Una subida entre amigos, aromas de romero y vistas que reconcilian el alma

En mis paseos por Cataluña no voy siempre solo. A veces voy en compañía, como esta mañana de mayo. No es lo mismo caminar solo que caminar con otros. El diálogo interior cambia a conversación abierta, a intercambio de observaciones y recuerdos.

Salimos temprano, cuando el aire aún conserva la frescura de la noche. Desde Viladecans, la silueta de la ermita de Sant Ramón Nonat nos observa en lo alto, blanca, sencilla, como un faro terrenal que guía a caminantes, corredores y almas en busca de un respiro. A mi lado camina Eduardo Muñoz, amigo de los de verdad: corredor incansable, sensato, de palabra medida y mirada clara. Su paso es firme, sin alardes, con ese ritmo que solo los que conocen bien sus fuerzas saben mantener.

—¿Te acuerdas de la carrera de Helsingborg, en el 1983? —me pregunta, con una sonrisa ladeada, mientras bordeamos los primeros repechos.

—Claro que me acuerdo. Tú llegaste fresco como una rosa y yo me pasé una semana con agujetas —respondo riendo.

—Tú te reías más que nadie en la meta. Eso es lo que cuenta.

La subida comienza entre casas bajas y calles que se estrechan, hasta que la ciudad queda atrás y nos recibe la montaña. El sendero, al principio de tierra ancha, se va volviendo más agreste. Las piedras sueltas nos obligan a elegir cada pisada con atención. El monte, cubierto de pinos carrascos, lentiscos, romero y tomillo, nos rodea con su olor seco y cálido. El canto de los pájaros es la única música que necesitamos.

A mitad de camino hacemos una breve pausa. Desde allí se abre una vista amplia hacia el delta del Llobregat, con sus campos bien trazados y el aeropuerto a lo lejos, sus aviones diminutos como juguetes de niños. Eduardo hace un gesto amplio, mostrándome el paisaje y me dice:

—Esta subida la hacemos en invierno Vicky y yo, a veces con la perra —dice, con una sonrisa ancha—. Vicky sube muy bien, todavía conserva su buen estado físico.

Seguimos el camino. La cuesta se vuelve más exigente en los últimos tramos. El sendero zigzaguea, ganando altura, y el corazón late más rápido. Eduardo sigue hablando, sin perder el aliento, contándome sobre su hija, sobre su último viaje a Galicia, sobre los libros que ha estado leyendo.

Y entonces, sin previo aviso, la cima se abre. La ermita de Sant Ramón Nonat, blanca y quieta, se nos presenta como un premio silencioso. El viento sopla con suavidad, moviendo apenas la hierba y el romero.

Nos sentamos en las gradas de piedra, frente al horizonte. La ermita está cerrada, quizás por ser hora tan temprana. A nuestros pies se extiende San Climent de Llobregat, idílico, sereno, abrazado por viñas y colinas. Desde aquí parece un mundo en miniatura: los tejados rojizos, el campanario, las huertas ordenadas como piezas de un rompecabezas antiguo. Al fondo, Montserrat se alza como un gigante dormido, custodiando la comarca.

—Siempre me impresiona cómo cambia todo al llegar aquí —dice Eduardo—. El cuerpo cansado, pero la cabeza clara.

—Es como si el alma respirara mejor a esta altura —añado.

Nos quedamos un rato en silencio, contemplando, dejando que el tiempo se diluya como el vapor de una taza de café. No hay prisa. Solo esa sensación tan rara hoy en día: la de estar exactamente donde uno quiere estar.

Cuando finalmente nos ponemos en pie para emprender el regreso, sé que este paseo quedará grabado en mi memoria. Por el esfuerzo compartido, por la conversación sin prisas, por el níspero a mitad de camino y por la certeza de que la amistad, como las buenas caminatas, se mide en pasos dados juntos, no en la distancia recorrida.