales. No se trata solo de palabras, sino de formas de ver el mundo. Cuando eso ocurre, los lectores no nos vemos reflejados en el discurso mediático. Y nos alejamos, sin querer, poco a poco. También hay una forma de alienación más sutil: cuando el lenguaje de los medios embellece la falsedad, disfraza la violencia o adorna la injusticia. Entonces, yo, aunque entienda cada frase, siento que hay algo falso, algo que me revuelve el estómago. Esa repulsión es también una forma de alienación.

Pero hoy quiero referirme a la alienación que causa leer textos que emplean una cantidad exagerada de neologismos. Yo soy un lector habitual. He pasado la vida entre libros, escuchando el lenguaje respirar con todos sus matices. Sé distinguir entre una palabra justa y una palabra vacía. Por eso, cuando leo un artículo de análisis cargado de neologismos innecesarios, siento que algo se cae al vacío y se rompe. Los neologismos pueden tener su función: nombrar fenómenos nuevos, realidades complejas, transformaciones del pensamiento. Pero cuando proliferan sin medida, desplazan lo esencial: la claridad, la resonancia emocional, la belleza del lenguaje bien usado. En vez de invitarme a comprender, el texto parece retarme a un juego de desciframiento. Y ese esfuerzo constante, lejos de estimular, fatiga.

A veces, los neologismos se usan seguramente como ornamento, como si el autor quisiera demostrar erudición en lugar de compartir una idea. Yo entonces ya no escucho una voz que busca decir algo con honestidad, sino a alguien que quiere brillar, complicando lo que podría explicarse con palabras más llanas. Esa pretensión estilística termina por alejarme.

Yo, como lector literario, valoro la cadencia, la armonía de una frase bien construida. Pero los neologismos, sobre todo los de raíz técnica o académica, suelen ser ásperos, intrusivos, a veces ridículos. Rompen la fluidez, como piedras en un río. Y la lectura, entonces, ya no fluye: se encalla. Las palabras nuevas, si no están bien arraigadas en el uso común o en el pensamiento crítico, no me tocan. Son formas huecas. Puedo entender su significado, incluso captar su función, pero no me dicen nada que resuene con mi experiencia. Y cuando no hay resonancia, desaparece el interés. En el fondo, quizá lo que más me incomoda es sentir que ese uso exagerado del neologismo parte de una relación desigual: como si el autor no confiara en mi inteligencia, sino que la pusiera a prueba innecesariamente. Y yo no leo para ser examinado, sino para dialogar, pensar, sentir, crecer.

En muchas ocasiones, mientras leo ciertos artículos de análisis o columnas de opinión, me detengo en seco. No por el contenido, que puede ser valioso, ni por la forma, que suele estar bien cuidada. Me detengo por las palabras. Por ese desfile de neologismos internacionales que, lejos de aclarar lo dicho, lo cubren con una pátina de presunta modernidad y profundidad. Me fastidian, por ejemplo, expresiones como “resiliencia”, importada del inglés con un barniz psicológico que pretende explicar toda la condición humana en una palabra que no tiene alma. Antes, decíamos resistencia, capacidad de aguante, entereza. ¿No bastaban?

También me incomoda “empoderamiento”, esa calca directa del empowerment anglosajón, que suena más a eslogan de empresa que a verdadera emancipación. Decíamos fortalecimiento, autonomía, asumir poder, palabras que venían con historia y cuerpo. Me irrita “narrativa”, usada como comodín. Todo se ve como narrativa: la política, el marketing, la historia personal. Y se olvida que no todo lo que se cuenta es necesariamente una narración, ni todo discurso una construcción ficcional. Detrás de esa palabra muchas veces se esconde una forma de relativizar la verdad.

Y, hablando de verdad, la “posverdad” es otra palabra que me resulta hueca, aunque ya se haya vuelto moneda corriente. Como si el engaño, la manipulación o el cinismo fueran inventos recientes. Lo que hay es mentira de toda la vida, pero ahora disfrazada con galas académicas. Y ni hablemos de “fake news”, que parece dicho a propósito para evitar decir “mentira” o “engaño mediático”. De pronto, una palabra inglesa basta para suavizar una práctica corrosiva.

No tengo nada contra la evolución del lenguaje. Sé bien que toda lengua vive, evoluciona, respira. Pero me resisto a que ese cambio venga sin necesidad, sin respeto por la claridad, sin arraigo. Cuando las palabras nuevas no nacen del suelo de la experiencia, sino de la moda, del tecnicismo o de una especie de vanidad intelectual, entonces no enriquecen el discurso, más bien lo empobrecen.

He tropezado con un libro que no conocía de Victor Klemperer: “Diario de la revolución 1919 – hay que reir y llorar al mismo tiempo”. Es un libro publicado en 2015 con un texto inédito hasta entonces que ofrece una mirada íntima y detallada de los tumultuosos eventos que siguieron al final de la Primera Guerra Mundial en Alemania. Klemperer, reconocido filólogo y profesor universitario, documenta en sus escritos las tensiones sociales y políticas que marcaron el inicio de la República de Weimar.

Releer a Victor Klemperer hoy no es solo un ejercicio histórico o literario: es, quizás, un acto de resistencia, de lucidez y de higiene mental y moral. En tiempos de polarización, manipulación mediática y banalización del lenguaje, Klemperer nos ofrece herramientas esenciales para pensar críticamente, cuidar las palabras y entender los signos del poder. De este autor conocía la obra Lingua Tertii Imperii, en la que Klemperer muestra cómo el nazismo transformó el idioma cotidiano en un instrumento de dominación. Palabras como “fanático”, “heroico”, “total”, “limpieza”, “elemento”, aparentemente inofensivas, fueron vaciadas, infladas o infectadas ideológicamente.

En un mundo saturado de propaganda, eufemismos bélicos, discursos de odio disfrazados de opinión, reaprender a leer el lenguaje como Klemperer lo hace es vital. Sus diarios, el de 1919 y el más conocido que relata sus vicisitudes de 1933 a 1945, muestran cómo una persona común, culta, pero sin poder, resiste internamente a un régimen totalitario. Su testimonio no es el de un héroe épico, sino el de un hombre que observa, anota, reflexiona, y sobrevive casi por milagro.

Cuando leo La lengua del Tercer Reich, no lo hago solo como lector curioso de historia o filología. Lo leo como alguien que ha vivido entre palabras, que ha amado el lenguaje y que sabe, como lo sabía Victor Klemperer, que en las palabras se juegan cosas más hondas que el estilo o la moda. Se juegan la verdad, la libertad, el pensamiento.

Klemperer mostró, con una lucidez que a veces estremece, cómo el régimen nazi no solo controló cuerpos, sino también conciencias, en parte a través del lenguaje. Analizó cómo ciertas palabras nuevas, ciertos neologismos y giros lingüísticos, se introducían en el habla cotidiana para moldear la percepción de la realidad. El objetivo no era solo nombrar, sino transformar el pensamiento. Hacer que lo impensable pareciera natural. Que lo brutal se volviera “normal”. Que el odio se vistiera de deber.

Esa conciencia de que el lenguaje puede ser un instrumento de dominación me ha acompañado siempre. Y por eso, aunque no estemos hoy bajo un régimen totalitario, me mantengo alerta frente a los neologismos innecesarios, a las palabras que vienen de fuera con aire de superioridad, que sustituyen sin necesidad, que enmascaran en lugar de revelar.

Muchos de esos términos, aunque vengan del mundo académico, político o empresarial, cumplen una función parecida: disciplinan el pensamiento. Nos hacen hablar de lo humano con tecnicismos, de lo social con eslóganes, de lo político con eufemismos. Nos convierten en usuarios de una jerga, en lugar de ciudadanos pensantes. Klemperer no rechazaba los neologismos por ser nuevos, sino por ser vacíos, por ser manipuladores, por camuflar la realidad. Yo, lector veterano, hago lo mismo: no me molesta la novedad cuando nace de la necesidad. Me molesta cuando empobrece, cuando encubre, cuando desplaza el lenguaje que nombra con verdad lo que vivimos.

Nombrar para existir, callar para intuir

Vivimos rodeados de cosas, de seres, de sucesos que nos atraviesan, nos habitan, nos transforman. Algunos los nombramos con nitidez: roble, tempestad, miedo, nostalgia. Otros, sin embargo, se nos escapan entre los dedos del pensamiento: un gesto fugaz en el rostro de alguien amado, una tristeza sin genealogía, una alegría que no sabemos si es presente o memoria.

¿Existen esas cosas que no podemos nombrar? Sí. Existen, pero mientras no las nombramos, permanecen en una especie de penumbra interior. Son realidades latentes, perceptibles, pero aún no compartibles. El lenguaje no crea el mundo, pero lo revela. Le da forma y lo hace comunicable. El acto de nombrar es un acto de reconocimiento: al decirlo, lo hacemos visible también para el otro. Lo traemos del silencio al ámbito de lo pensable.

Sin embargo, también existe el peligro contrario, que es creer que sólo es real lo que tiene nombre. Es el error de cierta mirada tecnocrática o excesivamente racional que reduce la vida a datos, etiquetas, categorías. Como si el mundo no fuera también lo impreciso, lo misterioso, lo que nos desborda. El niño, el poeta, el místico, lo saben bien: hay vivencias que no caben en el diccionario, hay sentimientos que no admiten resumen.

Y sin embargo, seguimos intentando nombrar. Porque encontrar la palabra justa es como encontrar la puerta adecuada: de pronto, algo que estaba encerrado se abre. Nombrar es acto de libertad. Pero también lo es callar, cuando el silencio no es vacío, sino espera. Cuando es respeto por aquello que aún no tiene forma, pero que intuimos como verdadero.

Por eso, cuando me irrito ante ciertos neologismos innecesarios, no es por nostalgia, ni por rechazo al cambio. Es porque percibo en ellos una superficialidad, una voluntad de imponer más que de revelar. Palabras que no nacen del alma ni de la experiencia, sino de la moda, del tecnicismo, del poder. Nombrar para existir. Callar para intuir. Y sobre todo, cuidar el lenguaje como se cuida un jardín, sabiendo que en él florece, si se lo cultiva bien, lo más frágil y lo más profundo de lo humano.

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