Al pasear por la ciudad encontramos edificios que nos recuerdan momentos importantes de nuestra vida. Al pasar por el hospital universitario, mis ojos van, casi sin proponérmelo, hacia la puerta de la clínica maternal. Me vienen, mirando su puerta, los recuerdos de nuestra azarosa entrada, mi compañera y yo, ella a punto de dar a luz, yo a punto de explotar, cargado de esperanzas y de presagios. También recuerdo la salida con nuestro hijo en su carrito, radiantes de felicidad. Por otra puerta, en el mismo edificio, entramos con la abuelita, pero ella ya no pudo celebrar su salida. Las puertas del hospital son solemnes, infunden respeto.

Hay portales en los que he entrado lleno de sentimientos encontrados; ilusión, desasosiego, pánico, incertidumbre. De esos mismos portales he salido a veces aliviado, a veces confuso, no pocas veces empequeñecido, raras veces triunfante y siempre aliviado. Portales de instituciones docentes en las que he pasado gran parte de mi vida.

Hay puertas por las que yo sé han pasado personajes muy conocidos; artistas, escritores, académicos famosos, políticos y malhechores. De ellos sabemos algo y con ello construimos una historia, en la que creemos poder recrear sus reacciones y sentimientos. Es, claro está, pura ficción, pero no puedo dejar de pensar que puedo vivirlo como si yo hubiese sido testigo, es parte de la fascinación de mis paseos.

Las verjas, las viejas verjas férreas que separan la calle de pequeños paraísos terrenales como el Jardín Botánico o las que enmarcan el lugar de reposo de aquellos que entraron y nunca más salieron de allí. Verjas que llevan el sello del yunque y el martillo, los golpes y el calor de la forja como recuerdo. Cuidando la tumba de mi suegro se nos fue el santo al cielo y quedamos encerrados dentro del cementerio. El coche quedó allí, hasta el día siguiente. Nosotros saltamos y, si alguien nos hubiera visto encaramados sobre la verja, quizás creería que eran dos almas en pena que querían regresar a sus casas.

Las puertas de la ciudad, existentes ya solo en el nombre del lugar de su ubicación, La Puerta Sur o Aduana Sur, por la que se salía hacia Malmö. La Puerta Norte o Aduana Norte, por la que se emprendía el camino hacia Landskrona, Helsingborg y más allá,a la lejana Vä, cerca de Kristianstad, camino de la vecina Suecia. La Puerta Oeste o Aduana Oeste, que salía del monasterio de Santa María y San Pedro, que aún conservamos. Finalmente, la Puerta del Este o de San Martín, que se abría al camino de Dalby. Es curioso como esas ahora inexistentes puertas de entrada y salida de la ciudad siguen vivas en las conversaciones cotidianas, confundiendo a los viajeros y nuevos estudiantes, que infructuosamente las buscan por la ciudad. Lo único que pueden encontrar es un letrero metálico con una imagen de la ciudad rodeada de su palizada con las puertas marcadas y el nombre de la que antaño se encontraba en aquel lugar.  

Lund es una ciudad muy de puertas adentro. Hay vida tras los portones, en los patios antiguos. Una vida secreta, oculta al caminante que pasea calle arriba, calle abajo, mirando sus puertas. A veces me recuerdan un poco las calles de Marrakech, aunque aquí no son solo las mujeres las que se esconden tras los muros que dan a la calle. Yo sigo mi camino y al llegar a mi puerta, entro y descanso hasta mañana, que pienso dar otro paseo.