Es fácil dejarse llevar por la euforia primaveral. El aroma del café, que se extiende por toda la casa, los rayos de sol que reviven los colores del mantel de la mesa en la cocina y dan vida a las flores del bacón. El canto de los mirlos, carboneros y verderones ayuda a enmarcar el comienzo de un día perfecto. Por un momento, no hay problemas que resolver ni preocupaciones que nos pesen. Una taza de café, una tostada: la vida comienza de nuevo y los sueños, que nos acompañaron en la nocturnidad, se van disipando hasta desaparecer. Así comienzan mis mañanas de junio, ahora que ya me encuentro en esa época dorada de la vida, cuando uno se puede titular emérito o jubilado. Prefiero pensar que tengo merecido el descanso, porque no siento júbilo al estar apartado de la docencia.

Esta euforia me acompaña hasta que leo las primeras noticias de los periódicos y algún artículo de peso que me obliga a ubicarme en el mundo en que vivimos. En verdad, visto de forma global, hay poco de que alegrarse, si uno no es muy aficionado al deporte y ganan nuestros ídolos, claro. Pensándolo bien, nunca hemos estado mejor en términos generales, pero, el contenido de los medios de información parece como si estuviera hecho para comunicar catástrofes e injusticias bíblicas. Yo puedo comparar desde mi realidad septuagenaria. En los años 70, el mundo tampoco era amable: había guerras, crisis petroleras, dictaduras, terrorismo, desigualdad. Pero los medios operaban de otro modo. La inmediatez no lo era todo. Se escribía con más espacio y más pausa. El periodismo televisivo tenía sus tiempos, y el ciclo de noticias permitía cierta distancia reflexiva.

Hoy vivimos en la era de la ansiedad informativa permanente. Las redes sociales y las plataformas de noticias 24/7 han transformado la lógica del periodismo: la atención es el bien más codiciado, y pocas cosas capturan más que el miedo. Se habla de “doomscrolling”: deslizar sin parar, enganchados al desastre. Además, los algoritmos recompensan el catastrofismo. Una noticia alarmante o polarizadora se comparte más, genera más interacción, y por tanto, más ingresos por publicidad. No es que los medios sean maliciosos, es que están atrapados en un modelo que alimenta la alarma.

A esto se suma la sensación generalizada de pérdida de control en un mundo globalizado, tecnológico, cambiante. Frente a eso, los medios a menudo refuerzan esa narrativa de colapso inminente: clima, geopolítica, salud mental, inteligencia artificial… todo parece al borde del abismo. Ls paz que sentía bebiendo el primer sorbo de café se va disipando y siento una rara desazón, como si estuviese perdiendo el tiempo. ¡Hay que hacer algo! – me digo- Sí, ¿pero qué puedo hacer yo? ¿Pasar algún meme o entrada sobre alguna catástrofe? ¿Ridiculizar a algún mandatario omnipotente? ¿Para qué?

Aparto la vista de las pantallas, porque los periódicos de papel son tan caros que ya no estoy suscrito a ninguno, y miro afuera, al jardín, donde todo está en calma, y las pulsaciones bajan inmediatamente. Decido salir a dar mi paseo matutino, porque es algo que puedo hacer y me hace sentir una forma de felicidad fácilmente alcanzable. Porque, al fin, ¿Qué es la felicidad? Yo, ayer, releí a Aristóteles[1], y me sirvió de mucho.

En tiempos donde la palabra “felicidad” se ha vuelto un producto de mercado, prometida por anuncios, perseguida por algoritmos, medida en sonrisas y clics, resulta refrescante volver a Aristóteles, que hablaba no de felicidad, sino de eudaimonía. Una palabra griega difícil de traducir, pero cargada de sentido: no se trata de sentirse bien, sino de vivir bien; no de placer momentáneo, sino de una vida plena, lograda, en armonía con uno mismo y con el mundo. Aristóteles no era un iluso. Sabía que la vida humana es frágil, que las pérdidas duelen, que la fortuna juega su papel. Pero también sabía, y aquí está quizás su mayor grandeza, que no hay bien mayor que desarrollar nuestras capacidades más nobles, aquellas que nos hacen humanos: la razón, la justicia, la templanza, la amistad, la contemplación del mundo. Esta eudaimonía no se alcanza con recetas rápidas ni retiros de fin de semana. Es una forma de vivir, un trabajo cotidiano sobre uno mismo. Es elegir el punto medio entre los extremos, cultivar hábitos justos, aprender a pensar, a escuchar, a actuar con prudencia. Es construir una vida que, al mirar atrás, uno pueda decir: esto valió la pena. Y lo más bello: la eudaimonía no depende del humor del día ni del aplauso ajeno, sino del arte silencioso de crecer interiormente. Es como un árbol que echa raíces lentas y firmes, y que un día, casi sin darnos cuenta, da fruto.

Yo voy pensando lo bueno que sería si todos hubiésemos leído y comprendido este texto. No tendríamos tantas catástrofes a nuestro alrededor, no habría guerras, ni hambrunas, ni feminicidios ni violencia. Viviríamos como las flores del campo, disfrutaríamos de nuestro tiempo en el mundo de los vivos. Hoy, más que nunca, pienso, necesitamos recuperar esa antigua y sabia idea, que ser feliz no es poseer mucho, ni evitar el dolor artificialmente, sino florecer como seres humanos, vivir con sentido, con virtud, con hondura. Muchos me dirán, que yo vivo en uno de los países más felices de la tierra, pero ¿eso es verdad?

¿Quién decide la felicidad? Cada año, titulares en letras grandes nos informan que Finlandia, Japón o Dinamarca son «los países más felices del mundo». ¿Pero felices según quién? ¿Según qué medida? Estas afirmaciones, amparadas en encuestas de percepción y fórmulas estadísticas, nos imponen una idea de felicidad que parece tener pasaporte del norte y gustos minimalistas, como orden, silencio, estabilidad, eficiencia burocrática. Pero ¿acaso no hay felicidad también en la improvisación latina, en la resiliencia africana, en la solidaridad de los barrios pobres, o en la mesa compartida en un día cualquiera? Tal vez lo que estamos midiendo no sea la felicidad, sino el grado de conformidad con un cierto modelo de sociedad. Tal vez llamar “el país más feliz del mundo” a uno u otro no sea más que una forma elegante de exportar una idea, y de paso vender un estilo de vida. En definitiva, ¿por qué seguir preguntando en qué país vive la gente más feliz, en vez de preguntarnos qué hace que la vida valga la pena en cualquier rincón del mundo?

El World Happiness Report (El Informe Mundial de la Felicidad) fue iniciado en 2012 por las Naciones Unidas y basa en encuestas de percepción subjetiva. Una de las premisas detrás del informe es que la felicidad es un derecho humano fundamental y que las políticas deben alinearse para fomentar el bienestar. Las clasificaciones, publicadas anualmente, han alentado a muchos gobiernos a centrarse en estrategias que mejoren la calidad de vida de sus ciudadanos, y eso es bueno, pero, aunque factores como el PIB per cápita, el apoyo social, la libertad para tomar decisiones, la generosidad, la corrupción, ayudan a crear una visión amplia del estado de la felicidad en una nación, no siempre capturan la experiencia diaria de los ciudadanos. La complejidad del bienestar humano no puede ser totalmente entendida a través de estadísticas o clasificaciones simples, y es aquí algunos países, como Finlandia, se enfrentan a la dicotomía entre ser percibidos como felices y los desafíos que realmente viven sus ciudadanos. Por ejemplo, Finlandia, que año tras año lidera el ranking, en uno d elos países europeos con la tasa más alta de suicidios y de uso de antidepresivos, sobre todo entre los hombres.  Una de las condiciones que afecta a muchas personas en Finlandia es el Trastorno Afectivo Estacional (TAE), una forma de depresión que surge en los meses más oscuros del año. Con inviernos largos y oscuros, los finlandeses son particularmente susceptibles a esta afección, que puede afectar la productividad, el bienestar y la calidad de vida general durante una parte significativa del año.

La forma en que se plantean las preguntas sesga las respuestas. Por ejemplo, es posible que, en algunas culturas, donde el individualismo y el bienestar personal son menos valorados que el éxito comunitario, las personas sientan la necesidad de responder de manera optimista, incluso si sus experiencias no se alinean con esa percepción. Como resultado, la felicidad autorreportada puede crear una visión alterada de la realidad, haciendo difícil identificar las áreas que realmente necesitan atención. Yo, personalmente soy muy escéptico frente a las encuestas y evaluaciones subjetivas y, por tanto, no me creo los resultados del Informe Mundial sobre la Felicidad, pero a algunos políticos y periodistas nórdicos les gusta mucho, casi como si sus selecciones nacionales hubiesen ganado el campeonato mundial de fútbol.


[1] https://archive.org/details/aristoteles-u-o-etica-a-nicomaco