Camino entre miles de testimonios de la triunfante primavera. Todo explota a mi alrededor en una cascada de hojas verdes y capullos de flores a punto de abrirse. Ocurre tan rápido, que, si regreso a mi punto de partida por el mismo camino, lo encuentro ya cambiado, pues la vegetación lo va transformando ante mis ojos. Es sin duda una manifestación gloriosa de la vida y su triunfo. Todo esto en tiempo de la Pascua cristiana, que se celebra en primavera[1] porque está directamente relacionada con la Pascua judía, o Pésaj, que siempre cae en esa estación. El calendario judío es lunisolar, o sea que se basa en ciclos de la luna, pero ajustados al año solar, basándose los meses en las fases de la luna, pero cada cierto tiempo se añade un mes extra llamado adar sheni para que las fiestas no se desplacen respecto a las estaciones solares, por ejemplo, para que el Pésaj siempre caiga en primavera. y el Pésaj se celebra el 15 de Nisán, que siempre cae en torno al primer plenilunio de la primavera, entre finales de marzo y abril. Por eso el Concilio de Nicea en el 325 decidió que la Pascua cristiana se celebraría el primer domingo después de la primera luna llena de primavera, de ahí que cada año caiga en una fecha distinta, pero siempre entre marzo y abril.

La preocupación humana por la muerte es tan antigua como la conciencia misma. Saber que vamos a morir nos distingue de otras especies y, al mismo tiempo, nos enfrenta a una de las angustias más profundas, la de la finitud, la del “no ser”. A lo largo de la historia, todas las culturas han desarrollado narraciones, rituales y símbolos para mitigar esta angustia. Religiones, filosofías y artes han girado una y otra vez en torno a esta herida abierta. En el Pesaj se celebra también un triunfo sobre la muerte. En la noche que marca el comienzo de Pésaj, según el relato del Éxodo, Dios envía la última de las Diez Plagas sobre Egipto, que es la muerte de los primogénitos. Los hebreos son salvados de esa plaga porque marcan con sangre de cordero las puertas de sus casas y el ángel exterminador pasa de largo. “Pasáj”, en hebreo significa “saltar” o “pasar por alto”, evitando la muerte de los primogénitos israelitas.

Así, Pésaj celebra, entre otras cosas, ser salvados de la muerte gracias a un acto de obediencia y de fe y marca el paso o “pasáj” de la esclavitud a la libertad, y en la tradición bíblica, la esclavitud puede verse como una forma de muerte existencial, ser esclavo es vivir sin plena vida, sin dignidad. La salida de Egipto es un nacimiento, el pueblo de Israel nace entonces como pueblo libre. Dejar Egipto es como resucitar a una vida nueva.

La Pascua cristiana, heredera del Pesáj, celebra la resurrección de Jesús después de su muerte en la cruz. No es simplemente un relato de muerte y renacimiento, es la afirmación de que la muerte no tiene la última palabra. Jesús, como figura central, no solo sufre y muere, sino que vence a la muerte, prometiendo a los creyentes una vida eterna, en un mensaje que no es solo teológico; es existencial. Ofrece a los seres humanos algo que desean con desesperación; ofrece la esperanza frente a la aniquilación. En el rito pascual, la muerte, terrible e inevitable, se convierte en un umbral, no en un final. Así, la Pascua no niega la muerte, pero la transfigura.

También es interesante que la Pascua cristiana se superponga con tradiciones anteriores de celebración de la primavera, como la propia Pascua judía y fiestas paganas de renovación. En todos estos casos, el tema es el mismo: el paso de la muerte, en forma de invierno, esclavitud, sufrimiento, a la vida en primavera, libertad y salvación. La naturaleza misma enseña esta lección cíclica de muerte y renacimiento, que la Pascua recoge y espiritualiza.

Entonces, podríamos decir que la preocupación por la muerte genera en los seres humanos una profunda necesidad de narrativas de sentido. Y la Pascua, en sus muchas formas, es una de las más potentes que hemos creado, no para negar la muerte, sino para domesticarla, darle forma, y, en cierto modo, vencerla simbólicamente. La muerte pesa sobre el corazón humano como una sombra inevitable. Saber que todo terminará, que cada latido nos acerca al silencio, podría paralizarnos. Sin embargo, es justamente ese saber lo que nos impulsa a buscar sentido, a inventar celebraciones de resurrección, a sembrar palabras contra el vacío.

La Pascua, más allá de credos, nos habla de la posibilidad de una vida eterna, aquí mismo, en medio de nuestras ruinas. No es necesario esperar milagros celestes, cada acto de amor, cada momento en que elegimos la ternura frente a la desesperanza, es ya una forma de resurrección que la naturaleza misma nos lo enseña: el árbol que parece muerto en invierno guarda en sus entrañas la promesa del brote. Así también nosotros: cuando todo parece perdido, algo en lo profundo, algo silencioso y terco, puede despertar.

Por eso, celebrar la Pascua, creyentes o no, es afirmar que somos más que nuestra caída. Que podemos atravesar la muerte, no solo la última, sino las pequeñas muertes diarias, el duelo, el fracaso, la tristeza, y emerger, aunque sea heridos, aunque sea cambiados. Vivir es morir un poco todos los días. Pero también es renacer.

Si miramos la Pascua desde un enfoque secular o filosófico, nos alejamos del dogma religioso, pero la estructura simbólica sigue siendo enormemente poderosa. la Pascua puede ser una fiesta de la esperanza, de la posibilidad de renovarnos después de las pérdidas, de afirmar que después de las noches más oscuras puede venir un nuevo amanecer.

Mis reflexiones me llevan a pensar que, en este mismo momento, están muriendo niños, mujeres, ancianos, gente inocente, en Palestina y en otras partes del mundo. En Palestina, contrasta la celebración del Pésaj, una fiesta que celebra la liberación del sufrimiento, el paso de la esclavitud a la libertad, la vida que triunfa sobre la muerte, con el que los judíos, en su relato fundacional hablan de un pueblo oprimido que logra salir hacia un futuro de dignidad y vida, con la muerte y la destrucción, en especial con el sufrimiento de la población palestina en Gaza, en Cisjordania y en otros lugares. El contraste es profundamente doloroso y trágico.

Mientras se celebra la liberación del propio pueblo, en el caso judío-israelí, otros seres humanos, los palestinos, están siendo privados de su vida, su tierra, su libertad, y a menudo, de su esperanza. Celebrar la libertad mientras otros mueren o sufren bajo ocupación o guerra genera una disonancia ética enorme y muchos judíos en Israel y en la diáspora son muy conscientes de este contraste. Por suerte, aunque no es muy conocido, hay organizaciones judías como Breaking the Silence[2], B’Tselem[3], Jewish Voice for Peace[4], entre otras, que levantan la voz precisamente porque sienten que los ideales de la liberación de Pésaj obligan moralmente a oponerse a la opresión de otros.

En los mismos textos del Séder de Pésaj, hay un momento en que se derrama vino de la copa por cada una de las plagas de Egipto, para simbolizar el dolor de los egipcios, porque incluso la caída del enemigo debe doler, no debe celebrarse con alegría total. Algunos añaden en sus ceremonias de Pésaj oraciones por todos los pueblos que hoy siguen viviendo bajo opresión, incluyendo a los palestinos. Dentro del judaísmo existe el concepto de “Tikkun Olam” (reparar el mundo), que muchos entienden como un mandato de trabajar por un mundo más justo, incluso especialmente más allá del propio grupo. Escribo todo esto, ya en mi casa, sintiendo aún el espíritu optimista que emana de la primavera, con un deseo de paz auténtica, en Palestina y en el mundo en general. Termino con un poema hecho canción-protesta de Manolo Díaz[5], que escuché en 1967 y nunca olvido:

Huele a tierra quemada,

todo es destrucción

en la guerra.

Y no hay piedra con piedra

ni existe el amor

en la guerra.

Hay que empezar a trabajar.

Volveremos a ser

lo que fuimos ayer;

nuestros hijos podrán

vivir en paz

en postguerra.

Han pasado dos años

y no hay una flor,

es postguerra.

Y ya solo nos queda

el hambre y el valor,

es postguerra.

Ni una nación nos ayudó.

Han pasado diez años

esto va mejor.

En la guerra.

Ya tenemos más bombas

y nuevo cañón.

En la guerra.

La gente ya no quiere paz.

Ya empezamos a ser

lo que fuimos ayer.

Nuestros hijos ya son

de una nación

sin postguerra.

Han pasado más años

y qué viejo que estoy.

Fui a la guerra

Si mis hijos supiesen,

supiese quien soy.

Fui a la guerra.


[1] Comprendo que muchos de mis lectores, nacidos en el hemisferio sur, levantaran una ceja, pero, es que estas tradiciones surgieron en el hemisferio norte, aunque fueran llevadas por todo el mundo, siglos después.

[2] https://www.breakingthesilence.org.il/

[3] https://statistics.btselem.org/en 

[4] https://www.jewishvoiceforpeace.org/

[5] Este Manolo Díaz es un apersona muy interesante. Esta canción protesta, grabada en París, llegó a ser una canción muy conocida en España. Díaz venía de fundar el grupo Los Bravos y crear muchos de los éxitos del su álbum Black is Black, como La moto, Los chicos con las chicas o La parada del autobús. Yo le conocí en Madrid, en la radio, en los estudios de la Gran Vía, presentando justamente su single Postguerra. Remarcable, por salir durante el tardofranquismo.