Tres, eran tres, los dueños y señores del bar Alama, donde entré una tarde de otoño al principio de los ochenta. Edificio de dos pisos; abajo el bar con sus mesas y unos cuantos veladores afuera, bajo las sombrillas con anuncios de cerveza nacional. Arriba, subiendo una estrecha esclera de caracol de forja, el comedor y la cocina. Abajo, en el bar, reinaba José, sirviendo en la barra, preparando tapas y aperitivos, siempre con una broma agridulce en los labios, la cara siempre seria, y una mirada que parecía decir “qué te diría yo…”. Arriba eral territorio exclusivo de Alfonso y su mujer. Ella, catalana “de soca-rel”, morena, conservando rastros de una belleza que fue, sonrisa franca, fuerte acento catalán. El, siempre sonriente, comunicativo, de una inteligencia manifiesta, aunque no pulida, abierto a todos los placeres de la vida. Por todo el local, sin lugar ni deber fijo, el hermano mayor, flaco, sencillamente elegante, cuidando sus palabras, como midiéndolas y sopesándolas con esmero, parándose aquí o allá con un cliente, la mirada perdida en un horizonte imaginario, reviviendo recuerdos o analizando los sucesos del día.
Los tres tenían hijos, ya grandes, funcionarios, ingenieros, y también nietos. Si pasaban por el bar, hablaban catalán con los padres, que les contestaban en su catalán de casa, voluntarioso, pero poco gramatical. Eran conversaciones naturales, expresaban la profunda asimilación de esas cuatro generaciones, y la cultura mixta que se vivía en los ochenta, cuando todavía se creía en una identidad compartida, en un mundo cada vez más abierto; tiempos del mejor pujolismo.
Yo pasaba los días en archivos y bibliotecas, a la caza de material para mi libro, pero procuraba llegar al Alama a la hora de comer, a sabiendas que a las dos menos cuarto, no quedaría ninguna mesa vacía, pues los trabajadores de las cercanas obras, los empleados del banco, algún que otro taxista y muchos propietarios de tiendas y muchos más, entre los que siempre se podía encontrar un sacristán de la catedral, el párroco de la iglesia local, un doctor en química educado en Alemania, el carnicero de la calle y aficionado alpinista de ochomiles y un joven productor de radio, que un tiempo más tarde, me incluiría en un breve dialogo con Gorbachov. Aunque no muy habitual, había también por allí un fabricante de lencería un tipógrafo. El que no hubiese mesas libres no me preocupaba, porque siempre me traían una silla para que me sentara enfrente del padre de los tres propietarios del Alama, el abuelo Alfredo, y a mí me encantaba oír sus historias. Me contaba, entre las lentejas y el bistec, que el vino a Barcelona el 1927 para “lo de la exposición”, dejando atrás su pueblo murciano, como tantos otros, y un oficio de espartero, que no le daba para comer. –“Los árboles que ves, Martín, y que ahora nos dan sombra”- me decía – “los he plantado yo con mis manos.” Y me mostraba su mano izquierda, huesuda, como testigo de su afirmación, mientras la derecha sujetaba la cuchara, como si quisiera explicarme el porqué de su emigración; trabajar para comer.
Como él, habían también dejado sus tierras, ya para la primera exposición universal de 1888, gentes de Andalucía, sobre todo de Jaén, Almería y Granada. De Aragón, de Galicia, de Murcia, de Castilla-La Mancha, de comarcas del interior valenciano, pero, principalmente de localidades de la provincia de Barcelona y del resto del territorio catalán, sobre todo Lleida, fueron los principales puntos de procedencia de la población inmigrante. Hombres y mujeres, ellas apenas adolescentes, jóvenes, curtidos por la miseria, que llegaban con lo puesto y una dirección escrita a lápiz. Muchos no sabían leer, pero sabían trabajar. Y trabajaron hasta el agotamiento. Vivían en condiciones duras, a menudo infrahumanas: en barracas de Montjuïc, en Somorrostro, en los márgenes de Sants, del Clot o del Carmel.
Hombres y mujeres, que llegaron en trenes, los menos, y carromatos, los más, a una ciudad que se prometía moderna, pero que aún era profundamente desigual. Venían en busca de trabajo, y lo encontraron. En las obras, en las cocinas, en los talleres de carpintería, en las fundiciones, en la limpieza de escombros, en las fábricas textiles. Dormían en barracas, en corrales, en estancias improvisadas en los extramuros de una ciudad que apenas los registró[1]. Barcelona los necesitaba, pero no los miraba.
Sin sindicatos reconocidos, sin seguros ni leyes laborales, esos trabajadores dieron forma a la ciudad del futuro con las condiciones del pasado. Eran jornaleros y peones, hombres sin historia en los periódicos, pero esenciales en cada piedra colocada. Mientras los burgueses admiraban las novedades industriales y los pabellones exóticos, aquellos trabajadores se agachaban una vez más para mezclar cal, cargar ladrillos o levantar estructuras que aún hoy permanecen en pie.
No hay placas con sus nombres. No hay discursos que nombren sus apellidos. Pero hay rastros en los censos de suburbios, en los archivos de beneficencia, en las cartas escritas a sus pueblos. Y sobre todo en los barrios que crecieron entonces, como Poble-sec, Sant Martí o el Clot, donde se asentaron muchas de sus familias, y que aún conservan la dignidad de quienes construyeron sin ser reconocidos.
Barcelona se engalanó en 1888 para mostrarse al mundo. Bajo la batuta del progreso y el ornato urbano, la ciudad se transformó: se abrió el Parque de la Ciudadela, se levantó el Arco del Triunfo, se tendieron avenidas nuevas y se vistieron fachadas como si la urbe hubiese despertado de pronto de un sueño largo. Fue la Exposición Universal, ese hito que los manuales presentan como símbolo de modernidad y apertura, como si hubiera surgido por sí solo, como un milagro técnico y cultural.
No hay placas con sus nombres. No hay discursos con sus apellidos. Pero hay rastros: en los censos de suburbios, en los archivos de beneficencia, en las cartas escritas a sus pueblos. Y sobre todo en los barrios que crecieron entonces, como Poble-sec, Sant Martí o el Clot, donde se asentaron muchas de sus familias, y que aún conservan la dignidad de quienes construyeron sin ser reconocidos.
Hoy, más de un siglo después, la historia parece repetirse. Nuevos trabajadores, a menudo migrantes, igual que entonces, aunque hoy es gente de otras tierras más lejanas, levantan edificios, sirven comidas, limpian oficinas o cuidan a nuestros mayores, muchas veces en la sombra, sin papeles, sin voz. Y aunque las grúas sean más altas y los materiales más modernos, la precariedad sigue anidando en los márgenes del esplendor. Mirar hacia atrás no es sólo un acto de memoria, es también una llamada a la justicia. Porque si el pasado nos enseñó algo, es que ningún proyecto de ciudad, ni en 1888[2], ni en 1929, ni 1992, ni hoy, se construye sin manos, por mucho que haya avanzado la tecnología, y que toda verdadera modernidad empieza por reconocer y agradecer, el trabajo de esas manos.
Si quieres saber más sobre la inmigración en Cataluña, debes pasar por Sant Adrià de Besòs, porque allí, en la Masia de Can Serra, en la carretera de Mataró número 12, encontrarás el MHiC (Museu d´història de la inmigración a Catalunya). Un lugar que todos los catalanes deberían conocer.[3]
[1] https://www.ub.edu/geocrit/b3w-1098.htm
[2] https://www.barcelona.cat/internationalwelcome/es/noticias/los-monumentos-de-la-exposicion-de-1888-a-traves-de-los-fondos-del-archivo-1406398
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