Cada año, la primavera llega sin hacer ruido. Regresan la luz, el color y el movimiento, aunque el invierno nos pareciera definitivo. Hay en este retorno una lección sencilla, que yo pretendo entender como que la vida no es lineal, ni permanece quieta. Vive de ritmos, de pérdidas y de renacimientos. También en la historia humana hay estaciones. Hubo un tiempo, en la Europa de los siglos XV y XVI, en que los hombres buscaron reanimar algo que sentían casi perdido: la confianza en la razón, en la dignidad de la vida terrestre, en la capacidad humana para pensar y crear. Ese movimiento, que llamamos Renacimiento, no fue un simple regreso a la Antigüedad. Fue un intento consciente de reencontrar el sentido de la libertad y la ética de la belleza.
«Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves.»[1]
Pico della Mirandola, en su Oración sobre la dignidad del hombre, escrita en 1486, lo expresó con palabras que aún resuenan. Para este pensador, el hombre no tiene un lugar predestinado; su tarea es construirse a sí mismo. Así como en la primavera cada brote nace por impulso propio, también en cada época, en cada vida, se da la posibilidad de un nuevo comienzo.
Hoy, al ver florecer de nuevo las flores de mi jardín, las mieses en los campos, recuerdo esperanzado que ninguna noche es definitiva, que todo puede ser rehecho, y que la tarea de renacer no depende de un favor exterior, sino del esfuerzo callado de cada uno.
La primavera no solo trae de vuelta la vida, sino que trae también la forma de la vida. No basta con que algo viva, importa cómo vive. El brote nuevo no es solo materia en expansión. Tiene orden, tiene proporción, tiene belleza. Su estructura no es arbitraria, porque responde a una armonía interna que hace posible su crecimiento. Me paso a veces horas contemplando y admirando las formas y los tonos de las flores.
Esta ideas me surgen caminado por mi bosque. Digo mi bosque, porque he caminado tanto por sus senderos que conozco cada recodo y echaría de menos si faltase un árbol. No exagero, no. Hoy voy caminando y la luz de abril cae oblicua entre los árboles aún casi desnudos. En el suelo, como copos detenidos en el tiempo, aparecen las anémonas de bosque, florecillas pequeñas, blancas, temblorosas. No hay tumulto en ellas, sólo un gesto de puro ofrecimiento. Me detengo y las miro de cerca.
La anémona se eleva apenas unos palmos del suelo. Su tallo es delgado, verde pálido, casi frágil, pero flexible. No se yergue en desafío, sino en escucha. No hay rigidez en su ascenso. Su curvatura ligera dice que la fuerza y la gracia no se excluyen. Al llegar a la cima, el tallo se abre en tres hojas divididas en lóbulos finos, como manos abiertas. Y entre estas manos, en el centro, brota la flor. Cinco, seis, a veces siete pétalos blancos la forman, desplegados en un círculo sereno. No son uniformes: cada uno lleva en sí una leve variación de forma y tamaño, como si la flor recordara que la perfección no consiste en la exactitud, sino en la armonía. El blanco de los pétalos no es un blanco duro, más bien tiene matices de azul, de rosa, según el ángulo de la luz.
En el corazón de la anémona, el centro amarillo recoge los estambres, menudos y numerosos, como un pequeño coro que canta en voz baja al sol. Aquí late su razón de ser, pues la flor no se exhibe para sí misma. Se ofrece para el encuentro, para la fecundación, para la continuidad de la vida. Cada anémona es un puente entre lo que fue y lo que será. Y, sin embargo, nada en ella parece calculado. Su forma responde a una ley más antigua que la memoria, la de dar sin esfuerzo, la de existir cumpliendo su medida exacta, ni más ni menos. La anémona no se pregunta por su propósito; simplemente lo cumple, con una humildad tan profunda que casi duele.
Contemplándola, uno comprende que la belleza no es un añadido a la vida, sino su forma natural cuando la vida es fiel a sí misma. Y que la levedad de la anémona no es debilidad: es la fuerza de quien no necesita imponerse para existir. Este impulso ético de la belleza se ve en todo: en la arquitectura de Brunelleschi, en la pintura de Leonardo, en la filosofía de Ficino. La belleza no era entendida como un lujo superficial, sino como un modo de ser fiel al mundo. Crear belleza, vivir de manera bella, era un deber hacia la vida misma.
En tiempos de desorden, de confusión o de ruptura, como los que precedieron al Renacimiento, o los que vivimos ahora, esta ética de la belleza se vuelve aún más necesaria. No se trata de volver al pasado, ni de imitar formas antiguas. Se trata de recordar que cada época, como cada primavera, tiene la posibilidad, y la responsabilidad, de ordenar de nuevo el mundo a partir de la belleza.
La primavera enseña que la vida verdadera no consiste solo en brotar, sino en brotar con forma, con medida, con sentido. Así también el hombre renace de verdad cuando su vida no se limita a continuar, sino cuando se ordena hacia algo más alto, ya sea hacia la verdad, hacia la bondad, hacia la belleza. Hoy vivimos en una época que, como otras anteriores, se debate entre fuerzas de creación y de destrucción. Abunda el movimiento, pero no siempre el orden. Se producen imágenes, palabras, objetos, pero no siempre belleza. La técnica avanza, pero no necesariamente la comprensión de la vida.
Volver a la belleza como medida de la acción humana no significa buscar la perfección externa, ni caer en esteticismos vacíos. Significa recordar que nuestras obras, nuestros gestos, nuestras palabras, deben aspirar a un orden interior, a una fidelidad a lo verdadero y a lo bueno. La belleza, en su sentido más alto, no se impone, simplemente se revela donde hay respeto por la vida y por su misterio.
Así como la primavera no fuerza su esplendor, sino que lo realiza naturalmente siguiendo su ley profunda, también el hombre, si es fiel a su naturaleza más alta, puede vivir de manera bella. No como un artista que adorna el vacío, sino como un ser que colabora con la creación continua del mundo. Renacer, entonces, no es simplemente empezar de nuevo. Es reordenar la vida conforme a lo que merece ser vivido. Es recordar que toda vida humana, por pequeña que sea, tiene la capacidad, y la responsabilidad, de ser un reflejo de belleza en el mundo.
[1] Giovanni Pico della Mirandola, Oración sobre la dignidad del hombre. “-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que Son divinas.
¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo que desee, ser lo que quiera! https://ciudadseva.com/texto/discurso-sobre-la-dignidad-del-hombre/

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