Hoy, en vez pasear, podría haber corrido, como lo va a hacer mi compañera. Es la carrera de Lundaloppet (la carrera de Lund) que se corre desde 1980, 10 kilómetros por la ciudad, que ha ido creciendo desde sus comienzos, desde apenas un centenar de corredores aguerridos, a congregar a miles de participantes de todas las edades y capacidades. Este año superará los 7000 corredores. Yo he corrido esta carrera desde el principio, pero, en los últimos años, he dejado de ser fiel a esa tradición. Yo me concentraré en la carrera del puente (Lundaloppet) que es el gran acontecimiento en el sur de Suecia y en Dinamarca, con 40 000 participantes y otros cuantos a la espera de que quede alguna plaza libre. Es pura nostalgia, pues hace 25 años que se inauguró el puente y mucho de los que corremos este año, el 15 de junio, para más detalle, lo hacemos, al menos por segunda vez, ya que, después del 2000 se corrió en tres ocasiones más.

En mis paseos, en el de hoy, y en los de siempre, suelo pasar por el cementerio, un lugar precioso con grandes árboles centenarios y un ambiente agradable, grandes avenidas con tumbas bien cuidadas con arbustos, setos y flores, pequeños cerezos y magnolias. Allí tengo ya muchos amigos, profesores y hasta estudiantes, y un vecinito de cinco primaveras que nos dejó tras un accidente, al regreso de unas vacaciones. Es curioso que cuando hablamos de los jóvenes que se han ido, decimos que la muerte se los llevó prematuramente. Les compadecemos a ellos y a sus parientes, que les perdieron. Pensando, recuerdo algunas veces, que por distintas razones: accidente con la moto, caída al subir una montaña, proeza intrépida con el barco, o casualidad que me libro por los pelos de un atentado en Estocolmo, o, el año pasado, cuando me salvaron por horas, de morir por una tonta apendicitis complicada, se me dijo que “me había librado de la muerte”. No. De la muerte nadie se libra. La muerte nos acompaña desde que nacemos y ya no nos deja, hasta que nos viene a recoger, a cada uno a su tiempo.

No, no es que yo me conforme con el destino, más bien creo que tengo una visión teleológica de la vida, porque pienso que todo sucede por una razón y que hay un plan más amplio tras los acontecimientos, por lo que tiendo a buscar un propósito incluso en las dificultades. No me refiero a los hechos particulares, accidentes, enfermedades etc. sino algo que, ante la imposibilidad de evitarlo, decido vivir con ello como algo natural. Pero, mi espíritu luchador, hace que me decida a retrasar, o al menos a intentar retrasar, el momento en que “La Parca” me tome como pieza de caza.

Yo veo la vida como un corto viaje en una escalera mecánica, como las que nos bajan desde la Montjuic a la Plaza de Espanya en Barcelona, por poner un ejemplo. En el momento de dar el primer paso a la escalera rotante, que es el nacer, sabemos que llegaremos abajo, y que el tiempo del viaje esta medido. Yo no me conformo con eso y, desde hace unos años me he puesto a correr en dirección contraria, subiendo en lugar de bajar. Por eso camino y corro, para nivelar la lucha durante, al menos, un pequeño lapso de tiempo. Y es que yo adoro la vida, con todo lo que puede dar, todas las sensaciones, hasta las desagradables en cierto punto. Camino y camino, mirando las lápidas: nombres conocidos, personajes famosos, ricos que han pretendido conservar su condición ante nosotros, dejando construir lapidas y tumbas pretenciosas, otros, más humildes o menos ostentosos se conforman con una simple lapida con su nombre y oficio o, como en el caso de mi antiguo profesor, Bengt Ankarloo, con una placa con su nombre del tamaño de los rótulos de las puertas, junto a otras muchas de idénticas dimensiones, que marcan el lugar donde sus cenizas fueron esparcidas en el prado común, el llamado “Minneslund” o Prado de la memoria.

Me vienen a la memoria las famosas estrofas de Jorge Marnrique, que hace más de 600 años describió elegantemente, en forma de coplas, lo que yo hoy querría expresar más burdamente en mi pobre prosa:

1
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

2
De manera que trae muerte
lo que vive, y es verdad
acompañamiento;
que todos somos de la suerte
de aquello que vemos pasar
lento y presto.

Es esa inercia de la escalera mecánica a la que me refiero. Allí vamos todos, aunque podemos resistirnos un poco, darle trabajo a la muerte, no ponérselo tan fácil, aunque sepamos que el final será el mismo. No es que yo corra así por que sí, lo hago porque sé que haciéndolo tengo una cierta posibilidad de retrasar mi regreso a la tierra. Diez años más, nos han vaticinado científicos americanos que podemos añadir a nuestro viaje. Y es el propio viaje lo importante, como decía Machado, Karin Boye o, al poeta indio que estoy releyendo ahora, Rabindranath Tagore, y su poema “El viaje” (The Journey):

“El mar matinal del silencio se quebró en ondas de cantos de aves;
junto al camino, las flores se vestían de alegría;
el tesoro de oro se dispersaba en las grietas de las nubes
mientras, absortos en nuestro andar, no reparábamos en nada.

No entonábamos himnos alegres ni tocábamos melodías;
no íbamos al pueblo en busca de trueque;
ni dijimos palabra, ni esbozamos sonrisa,
ni nos demoramos en la senda.
Aceleramos el paso cada vez más, al compás del tiempo que huía.

El sol trepó al cenit y las palomas arrullaron bajo la sombra.
Las hojas marchitas danzaron y giraron en el aire ardiente del mediodía.
El pastorcito dormitaba y soñaba tras la silueta del sicomoro,
y yo me tendí junto al agua
estirando mis miembros fatigados sobre la hierba.

Mis compañeros se burlaron con risas desdeñosas;
alzaron la frente y siguieron presurosos su marcha;
jamás miraron atrás ni buscaron reposo;
desaparecieron en la lejana bruma azul.

Atravesaron praderas e infinitas colinas,
cruzaron tierras extrañas y muy apartadas.
¡Honor a vosotros, valeroso ejército del sendero sin fin!
La burla y el reproche me urgían a levantarme,
pero hallaron en mí un silencio sin respuesta.

Me di por perdido
en lo hondo de una gozosa humillación
—en la penumbra de un placer tenue.

El sosiego de la penumbra verde, bordada de sol,
se extendió con lentitud sobre mi corazón.
Olvidé el motivo de mi viaje,
y cedí mi mente sin resistencia
al laberinto de sombras y cantos.

Por fin, al despertar de mi sopor y abrir los ojos,
te vi junto a mí, inundando mi sueño con tu sonrisa.
¡Cómo temí que el camino fuera largo y fatigoso,
y ardua la lucha para llegar hasta ti!”

Está claro que Tagore, influido por la tradición mística oriental, ve el camino como búsqueda de la unidad con lo trascendente. La resistencia inicial (“me urgían a levantarme”) fructifica al rendirse a la experiencia contemplativa. Culmina el poema con el hallazgo del “tú” junto al yo lírico, una aparición redentora que convierte todo el esfuerzo anterior en camino merecido, pues la verdadera meta es el encuentro. Cómo dice Karin Boye:

“Ciertamente hay meta y sentido en nuestro viaje,

pero es el camino el que justifica el esfuerzo.”

Para Karin Boye la vida es también un viaje continuo: quedarse es estancarse, avanzar es crecer. “ciertamente hay meta y sentido en nuestro viaje”, dice Boye, sin aclarar cual es esa meta; el camino, la propia vida “justifica el esfuerzo”. La poetisa acortó su viaje suicidándose la noche del 23 al 24 de abril de 1941, a los 41 años, en en Norrtälje, en medio de una depresión profunda. Boye estaba profundamente inquieta por la deriva política de Europa y el ascenso de los totalitarismos. Ese clima de desesperanza exterior se sumó a su tormento interno y decidió acortar el camino, que ella ya no consideraba que justificara el esfuerzo.

 Nuestro Antonio Machado, que desconozco si fue leído por Boye, escribía sobre el camino como metáfora de la vida misma, pero comunica un optimismo autentico, esperanzador y emancipador:

“Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.”

Machado nos invita a asumir que no hay rutas seguras y que el verdadero valor está en atreverse a avanzar, paso a paso. Formado en la Institución Libre de Enseñanza, y heredero de aquel liberalismo humanista que valoraba la libertad interior y la fraternidad, Machado es optimista. Esta idea del liberalismo que comparto junto a mi fe en la enseñanza como un ejercicio de esperanza, de sentido de la propia vida. Como decía Krause, ya en 1812:

“La Humanidad celebra en la vida de su alianza para la educación su continuo rejuvenecimiento, y así gana una vida más elevada y más bella; y aunque las generaciones vayan sucumbiendo como las hojas, crece el árbol de la vida más alto y más bello con fuerza jovial, mostrando en patente riqueza continuamente sus flores y sus frutos.”[1]

Con estos últimos pensamientos y el recuerdo de una lápida que contemplé en Alguero, en la bella Cerdeña, en la tumba de un caballero sin nombre, que yace enterrado en el piso de mármol de la basílica di Santa Maria, la catedral de L’Alguer. Bajo el crucero, cerca del altar mayor, aparece grabada esa inscripción sobre la losa funeraria que cubre su sepultura. Allí, justo a los pies del coro, puede leerse:

“Io ero ciò che tu sei, tu sarai ciò che io sono.”

Y, pensándolo bien, se trata de seguir el camino, alargándolo, marchando siempre hacia adelante, en mi caso enseñando, que es lo mío, y escribiendo estas entradas en mi blog, que ojalá alguien lea y comparta. Hoy no correré, pero el 15 de junio lo haré, si llego.


[1] F Krause, Das Urbild der Menschheit, 1.ª ed. Dresden, 1811 (de la 2.ª edición: Göttingen 1851, p. 234).